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George Washington
Como acontecimiento precursor de la Revolución Francesa y de la emancipación de América, la independencia de los Estados Unidos fue uno de los sucesos trascendentales del tránsito a la Edad Contemporánea. En este sentido pocos personajes merecen tanto el calificativo de «figura histórica» como George Washington, máximo responsable de las campañas militares de la guerra de Independencia (1775-1783) y principal artífice de la construcción desde bases democráticas de la nueva nación, que lo eligió primer presidente de los Estados Unidos de América (1789-1797).
George Washington
George Washington nació el 22 de febrero de 1732 a orillas del río Potomac, en la finca de Bridge's Creek, en el antiguo condado de Westmoreland, en el actual estado de Virginia. Pertenecía a una distinguida familia inglesa, oriunda de Northamptonshire, que había llegado a América a mediados del siglo XVII y había logrado amasar una considerable fortuna. Su padre, Augustine, dueño de inmensas propiedades, era un hombre ambicioso que había estudiado en Inglaterra y que al enviudar de su primera mujer (Jane Butler, que le había dado cuatro hijos) contrajo segundas nupcias con Mary Ball, miembro de una respetable familia de Virginia que le dio otros seis vástagos, entre ellos George.
Poco se sabe de la infancia del futuro presidente, salvo que sus padres lo destinaban a una existencia de colono y por ello no fue más allá de las escuelas rurales de aquel tiempo: entre los siete y los quince años estudió de modo irregular, primero con el sacristán de la iglesia local y luego con un maestro llamado Williams. Alejado de toda preocupación literaria o filosófica, el muchacho recibió una educación rudimentaria en lo libresco, pero sólida en el orden práctico, al que lo inclinaba su activo temperamento.
Ya en la temprana adolescencia estaba suficientemente familiarizado con las tareas de los colonos como para cultivar tabaco y almacenar las uvas. En esa época, cuando tenía once años, murió su padre y pasó a la tutela de su hermanastro mayor, Lawrence, un hombre de buen carácter que, en cierta forma, fue su tutor. En su casa, George conoció un mundo más amplio y refinado, pues Lawrence estaba casado con Anne Fairfax, una de las grandes herederas de la región, y acostumbraba codearse con la alta sociedad de Virginia.
Un colono con vocación militar
Escuchando los relatos de su hermanastro se despertó en George una temprana vocación militar, y a los catorce años quiso hacerse soldado, aunque tuvo que desechar la idea ante la férrea oposición de su madre, quien se negó a que siguiera la carrera de las armas. Dos años más tarde comenzó a trabajar de agrimensor, como asistente de una expedición para medir las tierras de lord Fairfax en el valle de Shenandoah.
A partir de entonces las agotadoras jornadas en campo abierto, sin comodidades y expuesto a los peligros de la vida salvaje, le enseñaron no sólo a conocer las costumbres de los indios y las posibilidades de colonización del Oeste, sino a dominar su cuerpo y su mente, templándolo para la tarea que el futuro le reservaba. Aunque las preocupaciones políticas no le perturbaban (el joven Washington era un fiel súbdito de la corona inglesa), pudo por entonces sentirse algo molesto por las limitaciones impuestas por la metrópoli a la colonización, ya que George y su hermanastro proyectaban llevar sus negocios a las tierras del Oeste.
A los veinte años un triste suceso dio un giro a su vida al convertirlo en cabeza de la familia: una tuberculosis acabó con la vida de Lawrence en 1752 y George heredó la plantación de Mount Vernon, una vasta finca de 8.000 acres con dieciocho esclavos. Washington pasó a ser uno de los hombres más ricos de Virginia, y como tal actuaba: pronto se distinguió en los asuntos de la comunidad, fue un activo miembro de la Iglesia episcopal y se postuló como candidato, en 1755, a la Cámara de los Burgueses del distrito. También sobresalía en las diversiones; era un magnífico jinete, alto y de ojos azules, un gran cazador y mejor pescador; amaba el baile, el billar y los naipes y asistía a las carreras de caballos (tenía sus propias cuadras) y a cuantas representaciones teatrales se daban en la región. Pero su vocación de soldado no había muerto, y entre sus planes figuraba ser también un brillante militar.
Por entonces, ingleses y franceses se disputaban el dominio de América del Norte, y la controversia sobre las rutas de la cabecera del Ohio había conducido a una extrema tensión entre los colonos. Washington se alistó en el ejército, y poco después de la muerte de su hermanastro fue nombrado por el gobernador Robert Dinwiddie comandante del distrito, con un sueldo de 100 dólares anuales. Ante las invasiones de los franceses por la frontera, en 1753 el gobernador le encargó la misión de practicar un reconocimiento en la zona limítrofe. A mediados de noviembre, Washington se puso en marcha al frente de seis hombres por el valle del Ohio, una región inhóspita poblada de tribus salvajes y múltiples peligros. A pesar del frío y las nieves, pudo llevar a cabo la dura travesía hasta alcanzar Fort Le Boeuf en Pennsylvania, una hazaña que comenzó a cimentar su fama.
Declarada en 1754 la guerra de los Siete Años, que para los colonos ingleses en América suponía la lucha por su expansión frente al predominio francés, Washington fue designado teniente coronel del regimiento de Virginia, a las órdenes del general Fry. Al morir el general en combate, Washington le sucedió como jefe supremo de las fuerzas armadas del condado, pasando poco después a formar parte del estado mayor del general Braddock, que dirigía las tropas regulares enviadas por Inglaterra. El 9 de julio de 1755 se distinguió en la batalla de Monongahela por su coraje y capacidad de decisión, si bien ésta acabó en un desastre para los ingleses.
La derrota repercutió de tal forma en su ánimo que el joven militar se retiró a Mount Vernon con el firme propósito de no volver a tomar las armas. Pero no pudo llevarlo a cabo, pues los notables de Virginia le pidieron que se hiciera cargo de las tropas, a pesar de que sólo contaba con veintitrés años de edad. Washington conservó el mando entre 1755 y 1758, época en que también fue elegido como representante del condado de Frederic para la Cámara de los Burgueses de Virginia. Su nombre ya era popular, se le admiraba por su experiencia y tacto, y comenzaba a labrarse un sólido prestigio político interviniendo activamente en las deliberaciones de la asamblea.
Tras algunos sinsabores, desilusionado ante el curso de la guerra con Francia y la conducta de los comandantes británicos, Washington renunció a su cargo militar para regresar a Mount Vernon y al poco tiempo, el 6 de enero de 1759, se casó con Martha Dandridge, una mujer tan rica como bella, viuda del coronel Parke Custis y dueña de una de las mayores fortunas de Virginia. Poseía un gran número de esclavos, 15.000 valiosos acres y dos hijos de seis y cuatro años, que se convirtieron en la verdadera familia de Washington.
En Mount Vernon la pareja, unida más por una armoniosa felicidad que por un amor apasionado, llevaba la vida de los ricos propietarios, atentos a la prosperidad de sus tierras y al papel prominente que desempeñaban en la vida social de la región. Todo se hacía a lo grande, la ropa se compraba en Londres, las fiestas eran espléndidas y los huéspedes se contaban por cientos. Pero esta vida rumbosa se vería interrumpida por el vendaval político que pronto se abatió sobre la América del Norte.
La lucha por la independencia
El final de la guerra de los Siete Años, oficializado el 10 de febrero de 1762 con la firma del Tratado de París, significó la renuncia de Francia a sus pretensiones sobre Acadia y Nueva Escocia y la plena soberanía de Inglaterra sobre Canadá y toda la región de Luisiana, salvo Nueva Orleans. Pero la discrepancia mercantil entre Londres y sus colonias aumentó a raíz de esta conclusión, pues el gobierno inglés consideró que todas sus posesiones habían de cooperar en la amortización de los gastos ocasionados por la guerra, ya que todas ellas se habían beneficiado de sus resultados.
El déficit originado por la contienda era enorme, y ya en marzo de 1765 el parlamento inglés votó un impuesto que hirió los derechos tradicionales de las colonias, imponiendo el uso de papel timbrado para toda clase de contratos. Con verdadera ceguera política, al año siguiente dictó una serie de derechos aduaneros sobre el papel, el vidrio, el plomo y el té, que provocaron la indignación del mundo comercial norteamericano y la formación de ligas patrióticas contra el consumo de mercancías inglesas. A la vanguardia de las luchas que precedieron al estallido revolucionario habían de colocarse los aristócratas de Virginia y los demócratas de Massachusetts. Washington se sintió irritado por tales medidas, pero continuó considerándose un súbdito leal a Inglaterra y un hombre de opiniones moderadas.
En 1773 la población de Boston protestó contra los impuestos arrojando los cargamentos de té al mar. El hecho, conocido como el Boston Tea Party, acabó de abrirle los ojos a Washington y de volcarle hacia la defensa de las libertades americanas. Cuando los legisladores de Virginia se reunieron al año siguiente en Raleigh, él estuvo presente y firmó las resoluciones. En la primera legislatura revolucionaria de ese año pronunció un elocuente discurso declarando: «Organizaré un ejército de mil hombres, los mantendré con mi dinero y me pondré al frente de ellos para defender a Boston». Ya había dejado de ser un moderado cuando, vestido de uniforme, representó a Virginia en el Primer Congreso Continental que se celebró en Filadelfia en 1774. Sus cartas muestran que aún se oponía a la idea de la independencia, pero que estaba decidido a no renunciar a «la pérdida de los derechos y privilegios que son esenciales a la felicidad de todo Estado libre y sin los cuales la vida, la libertad y la propiedad se tornan totalmente inseguras».
Comenzadas las hostilidades entre ingleses y americanos en la batalla de Lexington, el 19 de abril de 1775, los autonomistas declararon sus anhelos de independencia frente a la corona inglesa. Todas las colonias se consideraron en guerra contra la metrópoli y, en el Segundo Congreso reunido en Filadelfia ese año, confiaron el mando de las tropas al plantador virginiano George Washington. Su elección fue en parte el resultante de un compromiso político entre Virginia y Massachusetts, pero también la consecuencia de la fama ganada por Washington en la campaña de Braddock y del talento con que impresionó a los delegados del Congreso.
El flamante jefe de las fuerzas coloniales se vio entonces frente a la arriesgada tarea de crear un ejército en presencia del enemigo y casi desde la nada. Al llegar a Boston se encontró con más de quince mil hombres, pero se trataba sólo de una masa confusa de insurrectos indisciplinados, divididos en bandas hostiles entre sí, a menudo en harapos y mal armados. Faltaban víveres y vituallas, y además, cada asamblea provincial dictaba órdenes a su capricho. Aquí demostró Washington sus brillantes dotes de organización y su incansable energía, disciplinando y adiestrando a los voluntarios inexpertos, reuniendo provisiones y llamando a las colonias en su apoyo. De esa forma organizó al ejército de Massachusetts, con el que pudo ocupar Boston y expulsar de Nueva Inglaterra a los ingleses del general Howe en 1776. Ese año, ante la llegada de nuevas tropas enviadas por la metrópoli, los americanos habían proclamado solemnementela independencia de los Estados Unidos.
Washington había ganado el primer round contra las tropas de la corona, pero aún faltaban varios años de guerra en que los soldados americanos serían puestos al borde de la aniquilación. Entre los factores decisivos para alcanzar la victoria figuraron en primer término su capacidad para infundir confianza a los soldados, su energía incansable y su gran sentido común. Nunca fue un genial estratega, ya que, como dijo Jefferson, «a menudo fracasó a campo abierto», pero supo mantener viva entre sus hombres la llama del patriotismo y escuchó siempre las opiniones de los generales a su mando, sin importarle dejar de lado su propio parecer.
Así, en un segundo momento, Washington retiró sus tropas al sur y esperó la contraofensiva británica en Long Island, pero decidió retirarse debido a su inferioridad numérica respecto a Howe. Desde entonces empleó en Pennsylvania una táctica de desgaste que le valió en 1776 las victorias de Trenton (tras cruzar sorpresivamente el río Delaware) y Princeton, aunque también las derrotas de Brandwine y Germantown del año siguiente. En retirada, contuvo a las fuerzas de Howe que avanzaban sobre Filadelfia. La ciudad no pudo resistir y cayó en manos del jefe británico, pero pronto los ingleses sufrieron un desastre considerable y el general Burgoyne fue obligado a capitular en Saratoga, el 17 de octubre, ante el asedio del jefe americano Gates.
Este éxito de la Revolución americana conmovió en Europa a los adeptos del enciclopedismo y a los partidarios del «hombre natural» de Rousseau. Voluntarios franceses como La Fayette, el conde de Rochambeau y François Joseph Paul de Grasse, polacos como Tadeusz Kościuszko y sudamericanos como Francisco de Miranda, acudieron en auxilio de las huestes de Washington, que vio así facilitada su tarea. Después del terrible invierno de Valley Forge, donde se dedicó a adiestrar a sus tropas, pudo reanudar victoriosamente la lucha gracias a los refuerzos recibidos. El gobierno francés vio en el conflicto la oportunidad de vengar la derrota de la guerra de los Siete Años y, en 1778, firmó una alianza con los Estados Unidos, a la que se sumó al año siguiente Carlos III de España.
El auxilio de las tropas francesas fue tan eficaz que Washington pudo recuperar Filadelfia, sitiar Nueva York y dirigirse al sur para cortar el avance de lord Cornwallis, que iba al frente de once mil hombres, el grueso de las tropas inglesas. El 19 de octubre de 1781 Cornwallis se vio obligado a capitular, luego de caer prisionero con su ejército. Esta rendición significó la definitiva victoria de los colonos y el reconocimiento de la independencia por parte de Inglaterra, antes de firmarse la paz en Versalles, el 20 de enero de 1783.
El constructor del Estado
En 1778, en plena guerra, el Congreso había promulgado la Ley de Confederación, primera tentativa para constituir un bloque homogéneo con los trece estados de la Unión. Pero esta fórmula política dio escasos resultados, pues la guerra y la posguerra exigían más un poder central fuerte que un gobierno sin atribuciones. En la cumbre del prestigio y la fama después de los triunfos militares, George Washington tuvo que hacer frente a los problemas de la reconstrucción nacional. Por un lado se negó a aceptar la corona que algunos notables le ofrecían, dedicándose a combatir la reacción monárquica de algunos sectores del país, y por otro proclamó la necesidad de establecer una constitución.
Su postura federalista, defensora de la implantación de un poder central eficiente que defendiera los intereses americanos en el exterior y equilibrara las tendencias partidistas de los territorios, supo conciliarse con la de los republicanos, partidarios de conservar la independencia política y económica de los estados. El acuerdo entre ambos grupos fue expresado por la Constitución del 17 de septiembre de 1787, la primera carta constitucional escrita que reguló la forma de gobierno de un país. Una vez más, las dotes de organización y dirigente de Washington hicieron que las esperanzas fueran puestas en él, y el Congreso lo eligió como primer presidente de los Estados Unidos en 1789.
La prudencia, la sensatez y sobre todo un respeto casi religioso a la ley fueron las notas dominantes de sus ocho años de gobierno. Al elegir a los cuatro miembros de su gabinete, Thomas Jefferson en la Secretaría de Estado, el general Henry Knox en la de Guerra, Alexander Hamilton en la del Tesoro y Edmund Randolph en la de Justicia, Washington estableció un cuidadoso equilibrio entre republicanos y federales, el cual posibilitó la puesta en marcha del aparato que habría de coordinar y dirigir la administración del país. Para hacer frente a los graves problemas económicos por los que éste atravesaba, aplicó una férrea política fiscal y se esforzó por asociar los grandes capitales con el Estado, a fin de comprometerlos en la estabilidad de la nación. Con idéntico objetivo creó el Banco de los Estados Unidos y, a fin de promover el desarrollo industrial, dictó una serie de medidas proteccionistas que le valieron el apoyo de la burguesía.
Elegido para un segundo mandato en 1793, fue Jefferson quien, ante sus dudas, lo convenció de que aceptara el cargo nuevamente. En esta segunda etapa de gobierno tuvo que resolver serios problemas, como el suscitado en el Oeste por la oposición a los impuestos sobre el aguardiente, que originó en 1794 la sublevación conocida como Whiskey Rebellion, la cual fue reprimida por las tropas enviadas por orden del presidente.
Otro elemento de desgaste fue el choque entre Jefferson y Hamilton, motivado por la radicalización de la Revolución francesa y el conflicto armado que asolaba Europa. Mientras que el secretario de Estado se inclinaba por el apoyo de Estados Unidos a la Francia revolucionaria, el secretario del Tesoro defendía la neutralidad ante la contienda. Washington, que al principio había tratado de mantener la armonía entre ambos, apoyó, una vez declarada la guerra europea, las posiciones de Alexander Hamilton y se decidió por la neutralidad. No tardó mucho tiempo en declarar sus simpatías pro británicas, a pesar de la enorme deuda que su país tenía con Francia, y ello trajo como consecuencia el debilitamiento de las relaciones con esta nación. Thomas Jefferson, por su parte, manifestó su disconformidad abandonando el gobierno y, ya desde la oposición, se opuso al centralismo del presidente.
Así fue cómo la estrella política de Washington comenzó a declinar, hasta ensombrecerse totalmente cuando se conocieron los términos de un acuerdo comercial firmado por Gran Bretaña, el Tratado Jay del 25 de junio de 1794, que provocó fuertes discusiones en el parlamento y una real merma de la popularidad presidencial. Aun así, fue elegido por tercera vez para ocupar el poder, pero en esta oportunidad se negó tajantemente, aduciendo que quería volver con su familia a la paz de la vida privada. En realidad, le frenaba el miedo a la tentación dictatorial que desvirtuaría el origen democrático de su lucha por la independencia, y no dudó en regresar a su plantación de Virginia.
Los dos últimos años de su vida, ya en la declinación de sus facultades físicas, los dedicó a cuidar de su familia y sus propiedades, salvo una breve interrupción en 1798, cuando se le nombró comandante en jefe del ejército ante el peligro de una guerra con Francia. En el invierno siguiente, Washington regresó a su casa agotado por una cabalgata de varias horas entre el frío y la nieve. Una aguda laringitis lo llevó a la muerte el 14 de diciembre de 1799. El prohombre de la independencia, el que fue «el primero en la guerra, el primero en la paz y el primero en el corazón de sus compatriotas», enfrentó el final con su serenidad característica, la misma que le había permitido afrontar el peligro de los campos de batalla con absoluta tranquilidad. Como escribió Jefferson, era un hombre inaccesible al temor.
Luis XVI
(Versalles, Francia, 1754 - París, 1793) Rey de Francia y duque de Berry. Heredero de Luis, delfín de Francia, y nieto de Luis XV, en 1770 contrajo matrimonio con la hija de la emperatriz de Austria, la archiduquesa María Antonieta, quien le dio cuatro hijos. Hombre de buenas intenciones pero débil de carácter, poco interesado en los asuntos políticos, se dejó influenciar por la reina y por una camarilla de cortesanos.
En los primeros años de su reinado, las reformas económicas liberales que intentaron sacar adelante sus ministrosAnne-Robert Jacques Turgot,Guillaume de MalesherbesyJacques Neckerpara reducir el déficit público tropezaron con el recelo de la nobleza. En política exterior, ámbito regido por el conde de Vergennes, Francia desempeñó un excelente papel en la guerra de Independencia norteamericana (1778-1783).
La persistente resistencia de los privilegiados a la liberalización de la economía desencadenó una crisis política interna que obligó a convocar los Estados Generales, un cuerpo legislativo que no se reunía desde 1618 y que estaba formado por asambleas de representantes de los tres «estados» sociales: la nobleza, el clero y el «Tercer Estado» o pueblo, aunque en la práctica resultaron elegidos, para este último, numerosos miembros de la ascendente burguesía.
El rey fue mejor considerado tras decretar el voto doble del Tercer Estado, pero pronto fue atacado tanto por este estamento como por el de los privilegiados. Viendo desatendidas sus exigencias sobre el sistema de votaciones (el voto por estamentos implicaba que nobleza y clero podían bloquear cualquier propuesta), los miembros del Tercer Estado se constituyeron en Asamblea Nacional y se autoproclamaron únicos depositarios de la soberanía.
Presionado por la corte, Luis XVI emprendió los preparativos para disolver por la fuerza la Asamblea Nacional, y los acontecimientos se precipitaron. El 14 de julio de 1789, para proteger a la Asamblea de una inminente intervención del ejército real, las masas populares de París tomaron armas de los Inválidos y asaltaron la Bastilla. La Revolución Francesa había comenzado.
Tras el levantamiento de octubre de 1789, Luis XVI se instaló en París y fingió aceptar la Constitución de 1791, elaborada por la Asamblea Constituyente, por la que Francia pasaba del absolutismo a la monarquía constitucional; el establecimiento de la separación de poderes, con un poder judicial independiente y una Asamblea Legislativa elegida por sufragio censitario, limitaba el hasta entonces omnímodo poder de la corona. Sin embargo, tras su aparente conformidad, Luis XVI había pedido ayuda a los monarcas extranjeros e intentó huir de Francia, pero fue capturado en Varennes (21 de junio de 1791).
Se produjo entonces la suspensión de la realeza y una aguda polémica entre las facciones revolucionarias sobre la conveniencia de mantener a Luis XVI en el trono. Restablecido poco después por la Asamblea, volvió a reinar, aunque con unos poderes tan escasos que él mismo urdió intrigas para llevar el país hacia la anarquía. En 1792, tras el asalto al Palacio Real de las Tullerías, del que logró escapar, Luis XVI fue suspendido definitivamente, juzgado por el delito de traición y condenado a morir en la guillotina (21 enero de 1793); la misma suerte correría la reina María Antonieta, ejecutada el 16 de octubre del mismo año.
María Antonieta
(Viena, 1755 - París, 1793) Reina de Francia. Hija de los emperadores de Austria, Francisco I y María Teresa, contrajo matrimonio en 1770 con el delfín de Francia, Luis, que subió al trono en 1774 con el nombre de Luis XVI. Mujer frívola y voluble, de gustos caros y rodeada de una camarilla intrigante, pronto se ganó fama de reaccionaria y despilfarradora. Ejerció una fuerte influencia política sobre su marido (al que nunca amó), ignoró la miseria del pueblo y, con su conducta licenciosa, contribuyó al descrédito de la monarquía en los años anteriores a la Revolución Francesa.
María Antonieta, reina de Francia
Pero quizá lo que más se recuerda de María Antonieta es su dramático final: detenida junto con el rey y otros nobles cuando trataban de huir de París, fue juzgada por el Tribunal Revolucionario y condenada a morir en la guillotina. A las diez y media de la mañana del día 16 de octubre de 1793, el pintor David, cómodamente instalado en la terraza del café La Régence, en la parisina calle de Saint-Honoré, realizó un apunte del natural de la reina María Antonieta camino del patíbulo. La llevaban sentada en una carreta e iba a ser ejecutada en la guillotina tras más de un año de calvario.
El dibujo presenta a la reina como un fantoche patético tocado con una ridícula cofia de fámula bajo la cual asoman unos mechones de pelo lacio. En sus labios, crispados por la agonía, se muestra aún un orgullo que parece desafiar a la plebe. Es un apunte cruel, en el que el artista quiso desposeer a su víctima de todo residuo de esplendor o hermosura, mostrando en ella la fiera cautiva que ya no podría ejercer más sus perversidades. Para la multitud que la contempló ese día, María Antonieta era la encarnación del Mal; para muchos otros fue una reina mártir y un símbolo de la majestad y la entereza. Aquel despojo que David vio pasar rumbo al cadalso había sido, sin duda, una de las reinas más bellas que tuvo Europa y la más primorosa joya de Francia.
Biografía
Desde su nacimiento en 1755, María Antonieta Josefa Ana de Austria, más conocida como María Antonieta de Austria, había vivido sumergida en la suntuosidad de la corte vienesa, rodeada de atenciones y ternura. Su padre, el emperador Francisco I de Austria, la adoraba. La emperatriz María Teresa de Austria, como el país entero, estaba embelesada con su hija y no podía negarle ningún capricho. Sus dos diversiones preferidas eran jugar con sus numerosos hermanos por los jardines del palacio de Schoenbrunn y esconderse de sus maestros. El compositor Christoph Willibald Gluck apenas consiguió hacer de ella una ejecutante mediocre de clavecín, y sus profesores de idiomas sólo lograron que hablara francés bastante mal y que se expresara en alemán correctamente, pero nunca pudieron enseñarle ortografía, porque la princesa se ponía triste y los desarmaba con encantadores mohínes.
A los 12 años supo que iba a ser reina de Francia. Su madre se dispuso a hacer de ella una perfecta princesa parisina y le asignó dos expertos que se ocuparan a fondo de la futura cabeza real: un preceptor eclesiástico y un ilustre peluquero. El primero debía reforzar su fe y su francés; al segundo se le encomendó la no menos delicada misión de edificar en la cabellera de la infanta una versallesca torre dorada llena de bucles. Una semana después, ambos se confesaron derrotados. El preceptor aseguraba que María Antonieta poseía un cerebro ingenioso y despierto, pero rebelde a toda instrucción; el peluquero no podía culminar su obra debido a la frente demasiado alta y abombada de la joven.
A los 14 años, cuando se casó con el duque de Berry, entonces Delfín y futuro rey Luis XVI, María Antonieta era ya una deliciosa muchacha espléndidamente formada, con un exquisito rostro oval, un cutis de color entre el lirio y la rosa, unos ojos azules y vivos capaces de condenar a un santo, un cuello largo y esbelto y un caminar digno de una joven diosa. Para el gusto francés, sólo su boca, pequeña y dotada del desdeñoso labio inferior de los Habsburgo, resultaba desagradable. El escritor inglésHorace Walpole, que apreció sus encantos durante la celebración de una boda, escribió: "Sólo había ojos para María Antonieta. Cuando está de pie o sentada, es la estatua de la belleza; cuando se mueve, es la gracia en persona. Se dice que, cuando danza, no guarda la medida; sin duda, la medida se equivoca..."
El matrimonio con el futuro rey de Francia fue bendecido el 16 de mayo de 1770. Hubo fastos, desfiles, grandiosas fiestas y solemnidades. Poco después, por la noche, no hubo nada. Al menos eso consignaría el Delfín en su diario en la mañana del día 17: "Rien." Una sola y enojosa palabra que seguirá escribiendo durante siete años, hasta que ella tenga el primero de sus cuatro hijos. María Antonieta, vital y poco inclinada a la santidad, se aburría soberanamente con su esposo y pronto comenzó a salir de incógnito por la noche, oculta tras la máscara de terciopelo o el antifaz de satén, y a resarcirse con algo más que simples galanterías.
Reina de Francia
En cuanto al Delfín, era robusto y bondadoso, pero también débil y no demasiado inteligente. Convertido en Luis XVI a los 20 años, María Antonieta escribirá a su madre: "¿Qué va a ser de nosotros? Mi esposo y yo estamos espantados de ser reyes tan jóvenes. Madre del alma, ¡aconseja a tus desgraciados niños en esta hora fatídica!". María Antonieta pronto se convirtió en símbolo escandaloso de la más licenciosa corte de Europa. Trataba de agradar y de obrar con acierto, pero no lo conseguía.
Sus faltas, exageradas por la opinión pública y consideradas como ejemplo vivo del desenfreno de la corte, no fueron otras que su desprecio a la etiqueta francesa, sus extravagancias y la constante búsqueda de placeres en el fastuoso grupo del conde de Artois, así como sus caprichosas interferencias en los asuntos de Estado para encumbrar a sus favoritas. Derrochadora, imprudente y burlona, la prensa clandestina comenzó a pintarla como un ser depravado y vendido a los intereses de la casa de Austria. La calumnia salpicaba su trono, siendo exagerada hasta el paroxismo por los libelos de la Revolución. Según los panfletos, la lista de sus amantes era interminable y sus excesos dignos de una Mesalina. Pronto fue conocida entre el pueblo con el despectivo mote de "la austríaca".
En 1785, un nuevo escándalo atribuido a su codicia vino a deteriorar su ya más que vapuleada fama. Todo el asunto giró alrededor de la más rica joya de la época. El célebre collar, realizado por los mejores orfebres de París para madame Du Barry, favorita del rey Luis XV, era una pieza insuperable. Sus más de mil diamantes, rubíes y esmeraldas parecían haber sido forjados pacientemente por los dioses en las entrañas de la tierra con el único fin de recibir la caricia del oro en un lugar preciso de la joya. Muerta la Du Barry antes de que se diera fin a la obra, la condesa de La Motte, aventurera que servía en la corte y pertenecía al círculo del tenebrosoConde Alessandro di Cagliostro, embaucó al cardenal Louis de Rohan, rico y disoluto cortesano caído en desgracia, haciéndole creer que María Antonieta deseaba obtener el magnífico collar y que, no disponiendo del dinero suficiente, estaba dispuesta a firmar un contrato de compra si él lo garantizaba.
El cardenal, deseoso de congraciarse con María Antonieta, se entrevistó con quien creía que era la reina, suplantada por una bella joven apellidada d'Oliva, accedió a su petición y el 1 de febrero de 1785 el collar fue trasladado a Versalles. Pero no llegó a manos de la reina, sino que por una sucesión de intrigas fue a parar a la condesa de La Motte, que desapareció de París con su marido y se dedicó a vender afanosamente las gemas por separado. Una vez descubierta la estafa, la condesa aseguró ser favorita íntima de María Antonieta y esgrimió unas cartas comprometedoras de la reina falsificadas. María Antonieta fue acusada de intrigante y ambiciosa, y aunque el juicio demostró su inocencia, la campaña política orquestada para desprestigiarla tuvo éxito. El cardenal de Rohan fue desterrado, la condesa de La Motte azotada públicamente y su esposo condenado a galeras, pero el castigo ejemplar no pudo borrar el nuevo baldón que había caído sobre la honorabilidad de la reina.
La Revolución
La caída de la monarquía se fraguó en pocos meses. Ni Luis XVI ni María Antonieta comprendieron el carácter de los cambios que se avecinaban, provocando así su propia ruina. Ya no había posibilidades de reconciliación entre el pueblo y el rey. El intento de huida de los monarcas no hizo sino acentuar esta ruptura y patentizar que el país había dado la espalda a la corona.
El conde sueco Axel de Fersen, amante fidelísimo de María Antonieta, se encargó de preparar el plan de fuga con un grupo de selectos y secretos monárquicos. La familia real debía huir de París saliendo de las Tullerías durante la noche por una puerta falsa y dejando una proclama de acentos tradicionales dirigida al pueblo de París: "Volved a vuestro rey; él será siempre vuestro padre, vuestro mejor amigo." Sólo consiguieron llegar hasta Varennes, donde fueron reconocidos y detenidos. Cuando Luis XVI leyó el decreto que le obligaba a regresar, dijo: "Ya no hay rey en Francia". La Asamblea Legislativa no tuvo más remedio que someterse a cabecillas revolucionarios como Robespierre y Danton. No pudo evitar el asalto por las masas de la residencia real, arrebató los poderes al rey y permitió que fuese encarcelado en la torre del Temple. Después, para la realeza, no quedaba sino un trágico epílogo.
María Antonieta acompañó a su esposo a la prisión haciendo gala de un valor que ennobleció su figura, rayana luego en el heroísmo al aceptar con patética serenidad la separación de sus hijos y la ejecución de su esposo en enero de 1793. Trasladada a la Conciergerie siete meses después y encerrada en una celda sin luz ni aire, sin abrigo, vigilada en todo momento por guardias muchas veces borrachos, sus nervios estuvieron a punto de quebrarse en vísperas del juicio. Pero resistió.
Durante el proceso intentó defenderse con sus últimos restos de dignidad, contestó en términos que confundieron a sus crueles enemigos y, ante la acusación suprema de haber corrompido a sus hijos, guardó primero silencio y luego, dirigiéndose hacia el público, exclamó: "¡Apelo a todas las madres que se encuentran aquí!" Las deliberaciones del tribunal duraron tres días y tres noches, siendo por fin declarada culpable de alta traición como "viuda del Capeto". El 16 de octubre de 1793, a media mañana, sería exhibida en carreta por París ante los ojos de la multitud y de Jacques-Louis David, "el pintor de la Revolución".
Ninguna imagen más expresiva ni más elocuente del enorme cambio que se había operado en ella que su famoso dibujo: no hay parecido alguno entre aquella ruina humana que marcha al encuentro de su destino y la mujer que había sido, según apreciara Walpole, la elegancia personificada. Luego subiría lentamente los peldaños del cadalso, redoblarían los tambores, caería la cuchilla y la cabeza ensangrentada, asida por los cabellos por uno de los verdugos, sería mostrada a la multitud vociferante.
Maximilien de Robespierre
Político de la Revolución Francesa que instauró el régimen del Terror (Arras, Artois, 1758 - París, 1794). Procedente de la pequeña nobleza del norte de Francia, se hizo abogado y frecuentó los círculos literarios y filosóficos de su ciudad en la década de 1780; sus escritos de esa época muestran la influencia de las ideas democráticas de Rousseau.
Cuando Luis XVI convocó a los Estados Generales para resolver la quiebra de las finanzas reales (1788), Robespierre fue elegido para representar al Tercer Estado de Artois. Y cuando la conversión del Tercer Estado en Asamblea Nacional puso en marchala Revolución Francesa(1789), Robespierre se erigió en defensor de las ideas liberales y democráticas más avanzadas (por ejemplo, fue él quien propuso la ley de 1791 que prohibía la reelección de los diputados, con la intención de renovar radicalmente el personal político).
No obstante, no parece que sostuviera convicciones republicanas hasta que la deslealtad del rey a la Constitución (con el intento de fuga de la familia real en 1791) defraudó su confianza en la fórmula monárquica; entonces se convirtió en uno de los promotores de la ejecución de Luis XVI y de la implantación de la República.
Hombre íntegro, virtuoso y austero (recibió el sobrenombre de el Incorruptible), llevó su rigor moral y su fidelidad a los principios hasta el fanatismo. Esa fama le convirtió en uno de los líderes más destacados del Club de los Jacobinos, que agrupaba al partido revolucionario radical. Allí sostuvo la idea de mantener la paz con las potencias extranjeras para consolidar la revolución en Francia, pues veía en la guerra exterior que impulsaban los girondinos un claro peligro de debilitamiento del régimen.
El apoyo de las masas revolucionarias de París (los sans-culottes) a tales ideas se expresó en una «revolución dentro de la Revolución» en 1792-93, que llevó a Robespierre al poder: primero como miembro de la Comuna revolucionaria que ostentaba el poder local; luego como representante de la ciudad en la Convención Nacional que asumió todos los poderes, y en la que Robespierre apareció como portavoz del partido radical de la Montaña (junto con Danton y Marat); y, una vez eliminados del poder los girondinos, como miembro del Comité de Salvación Pública en el que la Convención delegó el poder ejecutivo (1793).
Tras arrebatarle el poder a Danton, Robespierre se convirtió en el «hombre fuerte» de aquel Comité, secundado por Saint-Just; instauró una dictadura de hecho para salvar a la Revolución de las múltiples amenazas que se cernían sobre ella: el ataque militar de las monarquías absolutistas europeas coligadas contra Francia, la amplitud de la insurrección contrarrevolucionaria en el interior (conocida como la Guerra de la Vendée), la quiebra de la Hacienda Pública y el empobrecimiento de las masas populares.
Robespierre impuso una sangrienta represión para impedir el fracaso de la Revolución, no dudando en aprobar leyes que recortaban las libertades y simplificaban los trámites procesales en favor de una «justicia» revolucionaria tan expeditiva como arbitraria; completaba el mecanismo represivo un sistema de delación extendido por todo el país mediante 20.000 comités de vigilancia. En 1794 eliminó físicamente a la extrema izquierda (los partidarios de Jacques Hébert) y a los revolucionarios moderados (los indulgentes de Danton y Desmoulins), al tiempo que perseguía sin piedad a toda clase de contrarrevolucionarios, monárquicos, aristócratas, clérigos, federalistas, capitalistas, especuladores, rebeldes, traidores y desafectos (hasta 42.000 penas de muerte en un año).
Buscaba así eliminar las disensiones y cohesionar a la población en torno al gobierno revolucionario y al esfuerzo de guerra. Adoptó medidas sociales encaminadas a ganarse el apoyo de las masas populares urbanas, como la congelación de precios y salarios. Quiso recuperar la religión como fundamento espiritual de la moral y del Estado, instaurando por decreto el culto del Ser Supremo y celebrando en su honor una fiesta en la que quemó una estatua que simbolizaba el ateísmo. El éxito obtenido en la batalla de Fleurus (1794), que detuvo el avance de los ejércitos austriacos y prusianos hacia París, culminó la obra de Robespierre poniendo a salvo el régimen revolucionario; pero fue también el inicio de su caída, pues al desaparecer la situación de emergencia resultaban aún más injustificados los excesos del Terror.
Una coalición de diputados de diversas tendencias obtuvo de la Convención el cese y arresto de Robespierre y sus colaboradores en el Comité, en una turbulenta sesión en la que se impidió hablar a los acusados y en la que el propio Robespierre resultó herido. De nada sirvió el conato de insurrección popular que protagonizaron los sans-culottes para salvar a Robespierre. Juzgado por sus propios métodos, fue guillotinado junto con veinte de sus partidarios en la plaza de la Revolución, poniendo fin al Terror y dando paso a un periodo de reacción hacia posiciones moderadas.
Napoleón Bonaparte
Pocas figuras han merecido en la historia un tratamiento tan amplio y apasionado como el hombre que, como Primer Cónsul y Emperador de Francia (1799-1804 y 1804-1814), rigió los destinos de Europa durante tres lustros: Napoleón Bonaparte. Genio indiscutible del arte militar y estadista capaz de construir un imperio bajo patrones franceses, Bonaparte fue, para sus admiradores, el hombre providencial que fijó las grandes conquistas de la Revolución Francesa (1789-1799), dotando a su país de unas estructuras de poder sólidas y estables con las que se ponía fin al caos político precedente. Sus enemigos, por el contrario, vieron en él «la encarnación del espíritu del mal» (Chateaubriand), un déspota sanguinario que traicionó la Revolución y sacrificó la libertad de los franceses a su ambición desmedida de poder, organizando un sistema político autocrático.
Las claves del rápido encumbramiento de Napoleón se encuentran en dos pilares fundamentales: su innegable genio militar y su capacidad para sustentar un sistema de gobierno en principios comúnmente aceptados por la mayoría de los franceses. Bonaparte fue primero, y ante todo, un estratega, cuyos métodos revolucionaron el arte militar y sentaron las bases de las grandes movilizaciones de masas características de la guerra moderna. Partiendo de una novedosa organización de las unidades y de una serie de principios (concentración de fuerzas para romper las líneas enemigas, movilidad y rapidez) que serían puntualmente ejecutados de acuerdo con unas maniobras tácticas planificadas y ordenadas por Napoleón en persona, sus ejércitos se convirtieron en máquinas de guerra invencibles, capaces de dominar Europa y de elevar a Francia hasta su máxima gloria.
Junto a la evidente relación entre los éxitos militares y la admiración popular, la consolidación del poder napoleónico también obedeció a que su principal protagonista supo captar los deseos de una sociedad que, como la francesa, se sentía exhausta tras la anarquía y el desorden que habían caracterizado la dirección política del Estado durante el decenio revolucionario (1789-1799). Al servicio del Directorio, el general corso había obtenido brillantes victorias en sus campañas contra las monarquías absolutas europeas, aliadas contra Francia en un intento de acabar con la Revolución. Cuando, al amparo de su inmenso prestigio, Napoleón dio el golpe de Brumario e instauró primero el Consulado (1799-1804) y luego el Imperio (1804-1814), regímenes autocráticos que encabezó como Primer Cónsul y Emperador, encontró un amplísimo apoyo en los más diversos sectores sociales, claramente manifiesto en los arrolladores resultados de los plebiscitos que se convocaron para su ratificación.
Biografía
Napoleón nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, capital de la actual Córcega, en el seno de una familia numerosa de ocho hermanos. Cinco de ellos eran varones: José, Napoleón, Lucien, Luis y Jerónimo. Las niñas eran Elisa, Paulina y Carolina. Gracias a la grandeza del futuro emperador Napolione (así lo llamaban en su idioma vernáculo), todos ellos iban a acumular honores, riqueza y fama, y a permitirse asimismo mil locuras. La madre de los hermanos Bonaparte (o, con su apellido italianizado, Buonaparte) se llamaba María Leticia Ramolino y era una mujer de notable personalidad, a la que Stendhal elogiaría por su carácter firme y ardiente en su Vida de Napoleón (1829).
Carlos María Bonaparte, el padre, siempre con agobios económicos por sus inciertos tanteos en la abogacía, sobrellevados gracias a la posesión de algunas tierras, demostró tener pocas aptitudes para la vida práctica. Sus dificultades se agravaron al tomar partido por la causa nacionalista de Córcega frente a su nueva metrópoli, Francia. Congregados en torno a un héroe nacional, Pasquale Paoli, Carlos María Bonaparte apoyaba a los isleños que defendían la independencia con las armas y que terminaron siendo derrotados por los franceses en la batalla de Ponte Novu, encuentro que tuvo lugar en 1769, el mismo año en que nació Napoleón.
A causa de la derrota de Paoli y de la persecución de su bando, la madre de Napoleón tuvo que arrostrar durante sus primeros alumbramientos las incidencias penosas de las huidas por la abrupta isla; de sus trece hijos, sólo sobrevivieron aquellos ocho. Sojuzgada la revuelta, el gobernador francés Louis Charles René, conde de Marbeuf, jugó la carta de atraerse a las familias patricias de la isla. Carlos María Bonaparte, que religaba sus ínfulas de pertenencia a la pequeña nobleza con unos antepasados en Toscana, aprovechó la oportunidad: viajó con una recomendación de Marbeuf hacia la metrópoli para acreditar su hidalguía y logró que sus dos hijos mayores, José y Napoleón, entraran en calidad de becarios en el Colegio de Autun.
Los méritos escolares de Napoleón en matemáticas, a las que fue muy aficionado y que llegaron a constituir en él una especie de segunda naturaleza (de gran utilidad para su futura especialidad castrense, la artillería), facilitaron su ingreso en la Escuela Militar de Brienne. De allí salió a los diecisiete años con el nombramiento de subteniente y un destino de guarnición en la ciudad de Valence. En aquellos años, el muchacho presentaba un aspecto semisalvaje y apenas hablaba otra cosa que no fuera el dialecto de su añorada isla. Sus compañeros, hijos de la aristocracia francesa, veían en él a un extranjero raro y mal vestido, al que hacían blanco de toda clase de burlas; no obstante, su carácter indómito y violento imponía respeto tanto a sus camaradas como a sus profesores. Lo que más llamaba la atención era su temperamento y su tenacidad; uno de sus maestros en Brienne diría de él: «Este muchacho está hecho de granito, y además tiene un volcán en su interior».
Juventud revolucionaria
Al poco tiempo sobrevino el fallecimiento del padre y, por este motivo, el traslado de Napoleón a Córcega y la baja temporal en el servicio activo. Su agitada etapa juvenil discurrió entre idas y venidas a Francia, nuevos acantonamientos con la tropa (esta vez en Auxonne), la vorágine de la Revolución Francesa (cuyas explosiones violentas conoció durante una estancia en París) y los conflictos independentistas de Córcega.
En el agitado enfrentamiento de las banderías insulares, Napoleón se creó enemigos irreconciliables, entre ellos el mismo Pasquale Paoli. El líder independentista había sido amnistiado en 1791 y nombrado gobernador de la ciudad corsa de Bastia; dos años después, sin embargo, rompería con la Convención republicana y proclamaría la independencia, mientras el entonces joven oficial Napoleón Bonaparte se decantaba por las facciones afrancesadas. La desconfianza hacia los paolistas en la familia Bonaparte se había ido trocando en furiosa animadversión. Napoleón se alzó mediante intrigas con la jefatura de la milicia y quiso ametrallar a sus adversarios en las calles de Ajaccio. Pero fracasó y tuvo que huir con los suyos, para escapar al incendio de su casa y a una muerte casi segura a manos de sus enfurecidos compatriotas.
Instalado con su madre y sus hermanos en Marsella, malvivió entre grandes penurias económicas, que en algunos momentos rozaron el filo de la miseria; el horizonte de las disponibilidades familiares solía terminar en las casas de empeños, pero los Bonaparte no carecían de coraje ni recursos. María Leticia Ramolino, la madre, se convirtió en amante de un comerciante acomodado, François Clary. El hermano mayor, José Bonaparte, se casó con una hija del mercader, Marie Julie Clary; el noviazgo de Napoleón con otra hija, Désirée Clary, no prosperó.
Con todo, las estrecheces sólo empezaron a remitir cuando un hermano de Robespierre, Agustín, le deparó su protección. Napoleón consiguió reincorporarse a filas con el grado de capitán y adquirió un amplio renombre con ocasión del asedio a la base naval de Tolón (1793), donde logró sofocar una sublevación contrarrevolucionaria apoyada por los ingleses. Suyo fue el plan de asalto propuesto a unos inexperimentados generales, basado en una inteligente distribución de la artillería, y también la ejecución y el rotundo éxito final.
En reconocimiento a sus méritos fue ascendido a general de brigada, se le destinó a la comandancia general de artillería en el ejército de Italia y viajó en misión especial a Génova. Esos contactos con los Robespierre estuvieron a punto de serle fatales al caer el Terror jacobino el 27 de julio de 1794 (el 9 de Termidor en el calendario republicano): Napoleón fue encarcelado por un tiempo en la fortaleza de Antibes, mientras se dilucidaba su sospechosa filiación. Liberado por mediación de otro corso, el comisario de la Convención Salicetti, el joven Napoleón, con veinticuatro años y sin oficio ni beneficio, volvió a empezar en París, como si partiera de cero.
Encontró un hueco en la sección topográfica del Departamento de Operaciones. Además de las tareas propiamente técnicas, efectuadas entre mapas, informes y secretos militares, esta oficina posibilitaba el trato directo con las altas autoridades civiles que la supervisaban. Y a través de dichas autoridades podía accederse a los salones donde las maquinaciones políticas y las especulaciones financieras, en el turbio esplendor que había sucedido al implacable moralismo de Robespierre, se entremezclaban con las lides amorosas y la nostalgia por los usos del Antiguo Régimen.
Allí encontró Napoleón a una refinada viuda de reputación tan brillante como equívoca, Josefina de Beauharnais, quien colmó también su vacío sentimental. Josefina Tascher de la Pagerie (tal era su nombre de soltera) era una dama criolla oriunda de la Martinica que tenía dos hijos, Hortensia y Eugenio, y cuyo primer marido, el vizconde y general de Beauharnais, había sido guillotinado por los jacobinos. Mucho más tarde Napoleón, que declaraba no haber sentido un afecto profundo por nada ni por nadie, confesaría haber amado apasionadamente en su juventud a Josefina, cinco años mayor que él.
Entre los amantes de Josefina Bonaparte se contaba Paul Barras, el hombre fuerte del Directorio surgido con la nueva Constitución republicana de 1795, que andaba por entonces a la búsqueda de una espada (según su expresión literal) a la que manejar convenientemente para defender el repliegue conservador de la república y hurtarlo a las continuas tentativas de golpe de Estado de los realistas, los jacobinos y los radicales igualitarios. A finales de 1795, la elección de Napoleón fue precipitada por una de las temibles insurrecciones de las masas populares de París, a la que se sumaron los monárquicos con sus propios fines desestabilizadores. Encargado de reprimirla, Napoleón realizó una operación de cerco y aniquilamiento a cañonazos que dejó la capital anegada en sangre.
Asegurada la tranquilidad interior por el momento, Paul Barras le encomendó en 1796 dirigir la guerra en uno de los frentes republicanos más desasistidos: el de Italia, en el que los franceses peleaban contra los austriacos y los piamonteses. Unos días antes de su partida, Napoleón se casó con Josefina en ceremonia civil, pero en su ausencia no pudo evitar que ella volviera a entregarse a Barras y a otros miembros del círculo gubernamental. Celoso y atormentado, Napoleón terminó por reclamarla imperiosamente a su lado, en el mismo escenario de batalla.
El militar exitoso
Desde marzo de 1796 hasta abril de 1797, el genio militar del joven Buonaparte se puso de manifiesto en la península italiana; Lodi (mayo de 1796), Arcole (noviembre de 1796) y Rivoli (enero de 1797) pasaron a la historia como los escenarios de las principales batallas en las que derrotó a los austríacos; Beaulieu, Wurmser y Alvinczy fueron los más destacados mariscales cuyas tropas fueron barridas por las de Napoleón.
El inexperto general llegado de París en la primavera de 1796 despertó la admiración de todos los maestros en estrategia de la época y se convirtió en un tiempo récord en el terror de los ejércitos de Austria. En cuanto a sus propios soldados, el recelo de los primeros días pronto se transformó en entusiasmo: comenzaron a llamarle admirativamente «le petit caporal» y a corear su nombre antes de iniciar la lucha. Fue en esos días victoriosos cuando Napoleón varió la ortografía de su apellido en sus informes al Directorio: Buonaparte dejó paso definitivamente a Bonaparte.
Aquel general de veintisiete años transformó unos cuerpos de hombres desarrapados, hambrientos y desmoralizados en una formidable máquina bélica que trituró el Piamonte en menos de dos semanas y, de victoria en victoria, repelió a los austriacos más allá de los Alpes. Sus campañas de Italia pasarían a ser materia obligada de estudio en las academias militares durante innúmeras promociones, pero tanto o más significativas que sus victorias aplastantes fue su reorganización política de la península italiana, que llevó a cabo refundiendo las divisiones seculares y los viejos estados en repúblicas de nuevo cuño dependientes de Francia.
El rayo de la guerra se revelaba así simultáneamente como el genio de la paz. Lo más inquietante era el carácter autónomo de su gestión: hacía y deshacía conforme a sus propios criterios y no según las orientaciones de París. El Directorio comenzó a irritarse. Cuando Austria se vio forzada a pedir la paz en 1797, ya no era posible un control estricto sobre un caudillo alzado a la categoría de héroe legendario. Napoleón mostraba una amenazadora propensión a ser la espada que ejecuta, el gobierno que administra y la cabeza que planifica y dirige: tres personas en una misma naturaleza de inigualada eficacia. Por ello, el Directorio columbró la posibilidad de alejar esa amenaza aceptando su plan de cortar las rutas vitales del poderío británico (concretamente, la que unía el Mediterráneo y la India) con una expedición a Egipto.
Así, el 19 de mayo de 1798, Napoleón embarcaba rumbo a Alejandría, y dos meses después, en la batalla de las Pirámides, dispersaba a la casta de guerreros mercenarios que explotaban el país en nombre de Turquía, los mamelucos, para internarse luego en el desierto sirio. Pero todas sus posibilidades de éxito se vieron colapsadas cuando la escuadra francesa fue hundida en Abukir por el almirante Horacio Nelson, el émulo inglés de Napoleón en los escenarios navales.
El revés lo dejó aislado y consumiéndose de impaciencia ante las fragmentarias noticias que recibía del continente. En Europa, la segunda coalición de las potencias monárquicas había recobrado las conquistas de Italia, y la política interior francesa hervía de conjuras y candidatos a asaltar un Estado en el que la única fuerza estabilizadora que restaba era el ejército. Finalmente, Napoleón se decidió a regresar a Francia en el primer barco que pudo sustraerse al bloqueo de Nelson. Nadie se atrevió a juzgarle por deserción y abandono de sus tropas; recaló de paso en su isla natal y repitió una vez más el trayecto de Córcega a París, ahora como héroe indiscutido.
Primer Cónsul
En pocas semanas organizó el golpe de Estado del 9 de noviembre de de 1799 (el 18 de Brumario según la nomenclatura del calendario republicano), para el que contó con la colaboración, entre otros, de Emmanuel Joseph Sieyès y de su hermano Luciano, el cual le ayudó a disolver la Asamblea Legislativa del Consejo de los Quinientos, en la que figuraba como presidente. El golpe barrió al Directorio, a su antiguo protector Paul Barras, al Consejo de Ancianos, a los últimos clubes revolucionarios y a todos los poderes existentes, e instauró el Consulado: un gobierno provisional compartido en teoría por tres titulares, pero en realidad cobertura de su régimen autocrático, sancionado por la nueva Constitución napoleónica del año 1800.
Aprobada bajo la consigna de «la Revolución ha terminado», la nueva Constitución restablecía el sufragio universal, que había sido recortado por la oligarquía del Directorio tras la caída de Robespierre. En la práctica, calculados mecanismos institucionales cegaban los cauces efectivos de participación real a los electores, a cambio de darles la libertad de ratificar los hechos consumados en entusiásticos plebiscitos. El que validó la ascensión de Napoleón a Primer Cónsul al cesar la provisionalidad arrojó menos de dos mil votos negativos entre varios millones de papeletas.
El Consulado terminó con una larga etapa de anarquía y desórdenes. En cuanto tuvo todo el poder en sus manos, Napoleón demostró que no era solamente un general audaz, preocupado por manipular mediante la diplomacia o la guerra los complejos resortes de la política internacional, sino que también estaba interesado por procurar bienestar a sus súbditos y podía actuar como un brillante legislador y administrador. En los años inmediatamente posteriores a su proclamación como cónsul, la obra de reforma, recuperación y reparación que realizó fue espectacular y admirable. Bonaparte introdujo cambios en la administración (dando a Francia instituciones que han llegado hasta hoy, como el Consejo de Estado, las prefecturas y la organización judicial), acabó con las guerras civiles que asolaban la zona oeste del país e instauró una política financiera eficaz que permitió poner fin al déficit acumulado durante la Revolución.
A estos logros en el interior se sumaron nuevos éxitos en el exterior. El 14 de junio de 1800 volvió a hacer un derroche de su genialidad como militar al aplastar de nuevo a los austríacos en la renombrada batalla de Marengo, obligándolos a firmar la paz de Lunéville al año siguiente. Además firmó con el papa el concordato de 1801, que preveía la reorganización de la Iglesia de Francia y favorecía el resurgimiento de la vida religiosa tras los desmanes cometidos en los momentos culminantes del período revolucionario. Napoleón no se contentó con alargar la dignidad de Primer Cónsul a una duración de diez años; apenas dos años después, en 1802, la convirtió en vitalicia. Era poco todavía para el gran advenedizo que embriagaba a Francia de triunfos (después de haber destruido militarmente a la segunda coalición en Marengo) y emprendía una deslumbrante reconstrucción interna.
Napoleón, Emperador
La heterogénea oposición a su gobierno fue desmantelada mediante drásticas represiones a derecha e izquierda a raíz de fallidos atentados contra su persona. El castigo más ejemplarizante y amedrentador fue el arresto y ejecución, el 20 de marzo de 1804, de un príncipe emparentado con los Borbones depuestos, el duque de Enghien, acusado de participar en un complot para asesinar a Napoleón y restaurar la monarquía. El corolario de este proceso fue el ofrecimiento de la corona imperial que le hizo el Senado al día siguiente.
La ceremonia de coronación se llevó a cabo el 2 de diciembre de 1804 en Notre Dame, con la asistencia del papa Pío VII, aunque Napoleón se ciñó la corona a sí mismo y después la impuso a Josefina; el pontífice se limitó a pedir que celebrasen un matrimonio religioso, en un sencillo acto que se ocultó celosamente al público. Sus enemigos describieron toda aquella magnificencia como «la entronización del gato con botas». Sus admiradores consideraron que nunca antes Francia había alcanzado mayor grandeza. Se asegura que, cuando el cortejo abandonaba la catedral majestuosamente, Napoleón, al pasar junto a su hermano Jerónimo, no pudo reprimir una sonrisa y le susurró al oído: «¡Si nos viera nuestro padre Buonaparte!» El mismo año, una nueva Constitución afirmó aún más su autoridad omnímoda.
La historia de la mayor parte del Imperio (1804-1814) es una recapitulación de sus victorias sobre las monarquías europeas, aliadas en repetidas coaliciones contra Francia y promovidas en último término por la diplomacia y el oro ingleses. En la batalla de Austerlitz, de 1805, Bonaparte abatió la tercera coalición; en la de Jena, de 1806, anonadó al poderoso reino prusiano y pudo reorganizar todo el mapa de Alemania en torno a la Confederación del Rin, mientras que los rusos eran contenidos en Friendland (1807). Al reincidir Austria en la quinta coalición, volvió a destrozarla en Wagram en 1809.
Nada podía resistirse a su instrumento de choque, la Grande Armée (el 'Gran Ejército'), y a su mando operativo, que, en sus propias palabras, equivalía a otro ejército invencible. Cientos de miles de cadáveres de todos los bandos pavimentaron estas glorias guerreras; cientos de miles de soldados supervivientes y sus bien adiestrados funcionarios esparcieron por Europa los principios de la Revolución francesa. En todas partes los derechos feudales eran abolidos junto con los mil particularismos económicos, aduaneros y corporativos, y se creaba un mercado único interior.
Del mismo modo quedó implantada por todos los dominios del Imperio la igualdad jurídica y política según el modelo del Código Civil francés, al que dio nombre: el Código de Napoleón o Napoleónico se convertiría en la matriz de los derechos occidentales, excepción hecha de los anglosajones; se secularizaban igualmente en todas partes los bienes eclesiásticos, se establecía una administración centralizada y uniforme y se reconocía la libertad de cultos y de religión, o la libertad de no tener ninguna. Con estas y otras medidas se reemplazaban las desigualdades feudales (basadas en el privilegio y el nacimiento) por las desigualdades burguesas (fundadas en el dinero y la situación en el orden productivo), y buena parte de las sociedades europeas entraban en la Edad Contemporánea.
La obra napoleónica, que liberó fundamentalmente la fuerza de trabajo, es el sello de la victoria de la burguesía en la Revolución Francesa y puede resumirse en una de las frases del estadista corso: «Si hubiera dispuesto de tiempo, muy pronto hubiese formado un solo pueblo, y cada uno, al viajar por todas partes, siempre se habría hallado en su patria común». Esta temprana visión unitarista de Europa, que es acaso la clave de la fascinación que ha ejercido su figura sobre tan diversas corrientes historiográficas y culturales, ignoraba las peculiaridades nacionales en una uniformidad supeditada por lo demás a la égida imperialista de Francia. Así, una serie de principados y reinos férreamente sujetos, mero glacis defensivo en las fronteras, fueron adjudicados a los hermanos y generales de Napoleón. El excluido fue Luciano Bonaparte, a resultas de una prolongada ruptura fraternal.
A las numerosas infidelidades conyugales de Josefina durante sus campañas, por lo menos hasta los días de la ascensión al trono, apenas había correspondido Napoleón con algunas aventuras fugaces. Éstas se trocaron en una relación de corte muy distinto al conocer a la condesa polaca María Walewska en 1806, en el transcurso de una campaña contra los rusos. El intermitente pero largamente mantenido amor con la condesa dio a Bonaparte un hijo, León; el ansia de paternidad y de rematar su obra con una legitimidad dinástica se asoció a sus cálculos políticos para decidirle a divorciarse de Josefina y a solicitar la mano de la hija de Francisco II de Austria, la archiduquesa María Luisa de Austria o de Habsburgo-Lorena, emparentada con uno de los linajes más antiguos del continente.
Sin otro especial relieve que su estirpe, María Luisa de Austria cumplió lo que se esperaba del enlace al dar a luz en 1811 a Napoleón II (de corta y desvaída existencia, pues murió en 1832), que sería proclamado heredero y sucesor por su padre en sus dos sucesivas abdicaciones (1814 y 1815), pero que nunca llegó a reinar. Con el tiempo, María Luisa de Austria proporcionaría al emperador una secreta amargura al no compartir su caída; en 1814 regresó con el pequeño Napoleón II al lado de sus progenitores, los Habsburgo, y en la corte vienesa se hizo amante de un general austriaco, Adam Adalbert von Neipperg, con quien contrajo matrimonio en terceras nupcias a la muerte de Napoleón.
El ocaso
El matrimonio con María Luisa en 1810 pareció señalar el cenit napoleónico. Los únicos estados que todavía quedaban a resguardo eran Rusia y Gran Bretaña. El almirante Horacio Nelson había sentado de una vez por todas la hegemonía marítima inglesa en la batalla de Trafalgar (1805), arruinando los proyectos del emperador. Como réplica, Napoleón había intentado asfixiar económicamente a Gran Bretaña decretando el bloqueo continental (1806), es decir, prohibiendo el comercio entre la isla y el continente y cerrando los puertos europeos a las manufacturas británicas.
A la larga, la medida resultaría no sólo estéril, sino también contraproducente. Era una guerra comercial perdida de antemano, en la que todas las trincheras se mostraban inútiles por el activísimo contrabando y frente al hecho de que la industria europea, por entonces en mantillas respecto a la británica, era incapaz de surtir la demanda. Colapsada la circulación comercial, Napoleón se perfiló ante Europa como el gran estorbo económico, sobre todo cuando las restricciones mutuas se extendieron a los países neutrales.
El bloqueo continental también condujo en 1808 a invadir Portugal, el satélite británico, y su llave de paso, España. Los Borbones españoles fueron desalojados del trono en beneficio de su hermano, José Bonaparte, y la dinastía portuguesa huyó a Brasil. Ambos pueblos se levantaron en armas y comenzaron una doble guerra de Independencia que los dejaría destrozados para muchas décadas; pero, a la vez, obligaron a permanecer en la península a una parte de la Grande Armée y la diezmaron en una agotadora lucha de guerrillas que se extendió hasta 1814, sin contar el desgaste de las batallas a campo abierto que hubo de librar contra un moderno ejército enviado por Gran Bretaña. Por primera vez, el ejército napoleónico se mostró incapaz de controlar la situación; acostumbrados a rápidas contiendas contra tropas de mercenarios, sus soldados no pudieron acabar con aquellos guerrilleros que peleaban en grupos reducidos y conocían a la perfección el terreno.
La otra parte del ejército francés, en la que Napoleón había enrolado a contingentes de las diversas nacionalidades vencidas, fue tragada por las inmensidades rusas en la campaña de 1812 contra el zar Alejandro I. Al frente de un ejército de más de medio millón de hombres, Napoleón se adentró en las llanuras de Polonia al tiempo que sus enemigos se replegaban a marchas forzadas, obligándole a penetrar profundamente en las estepas rusas. Tras las victorias pírricas de Smolensko y Borodino, las tropas francesas entraron en Moscú, pero Bonaparte no pudo permanecer en la ciudad a causa de la falta de víveres y el desaliento de sus soldados. La retirada fue un completo desastre: el hambre y el crudo invierno se abatieron sobre los hombres y causaron aún más estragos que el acoso selectivo a que se vieron sometidos por el ejército del zar. El 16 de diciembre, tan sólo 18.000 hombres extenuados regresaban a Polonia; el emperador, cabizbajo sobre su caballo blanco, parecía una triste sombra de sí mismo.
La magnitud de la catástrofe acaecida en Rusia propició que todos sus enemigos se levantasen contra él al unísono. Europa se levantó contra el dominio napoleónico, y el sentimiento nacional de los pueblos se rebeló dando apoyo al desquite de las monarquías; en Francia, fatigada de la interminable tensión bélica y de una creciente opresión, la burguesía resolvió desembarazarse de su amo. El combate resolutorio de esta nueva coalición, la sexta, se libró en Leipzig en 1813. También llamada «la batalla de las Naciones», la de Leipzig fue una de las grandes y raras derrotas de Napoleón, y el prólogo de la invasión de Francia, la entrada de los aliados en París y la abdicación del emperador en Fontainebleau (abril de 1814), forzada por sus mismos generales. Las potencias vencedoras le concedieron la soberanía plena sobre la minúscula isla italiana de Elba y restablecieron en el trono francés la misma dinastía que había sido expulsada por la Revolución, los Borbones, en la figura de Luis XVIII.
El confinamiento de Napoleón en Elba, suavizado por los cuidados familiares de su madre y la visita de María Walewska, fue comparable al de un león enjaulado. Tenía cuarenta y cinco años y todavía se sentía capaz de hacer frente a Europa. Los errores de los Borbones (que a pesar del largo exilio no se resignaban a pactar con la burguesía) y el descontento del pueblo le dieron ocasión para actuar. En marzo de 1815 desembarcó en Francia con sólo un millar de hombres y, sin disparar un solo tiro, en un nuevo baño triunfal de multitudes, Napoleón volvió a hacerse con el poder en París.
Pero muy pronto, en junio de 1815, fue completamente derrotado en la batalla de Waterloo por los vigilantes Estados europeos (que no habían depuesto las armas, atentos a una posible revigorización francesa) y puesto nuevamente en la disyuntiva de abdicar. Así concluyó su segundo período imperial, que por su corta duración es llamado el Imperio de los Cien Días (de marzo a junio de 1815). Napoleón se entregó a los ingleses, que lo deportaron a un perdido islote africano, Santa Elena, donde sucumbió lentamente a las iniquidades de un tétrico carcelero, Hudson Lowe.
Antes de morir el 5 de mayo de 1821, escribió unas memorias, el Memorial de Santa Elena, en las que se describió a sí mismo tal como deseaba que lo viese la posteridad. La historia aún no se ha puesto de acuerdo ni siquiera en el retrato de su singular personalidad y en el peso relativo de sus múltiples facetas: el bronco espadón cuartelero, el estadista, el visionario, el aventurero y el héroe de la antigüedad obsesionado por la gloria. Convertido en héroe de epopeya por escritores de la talla de Victor Hugo, Balzac, Stendhal, Heine, Manzoni o Pushkin, su leyenda alcanzó la apoteosis en 1840, cuando sus cenizas regresaron a París para ser depositadas bajo la cúpula de la iglesia del Hôtel des Invalides, fundado dos siglos antes por el Rey SolLuis XIV para acoger a los viejos soldados maltrechos por la guerra. Él había sido, sin lugar a dudas, uno de ellos.
Carlos IV de España
Rey de España (Portici, Nápoles, 1748 - Roma, 1819). Sucedió a su padre, Carlos III, al morir éste en 1788. Fue un rey poco inclinado a los asuntos de gobierno, que dejó en gran medida en manos de su esposa María Luisa de Parma y del amante de ésta, Manuel Godoy. Inicialmente siguió el consejo de su padre de mantener en el poder a Floridablanca, pero en 1792 acabó por sustituirlo, primero por el conde de Aranda y luego por Godoy, que se mantendría como valido hasta el final del reinado.
Carlos IV
El reinado de Carlos IV vino marcado por la Revolución francesa de 1789, que puso fin a los proyectos reformistas de la etapa anterior y los sustituyó por el conservadurismo y la represión, ante el temor a que tales hechos se propagaran a España. Desde 1792, además, el desarrollo de los acontecimientos en Francia condicionó la política internacional en toda Europa y arrastró también a España: tras la ejecución de Luis XVI por los revolucionarios, España participó junto a las restantes monarquías europeas en la Guerra de la Convención (1794-95), en la que resultó derrotada por la Francia republicana.
Cambió entonces Godoy el signo de la política exterior, alineándose España con Francia por los dos tratados de San Ildefonso (1796 y 1800); en consecuencia, España colaboró con Francia en su guerra contra Inglaterra de 1796-97, de nuevo en 1801 atacando a Portugal (Guerra de las Naranjas, que proporcionó a España la población de Olivenza) y, por último, en 1805, poniendo la flota española a disposición de Francia para enfrentarse a Gran Bretaña en la batalla de Trafalgar (en la que se perdió la escuadra).
Con tal sucesión de guerras se agravó hasta el extremo la crisis de la Hacienda. Los ministros de Carlos IV se mostraron incapaces de solucionarla, pues el temor a la revolución les impedía introducir las necesarias reformas, que hubieran lesionado los intereses de los estamentos privilegiados, alterando el orden tradicional.
La descomposición de la monarquía se agudizó tras el Motín de Aranjuez (1808), por el que el príncipe heredero, Fernando VII, apartó a su padre del Trono y se puso en su lugar. Carlos IV llamó entonces en su auxilio a Napoleón, con quien había acordado poco antes dejar paso libre a las tropas francesas para invadir Portugal y repartir luego el país entre ambos; pero, aprovechando la debilidad de los Borbones españoles, Napoleón prefirió ocupar también España (dando comienzo la «Guerra de la Independencia», 1808-14) y se llevó a la familia real a Bayona (Francia).
Allí hizo que Fernando VII devolviera la Corona a Carlos, que a su vez se la cedió a Napoleón -como le había prometido-, para que éste terminara por entregarla a su hermano José I. Carlos permaneció prisionero de Napoleón hasta la derrota final de éste en 1814; pero en aquel año fue Fernando VII el repuesto en el Trono español, manteniendo a su padre desterrado por temor a que le disputara el poder. Carlos y su esposa murieron exiliados en la corte papal.
Fernando VII
Rey de España (El Escorial, 1784 - Madrid, 1833). Era hijo de Carlos IV, con quien mantuvo muy malas relaciones: ya como príncipe de Asturias conspiró contra su padre, agrupando a su alrededor a los descontentos con la política del valido Manuel Godoy en un partido fernandista con cierto apoyo cortesano y popular. Descubierta la conspiración, el príncipe fue condenado por el proceso de El Escorial (1807), aunque enseguida pidió y obtuvo el perdón de su padre.
Fernando VII
Ello no le impidió encabezar el motín de Aranjuez, por el que arrebató el trono a Carlos IV y derribó a Godoy del poder (1808). Fernando, que había mantenido contactos con Napoleón a lo largo de sus conspiraciones, se encontró en aquel mismo año con que el emperador invadía España y le hacía apresar y conducir a Bayona (Francia); allí le obligó a devolver la Corona a Carlos IV, sólo para forzar que éste abdicara el trono español en el propio hermano del emperador, José I Bonaparte.
Mientras Fernando permanecía recluido en Valençay (Francia), fue el pueblo español el que asumió por su cuenta la resistencia contra la ocupación francesa y el proceso revolucionario que había de conducir a las Cortes de Cádiz a elaborar la primera Constitución española en 1812; durante la consiguiente Guerra de la Independencia (1808-14), el rey cautivo se convirtió en un símbolo de las aspiraciones nacionales españolas, motivo al que se debe que recibiera el sobrenombre de el Deseado.
Derrotados militarmente los franceses, Fernando VII recuperó el trono por el Tratado de Valençay (1813); tan pronto como llegó a España se apresuró a seguir la invitación de un grupo de reaccionarios (Manifiesto de los Persas) y restablecer la monarquía absoluta del siglo anterior, eliminando la Constitución y la obra reformadora realizada en su ausencia por las Cortes (1814).
El resto del reinado de Fernando VII estuvo marcado por su resistencia a reformar las caducas estructuras del Antiguo Régimen, acompañada de una represión sangrienta contra los movimientos de inspiración liberal. Durante los «seis mal llamados años» (1814-20) se limitó a restaurar la monarquía absoluta como si nada hubiera ocurrido desde 1808, agravando los problemas financieros derivados de la pervivencia de los privilegios fiscales y la insuficiencia del sistema tributario tradicional; un endeudamiento creciente ahogaba a la Hacienda Real, al tiempo que España perdía todo protagonismo internacional (la participación en el Congreso de Viena de 1815 se saldó sin beneficio alguno para el país).
Incapaz de reaccionar ante el proceso de emancipación de las colonias americanas, Fernando VII permitió prácticamente que consolidaran su independencia de España; cuando, en 1820, reunió en Andalucía un ejército expedicionario destinado a recuperar el control sobre América, éste se pronunció bajo el mando del general Rafael del Riego y puso en marcha un proceso revolucionario que obligó al rey a aceptar la restauración de la Constitución de 1812.
Durante el siguiente Trienio Liberal (1820-23), Fernando intentó salvar el trono fingiendo admitir su nuevo papel de monarca constitucional, pero utilizó todos los recursos que pudo para hacer fracasar el régimen y obstaculizar las reformas de las Cortes y los gobiernos liberales: conspiró para organizar un golpe de Estado de la Guardia Real en Madrid, que fracasó en 1822; posteriormente llamó en su ayuda a las potencias absolutistas de la Santa Alianza, hasta propiciar una nueva invasión francesa de la Península, la campaña de los «Cien mil hijos de San Luis» que, bajo el mando del duque de Angulema, derribó el régimen constitucional y repuso a Fernando VII como rey absoluto (1823).
Se inició entonces la «Ominosa Década» (1823-33), durante la cual Fernando VII exacerbó su odio vengativo contra todo atisbo de liberalismo, mientras dejaba que se consumara la pérdida del imperio español en América: anuló una vez más toda la obra legislativa de las Cortes constitucionales, abocó a la Hacienda a la quiebra y ahogó en sangre nuevos pronunciamientos liberales.
En los últimos años de su reinado, sin embargo, las preocupaciones políticas del monarca vinieron de otro lado: en 1830 Fernando VII promulgó por fin la Pragmática Sanción aprobada por las Cortes de 1789, en la que se abolía la Ley Sálica, volviendo al derecho sucesorio tradicional castellano que permitía que heredaran el trono las mujeres; decisión oportuna, ya que en aquel mismo año nació por fin un heredero de su cuarto matrimonio con su sobrina María Cristina de Borbón, pero resultó ser hembra (la futura Isabel II de España).
Esta situación desató las iras del príncipe Carlos María Isidro de Borbón, hermano del rey, que se vio apartado de la sucesión en beneficio de su sobrina, y pasó a encabezar desde entonces el descontento de los ultrarrealistas, reacios a cualquier apertura o compromiso con el signo de los tiempos, que era inequívocamente liberal en toda Europa. Los realistas puros habían protagonizado ya una sublevación en Cataluña en 1827 (la Rebelión de los Agraviados) y en los últimos años del reinado se preparaban para afrontar una contienda civil; su intransigencia hizo mella en el rey, quien en un momento de enfermedad derogó la Pragmática, para volverla a promulgar una vez sano (1832). Con todo ello alentó la escisión dinástica que condujo al país a la Primera Guerra Carlista (1833-39), una vez muerto Fernando VII y gobernando María Cristina de Borbón como regente en nombre de su hija, Isabel II.
INFORMACIÓN EXTRA
La Revolución Francesa y los derechos de la mujer
Aunque antes de la revolución hubo mujeres que desde una posición individual plantearon reivindicaciones en pro de la igualdad femenina (un ejemplo es la ilustrada española Josefa Amar con sus libros Importancia de la instrucción que conviene dar a las mujeres (1784) o el Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1769)), hubo que esperar a la Revolución Francesa para que la voz de las mujeres empezara a expresarse de manera colectiva.
Condorcet
Entre los ilustrados franceses que elaboraron el programa ideológico de la revolución destaca la figura de Condorcet (1743-1794), quien en su obra Bosquejo de una tabla histórica de los progresos del Espíritu Humano (1743) reclamó el reconocimiento del papel social de la mujer. Condorcet comparaba la condición social de las mujeres de su época con la de los esclavos. Tras el triunfo de la revolución en 1789 pronto surgió una contradicción evidente: una revolución que basaba su justificación en la idea universal de la igualdad natural y política de los seres humanos ("Liberté, Egalité, Fraternité"), negaba el acceso de las mujeres, la mitad de la población, a los derechos políticos, lo que en realidad significaba negar su libertad y su igualdad respecto al resto de los individuos.
"El hábito puede llegar a familiarizar a los hombres con la violación de sus derechos naturales, hasta el extremo de que no se encontrará a nadie de entre los que los han perdido que piense siquiera en reclamarlo, ni crea haber sido objeto de una injusticia.(...) Por ejemplo, ¿no han violado todos ellos el principio de la igualdad de derechos al privar, con tanta irreflexión a la mitad del género humano del de concurrir a la formación de las leyes, es decir, excluyendo a las mujeres del derecho de ciudadanía? ¿Puede existir una prueba más evidente del poder que crea el hábito incluso cerca de los hombres eruditos, que el de ver invocar el principio de la igualdad de derechos (...) y de olvidarlo con respecto a doce millones de mujeres?"
Condorcet "Essai sur l’admission des femmes au droit de cité", 1790 en PAULE-MARIE DUHET Las Mujeres y la Revolución Barcelona, 1974 Ed. Península
Olimpia de Gouges
La autora teatral y activista revolucionaria Olimpia de Gouges(1748-1793) fue la protagonista de la contestación femenina. En 1791 publicó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791) que era, de hecho, un calco de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional en agosto de 1789. La comparación entre ambos textos es esclarecedora:
"Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos (...) reconocen y declaran (...) los siguientes derechos del hombre y del ciudadano. Las madres, las hijas y las hermanas, representantes de la nación, piden ser constituidas en Asamblea Nacional. Considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de la mujer son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer en una solemne declaración los derechos naturales, inalienables y sagrados de la mujer (...)"
"La libertad guiando al pueblo" Eugene Delacroix
Parafraseando el gran documento programático de la revolución, Olimpia de Gouges denunciaba que la revolución hubiera olvidado a las mujeres en su proyecto igualitario y liberador. Así afirmaba que la "mujer nace libre y debe permanecer igual al hombre en derechos" y que "la Ley debe ser la expresión de la voluntad general; todas las Ciudadanas y los Ciudadanos deben contribuir, personalmente o por medio de sus representantes, a su formación".
El programa de Olimpia de Gouges era claro: libertad, igualdad y derechos políticos, especialmente el derecho de voto, para las mujeres.
Sin embargo, el planteamiento feminista no era compartido por los varones que dirigían la revolución, incluso entre los más radicales de ellos.
"Los enragés (facción más radical de los revolucionarios) no se habían atraído solamente a los más revolucionarios de los sans culottes parisinos, también se habían atraído a su órbita a las mujeres más revolucionarias.
En 1793 crearon la "Sociedad de las Republicanas Revolucionarias" (...) En su entusiasmo, unas llegaron a vestir la escarapela tricolor sobre su peinado y otras, el gorro frigio e, incluso, el pantalón rojo. Pero la fuerza de sus enemigos fue tal que fracasaron en sus empeños. Uno de ellos, Chaumette, misógino notorio, llegó a decir: ¿Desde cuando le está permitido a las mujeres abjurar de su sexo y convertirse en hombres? ¿Desde cuando es decente ver a mujeres abandonar los cuidados devotos de su familia, la cuna de sus hijos, para venir a la plaza pública, a la tribuna de las arengas (...) a realizar deberes que la naturaleza ha impuesto a los hombres solamente?"
Elaborado a partir de GUÉRIN, D. La lucha de clases en el apogeo de la Revolución Francesa, 1793-1795 Madrid, 1974, Alianza Editorial
Napoleón Bonaparte
El encarcelamiento y ejecución de Olimpia de Gouges durante el período de la dictadura jacobina simbolizó el fracaso de las reclamaciones feministas durante la revolución.
El Código Civil napoleónico (1804), en el que se recogieron los principales avances sociales de la revolución, negó a las mujeres los derechos civiles reconocidos para los hombres durante el período revolucionario (igualdad jurídica, derecho de propiedad...), e impuso unas leyes discriminatorias, según las cuales el hogar era definido como el ámbito exclusivo de la actuación femenina.
Fuente: http://www.historiasiglo20.org EL DÍA QUE NAPOLEÓN SE HIZO AMO DEL MUNDO
Solitario, egocéntrico, enérgico y mordaz, autor de alguna de las frases más célebres de la historia, Bonaparte fue también el genio de la guerra, el hombre que tuvo media Europa a sus pies; un imperio que comenzó con un desplante al papa Pío VII. Por Rodrigo Padilla
Notre Dame, París, 2 de diciembre de 1804. Cuando todos esperan que el orgulloso Napoleónse incline por una vez ante alguien, el papa Pío VII en este caso, el corso decide saltarse todos los cánones. Puesto en pie, arrebata la corona al estupefacto sumo pontífice y se la coloca él mismo. Apenas 15 años después de que la revolución pasara por la guillotina a la nobleza, Francia ya tenía un emperador.
A su lado, Josefina espera su turno. Será también Bonaparte el que la haga emperatriz. El mensaje del que sería en pocos años el amo y señor de Europa puede decirse más alto, pero no más claro: su poder no viene de Dios, sino de él mismo.
El mayor estratega de todos los tiempos había conseguido llegar hasta la puerta de Notre Dame como cónsul vitalicio y salir como emperador tras una hábil maniobra política iniciada años atrás, cuando sus triunfos militares en Italia (1796-1797), donde hizo y deshizo a su antojo pero a cambio acumuló victorias, convirtieron al joven general de 28 años en el héroe de Francia.
Imaginativo e inteligente, orgulloso y déspota, en realidad Napoleón nunca creyó en dioses ni tampoco en ideas revolucionarias: su único credo fue él mismo
«Reservado y trabajador, prefiere el estudio a toda especie de recreo; gusta de la lectura de los buenos autores. Silencioso y amante de la soledad, caprichoso, altivo y extremadamente propenso al egoísmo, de pocas palabras, enérgico en sus respuestas, pronto y mordaz en la réplica, con mucho amor propio, ambicioso y aspirando a todo», así lo describían sus superiores cuando contaba 15 años y estudiaba en la Escuela Militar de París. Y la historia ha demostrado que no andaban equivocados. En el momento más culminante de su carrera, su imperio comprendía Francia, las anexionadas Bélgica y Holanda y la margen izquierda del Rhin. Además gobernaba en la Confederación Helvética y en el Reino de Italia y gracias a su política de colocar a personal de confianza en puestos claves, ejercía el control del reino de Nápoles y de España.
Napoleón se convirtió en emperador con tan solo 35 años
El hombre que llegó a dominar medio mundo nació un 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, Córcega, cuando la isla se recuperaba de la anexión francesa. Su madre, Leticia Ramolino, dio a luz a 13 hijos, pero sólo ocho (José, Napoleón, Lucien, Luis, Jerónimo, Elisa, Paulina y Carolina) sobrevivieron. El segundo varón resultó ser imaginativo e inteligente, orgulloso y déspota. Virtudes y defectos que se aliaron a favor de un dirigente que en realidad nunca creyó en dioses ni en ideas políticas, su credo fue él mismo.
Ya desde muy pronto las guerras cercaron a su familia. Su padre, Carlos María Bonaparte, abogado y con una situación económica no muy boyante, se opuso al dominio francés de la isla, aunque finalmente, al ganar éstos, decidió sacarle partido y granjearse la confianza del gobernador francés. Así fue como logró que el joven Napoleón entrase en la Escuela Militar de Brienne con una beca y después completase sus estudios en la Escuela Militar de París. Fue entonces cuando descubrió a autores como Rousseau, Voltaire y Maquiavelo, además de los libros de artillería y de tácticas militares, decisivos en sus posteriores victorias.
Gracias a los contactos que logra hacer, se convierte en capitán del cuarto regimiento de artillería. Su primera victoria fue en el asedio de Tolón el 17 de diciembre de 1793. Después de aquello, Barras, el hombre fuerte del momento en París y amante de la que sería su mujer, Josefina, le encomendó el mando del Ejército del interior de París.
En 1795, durante un levantamiento contra el Gobierno, al joven y desconocido Napoleón Bonaparteno le tembló la mano y dio luz verde a una defensa a cañonazos. La masacre supuso su ascenso, que no encontraría ya interrupciones.
Napoleón se rindió antes Josefina, no solo por su belleza sino por los ascensos que la amante de Barras podría proporcionarle
Fue en aquellos días cuando apareció en su vida Josefina de Beauharnais, viuda de un general vizconde que había sido guillotinado. De ella se enamora, pese a que era seis años mayor, tenía dos hijos y lo había perdido todo. Napoleón cayó rendido no sólo a sus encantos, sino a las posibilidades de ascenso que la amante de Barras le podría ofrecer. El 9 de marzo de 1796 se casaron en un matrimonio civil y dos días más tarde Bonaparte partía a Italia como comandante en jefe.
Sin embargo la que fue el gran amor de su vida, a pesar de las infidelidades de ambos, no pudo darle descendencia. Por este motivo en 1809 se divorciaron (siguieron viéndose después) y Napoleón, ya emperador y por tanto necesitado de un descendiente para asegurar su dinastía, se casó con María Luisa de Austria, quien le dio un hijo en 1811. Un pequeño al que todos llamaban ‘el Aguilucho’ salvo su padre que siempre le llamó ‘el rey’; no en vano al poco de nacer le había nombrado rey de Roma.
Tras sus victorias en Italia, la segunda gran guerra de Napoleón lo llevó a Egipto. Pero a los pocos meses tuvo que regresar a París. El Directorio no era capaz de controlar un país lleno de problemas: se necesitaba a un hombre que salvara la república. Tras una parodia legal, tres cónsules asumen el poder: Bonaparte, Sieyés y Roger-Ducos. La Constitución que se aprueba después deja claro que en la práctica estamos ante un dictador y dos marionetas. Por supuesto, el poder principal queda en manos de Napoleón. Más tarde, tras la paz de Amiens que da un respiro a franceses e ingleses, Bonaparte se convierte en cónsul vitalicio, y será precisamente la ruptura de esta paz la que le dé la excusa para erigirse en emperador. Los ingleses, descontentos porque el acuerdo perjudica su comercio, promueven una revuelta contra Bonaparte con sus enemigos franceses, pero éste lo descubre y ordena la ejecución del duque de Enghien, nada menos que un Borbón.
Batalla de Austerlizt, 2 de diciembre de 1805
Tras este complot, Napoleón tiene el pretexto idóneo para completar su obra: transformar el Consulado en una monarquía hereditaria. Sus planes van viento en popa. A pesar de la derrota de Trafalgar, durante esa etapa acumula en tierra los triunfos que siempre se le resistirán en el mar, la batalla de Austerliz, el sometimiento de Prusia, la victoria contra los rusos en Friedland. Bonaparte es el amo de medio mundo. Y el impulsor de reformas.
El gran ideal de las guerras napoleónicas era llevar la libertad y los logros de la Revolución a Europa. Y aunque quizá la adhesión a estos ideales no fuese más que propaganda para ganarse el favor de las clases instruidas de los países invadidos, apostó por ellos. Sus reformas administrativas, encaminadas a racionalizar la administración y a reforzar al Estado fueron aplicadas en los territorios ocupados. Se hizo realidad el principal éxito de la revolución: el fin de la servidumbre, extendió el Código Civil francés, reformó las finanzas y dio importancia a los censos. Asimismo su preocupación por las obras públicas, la reforma de la enseñanza, la creación de ministerios modernos y de una burocracia profesional siguieron a los soldados franceses en sus campañas y dejaron huella en Europa. Fueron pocos los gobernantes que intentaron abolir aquellas reformas napoleónicas, que constituyeron la base del Estado del siglo XIX.
Sin embargo, las cosas comienzan a torcerse en 1808, cuando decide someter a Portugal y España con el fin de bloquear el comercio inglés. No hubo problema con el primero, pero sí con España, cuya guerra de guerrillas pudo con el estratega. En junio de 1812 decide emprenderla con Rusia. Sin embargo, los rusos utilizan la táctica de tierra quemada, retroceden y queman todo a su paso.
Cuanto más avanzaban hacia el interior, los hombres de Napoléon más se metían en la guarida del lobo: murieron a cientos de hambre y de frío. Cuando llegó la retirada, habían perecido la mayor parte de los 500.000 que le acompañaban. Al cruzar Varsovia, Napoleón dijo: «De lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso. Que las generaciones venideras lo juzguen». Fue el principio del fin. Sus enemigos europeos se vieron con fuerzas, ahora sí, para reanudar sus ataques contra él, que contaba ya con un ejército de jóvenes inexpertos. Con tal panorama no tuvo otra salida que abdicar. Era el 6 de abril de 1814. Los aliados lo obligaron a retirarse a la isla de Elba, donde recibió la noticia de la muerte de Josefina. Pero, a Napoleón aún le quedaba su último estertor.
En 1815 la estrella del emperador ya declinaba. Cinco Ejércitos con 800.000 soldados le dieron la puntilla. La Campaña de los Cien Días concluyó con su derrota total en Waterloo. El destierro a la isla de Santa Elena fue su triste final.
Hasta Elba llegaron las noticias de que en Francia las cosas no marchaban bien, pues la nobleza intentaba restablecer sus privilegios. Y el espíritu guerrero de Napoleón resucitó: al frente de unos cuantos hombres atravesó Francia y llegó a París para destronar a los Borbones. Pero los aliados no lo iban a consentir. En junio de 1815 entabló su último duelo: la batalla de Waterloo. Tras su aplastante derrota abdicó. Había gobernado 100 días. Entregado a sus eternos enemigos, los ingleses, fue llevado a Santa Elena, un islote donde murió un 5 de mayo de 1821.
Fuente: www.xlsemanal.com
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