domingo, 30 de septiembre de 2018

4º ESO- EL ANTIGUO RÉGIMEN Y LA ILUSTRACIÓN

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BIOGRAFÍAS
    Barón de Montesquieu
(Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu; La Brède, Burdeos, 1689 - París, 1755) Pensador francés. Perteneciente a una familia de la nobleza de toga, Montesquieu siguió la tradición familiar al estudiar derecho y hacerse consejero del Parlamento de Burdeos (que presidió de 1716 a 1727). Vendió el cargo y se dedicó durante cuatro años a viajar por Europa observando las instituciones y costumbres de cada país; se sintió especialmente atraído por el modelo político británico, en cuyas virtudes halló argumentos adicionales para criticar la monarquía absoluta que reinaba en la Francia de su tiempo.

El barón de Montesquieu
Montesquieu ya se había hecho célebre con la publicación de sus Cartas persas (1721), una crítica sarcástica de la sociedad del momento, que le valió la entrada en la Academia Francesa (1727). En 1748 publicó su obra principal, Del espíritu de las Leyes, obra de gran impacto (se hicieron veintidós ediciones en vida del autor, además de múltiples traducciones a otros idiomas).
El pensamiento de Montesquieu debe enmarcarse en el espíritu crítico de la Ilustración francesa, con el que compartió los principios de tolerancia religiosa, aspiración a la libertad y denuncia de viejas instituciones inhumanas como la tortura o la esclavitud; pero Montesquieu se alejó del racionalismo abstracto y del método deductivo de otros filósofos ilustrados para buscar un conocimiento más concreto, empírico, relativista y escéptico.
En El espíritu de las Leyes, Montesquieu elaboró una teoría sociológica del gobierno y del derecho, mostrando que la estructura de ambos depende de las condiciones en las que vive cada pueblo: en consecuencia, para crear un sistema político estable había que tener en cuenta el desarrollo económico del país, sus costumbres y tradiciones, e incluso los determinantes geográficos y climáticos.
De los diversos modelos políticos que definió, Montesquieu asimiló la Francia de Luis XV (una vez eliminados los parlamentos) al despotismo, que descansaba sobre el temor de los súbditos; alabó en cambio la república, edificada sobre la virtud cívica del pueblo, que Montesquieu identificaba con una imagen idealizada de la Roma republicana.
Equidistante de ambas, definió la monarquía como un régimen en el que también era posible la libertad, pero no como resultado de una virtud ciudadana difícilmente alcanzable, sino de la división de poderes y de la existencia de poderes intermedios -como el clero y la nobleza- que limitaran las ambiciones del príncipe. Fue ese modelo, que identificó con el de Inglaterra, el que Montesquieu deseó aplicar en Francia, por entenderlo adecuado a sus circunstancias nacionales. La clave del mismo sería la división de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, estableciendo entre ellos un sistema de equilibrios que impidiera que ninguno pudiera degenerar hacia el despotismo.
Desde que la Constitución de los Estados Unidos plasmó por escrito tales principios, la obra de Montesquieu ejerció una influencia decisiva sobre los liberales que protagonizaron la Revolución francesa de 1789 y la posterior construcción de regímenes constitucionales en toda Europa, convirtiéndose la separación de poderes en un dogma del derecho constitucional que ha llegado hasta nuestros días.
Junto a este componente innovador, no puede olvidarse el carácter conservador de la monarquía limitada que proponía Montesquieu, en la que procuró salvaguardar el declinante poder de los grupos privilegiados (como la nobleza, a la que él mismo pertenecía), aconsejando, por ejemplo, su representación exclusiva en una de las dos cámaras del Parlamento. Pese a ello, debe considerarse a Montesquieu como un eslabón clave en la fundamentación de la democracia y la filosofía política moderna, cuyo nacimiento cabe situar en los Dos ensayos sobre el gobierno civil(1690) de John Locke y que, después de Montesquieu, hallaría su más acabada expresión en El contrato social (1762) de Jean-Jacques Rousseau.

Jean-Jacques Rousseau

(Ginebra, Suiza, 1712 - Ermenonville, Francia, 1778) Filósofo suizo. Junto con Voltaire y Montesquieu, se le sitúa entre los grandes pensadores de la Ilustración en Francia. Sin embargo, aunque compartió con los ilustrados el propósito de superar el oscurantismo de los siglos precedentes, la obra de Jean-Jacques o Juan Jacobo Rousseau presenta puntos divergentes, como su concepto de progreso, y en general más avanzados: sus ideas políticas y sociales preludiaron la Revolución Francesa, su sensibilidad literaria se anticipó al romanticismo y, por los nuevos y fecundos conceptos que introdujo en el campo de la educación, se le considera el padre del pedagogía moderna.
Biografía
Huérfano de madre desde temprana edad, Jean-Jacques Rousseau fue criado por su tía materna y por su padre, un modesto relojero. Sin apenas haber recibido educación, trabajó como aprendiz con un notario y con un grabador, quien lo sometió a un trato tan brutal que acabó por abandonar Ginebra en 1728.

Jean-Jacques Rousseau (retrato de Maurice Quentin de La Tour, 1753)
Fue entonces acogido bajo la protección de la baronesa de Warens, quien le convenció de que se convirtiese al catolicismo (su familia era calvinista). Ya como amante de la baronesa, Jean-Jacques Rousseau se instaló en la residencia de ésta en Chambéry e inició un período intenso de estudio autodidacto.
En 1742 Rousseau puso fin a una etapa que más tarde evocó como la única feliz de su vida y partió hacia París, donde presentó a la Academia de la Ciencias un nuevo sistema de notación musical ideado por él, con el que esperaba alcanzar una fama que, sin embargo, tardó en llegar. Pasó un año (1743-1744) como secretario del embajador francés en Venecia, pero un enfrentamiento con éste determinó su regreso a París, donde inició una relación con una sirvienta inculta, Thérèse Levasseur, con quien acabó por casarse civilmente en 1768 tras haber tenido con ella cinco hijos.
Rousseau trabó por entonces amistad con los ilustrados, y fue invitado a contribuir con artículos de música a la Enciclopedia de D'Alembert y Diderot; este último lo impulsó a presentarse en 1750 al concurso convocado por la Academia de Dijon, la cual otorgó el primer premio a su Discurso sobre las ciencias y las artes, que marcó el inicio de su fama.
En 1754 visitó de nuevo Ginebra y retornó al protestantismo para readquirir sus derechos como ciudadano ginebrino, entendiendo que se trataba de un puro trámite legislativo. Apareció entonces su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, escrito también para el concurso convocado en 1755 por la Academia de Dijon. Rousseau se opuso en esta obra a la concepción ilustrada del progreso, considerando que los hombres en estado natural son por definición inocentes y felices, y que son la cultura y la civilización las que imponen la desigualdad entre ellos (en especial a partir del establecimiento de la propiedad) y acarrean la infelicidad.
En 1756 se instaló en la residencia de su amiga Madame d'Épinay en Montmorency, donde redactó algunas de sus obras más importantes. Julia o la nueva Eloísa (1761) es una novela sentimental inspirada en su pasión -no correspondida- por la cuñada de Madame d'Épinay, la cual fue motivo de disputa con esta última.
En El contrato social (1762), Rousseau intenta articular la integración de los individuos en la comunidad; las exigencias de libertad del ciudadano han de verse garantizadas a través de un contrato social ideal que estipule la entrega total de cada asociado a la comunidad, de forma que su extrema dependencia respecto de la ciudad lo libere de aquella que tiene respecto de otros ciudadanos y de su egoísmo particular. La voluntad general señala el acuerdo de las distintas voluntades particulares, por lo que en ella se expresa la racionalidad que les es común, de modo que aquella dependencia se convierte en la auténtica realización de la libertad del individuo, en cuanto ser racional.
Finalmente, Emilio o De la educación (1762) es una novela pedagógica, cuya parte religiosa le valió la condena inmediata por parte de las autoridades parisinas y su huida a Neuchâtel, donde surgieron de nuevo conflictos con las autoridades locales, de modo que, en 1766, aceptó la invitación de David Hume para refugiarse en Inglaterra, aunque al año siguiente regresó al continente convencido de que Hume tan sólo pretendía difamarlo. A partir de entonces Rousseau cambió sin cesar de residencia, acosado por una manía persecutoria que lo llevó finalmente de regreso a París en 1770, donde transcurrieron los últimos años de su vida, en los que redactó sus escritos autobiográficos.
La obra de Jean-Jacques Rousseau
Considerado unánimemente una de las máximas figuras de la Ilustración, Jean-Jacques Rousseau aportó obras fundamentales a la teorización del deísmo (Profesión de fe del vicario saboyano), la creación de una nueva pedagogía (Emilio), la crítica del absolutismo (Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombresEl contrato social), la controversia sobre el sentido del progreso humano (Discurso sobre las ciencias y las artes), el auge de la novela sentimental (Julia o la nueva Eloísa) y el desarrollo del género autobiográfico (Confesiones). En suma, Rousseau abordó los grandes temas de su época y participó activamente en todos los debates intelectuales que apasionaron al siglo.
Sin embargo, al tiempo que es un hombre representativo de la ideología ilustrada (con sus presupuestos basados en la razón, la naturaleza, la tolerancia y la libertad), Rousseau anuncia algunas corrientes que se difundirán a partir de la Revolución. Así, por un lado, el pensador ginebrino puso en circulación determinadas ideas que cuestionaban el optimismo radical de las Luces: la perfección del estado de naturaleza frente a la corrupción de la sociedad comprometía la confianza en el progreso de los ilustrados; la idealización del buen salvaje se enfrentaba a la del "innoble salvaje" de los economistas que estudiaban los medios para el desarrollo material de la humanidad, y el énfasis sobre el sentimiento y la voluntad podía mermar la confianza ilustrada en el imperio de la razón.
Por otro lado, sus propuestas políticas no sólo desbarataban las ilusiones puestas en el reformismo benevolente de los déspotas ilustrados, sino que ofrecían un modo alternativo de organización de la sociedad y lanzaban una inequívoca consigna contra el absolutismo de derecho divino al defender el principio de la soberanía nacional y la voluntad general de la comunidad de los ciudadanos, postulando en consecuencia como justas aquellas formas de gobierno (como la democracia) en que dicha voluntad general puede expresarse.
De este modo, Rousseau se situaba en la encrucijada de la Ilustración, alimentando al mismo tiempo las corrientes subterráneas que inspiraron el prerromanticismo y las fuentes doctrinales de donde brotará pujante la Revolución. Pese a esgrimir argumentos no demasiado sólidos, su primer texto importante, el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), es la clave para entender su reticencia frente al optimismo racionalista que creía firmemente en el progreso de la civilización.
Rousseau se alejaba ya en esta obra del pensamiento ilustrado al atribuir escasa importancia al perfeccionamiento de las ciencias y conceder mayor valor a las facultades volitivas que a la razón. Contestando la unilateralidad de una visión del progreso ceñida al ámbito técnico y material, en detrimento del moral y cultural, denunció la incongruencia que suponía denominar progreso humano a lo que era un mero desarrollo tecnológico. Aunque se había avanzado en el dominio de la naturaleza y se había aumentado el patrimonio artístico, la civilización no había hecho al hombre más libre, más feliz o más bondadoso.
La empresa de dilucidar los efectos de la organización social sobre la naturaleza humana la acometió en el Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres (1755). Si en escritos anteriores ya había teorizado sobre la bondad natural del hombre y el efecto corruptor de la sociedad, ahora pasó a desarrollar la idea del buen salvaje. En un primitivo estado de naturaleza no existían entre los humanos desigualdades relevantes (sólo las derivadas de la biología) y los hombres no eran ni buenos ni malos, sino simplemente "amorales". Una serie de causas externas empujaron a los hombres a agruparse y prestarse ayuda mutua para determinadas empresas, y en el transcurso de esa asociación nacieron las pasiones que transformaron su espíritu.
Ese "estado de naturaleza" era esencialmente un concepto teórico, pero ofrecía a Rousseau la base para condenar las injusticias del mundo de su tiempo, advertir sobre la corrupción reinante y desenmascarar el desorden de la sociedad civil. Así, partiendo de un estadio asociativo primitivo e idílico, nucleado en torno a la familia y más tarde traspasado a la comunidad (a la que inspiraba la solidaridad y guiaba la costumbre y no la ley, repartiéndose el fruto de la caza), llegó a determinar el momento de la fractura: la aparición de la agricultura, la minería y, por ende, la propiedad privada y la acumulación de riquezas en manos de unos pocos.
El proceso continuaba con la aparición de la servidumbre, consistente en que los desposeídos ofrecían su trabajo a cambio de la protección de los poderosos. Los abusos propiciaron la desconfianza mutua y la necesidad de prevenir el crimen, por lo que se hizo necesaria la instauración de un gobierno y la promulgación de leyes para la protección de la propiedad privada. Si hasta aquí el esbozo de esta evolución no era nuevo (ya había sido apuntado por John Locke), la originalidad consistía en matizar que el proceso se había operado en defensa de la propiedad de los ricos; de ahí el carácter revolucionario de la hipótesis.
Claro es que Rousseau no abogaba por la abolición de la propiedad privada, a la que consideraba un hecho irreversible y por tanto inherente al estado de sociedad, sino que apuntaba hacia la mejora de la situación a través del perfeccionamiento de la organización política. En cuanto diagnosis del origen de la injusticia social y la infelicidad del hombre, el Discurso tiene en efecto su necesario complemento en otra de sus obras fundamentales, El contrato social (1762), con su propuesta de una nueva sociedad fundada sobre un pacto libremente aceptado por los individuos, de los que emana una voluntad general que se expresa en la ley y que concilia la libertad individual con un orden social justo.
Si bien no es posible contraponer una Ilustración de la razón y otra del sentimiento (pues precisamente entre los fenómenos más característicos de las Luces se encuentran la exaltación de la naturaleza, la revolución de la afectividad o el triunfo de la privacidad), no cabe duda de que el énfasis rousseauniano sobre la reivindicación del sentimiento frente a la razón pura, la idealización arcádica de la naturaleza y la indagación obstinada en el secreto reducto de la intimidad son elementos que preludian la aparición del nuevo clima espiritual del prerromanticismo.
En este sentido, Rousseau colaboró decisivamente en la difusión de una estética del sentimiento con la publicación de su novela La nueva Eloísa (1761), aunque no sea ni el único escritor de novelas sentimentales ni el único responsable de los melodramas lacrimógenos que siguieron (las denominadas pleurnicheries). La bondad del hombre en un ideal estado de naturaleza es la base de una obra destinada a inaugurar la pedagogía moderna: Emilio o De la educación (1762); por ello la labor educativa ha de llevarse a cabo al margen de la sociedad y de sus instituciones y no consiste en imponer normas o dirigir aprendizajes, sino en impulsar el desarrollo de las inclinaciones espontáneas del niño facilitando su contacto con la naturaleza, que es sabia y educativa.
Por otro lado, sus Confesiones (publicadas póstumamente en 1782 y 1789) representan, en un siglo inclinado a la autobiografía, un ejemplo excepcional de introspección personal y de exhibición extremada de la propia intimidad, en un grado que no se alcanzaría hasta el pleno romanticismo. Finalmente, no resulta extraño que la muerte le sorprendiera meditando en la soledad de los jardines a la inglesa del castillo de Ermenonville, donde le había invitado el marqués de Girardin, mientras se entregaba al ilustrado placer de la herborización, tal como había dejado descrito en Las ensoñaciones del paseante solitario, publicadas también póstumamente en 1782.
La dualidad de la figura y la obra de Rousseau no pasó desapercibida a sus coetáneos, como demuestran las palabras de Goethe: "Con Voltaire termina un mundo, con Rousseau comienza otro". Un mundo que, por un lado, conducía al romanticismo (debido al avance del irracionalismo, la exacerbación del sentimentalismo, el auge de los nacionalismos y la revalorización de las oscuras edades medievales) y, por otro, a la Revolución.

Voltaire

(François-Marie Arouet; París, 1694 - 1778) Escritor francés. Figura intelectual dominante de su siglo y uno de los principales pensadores de la Ilustración, dejó una obra literaria heterogénea y desigual, de la que resaltan sus relatos y libros de polémica ideológica. Como filósofo, Voltaire fue un genial divulgador, y su credo laico y anticlerical orientó a los teóricos de la Revolución Francesa.

Voltaire
Voltaire estudió en los jesuitas del colegio Louis-le-Grand de París (1704-1711). Su padrino, el abate de Châteauneuf, le introdujo en la sociedad libertina del Temple. Estuvo en La Haya (1713) como secretario de embajada, pero un idilio con la hija de un refugiado hugonote le obligó a regresar a París. Inició la tragedia Edipo(1718), y escribió unos versos irrespetuosos, dirigidos contra el regente, que le valieron la reclusión en la Bastilla (1717). Una vez liberado, fue desterrado a Châtenay, donde adoptó el seudónimo de Voltaire, anagrama de «Árouet le Jeune» o del lugar de origen de su padre, Air-vault.
Un altercado con el caballero de Rohan, en el que fue apaleado por los lacayos de éste (1726), condujo a Voltaire de nuevo a la Bastilla; al cabo de cinco meses, fue liberado y exiliado a Gran Bretaña (1726-1729). En la corte de Londres y en los medios literarios y comerciales británicos fue acogido calurosamente; la influencia británica empezó a orientar su pensamiento. Publicó Henriade (1728) y obtuvo un gran éxito teatral con Bruto (1730); en la Historia de Carlos XII (1731), Voltaire llevó a cabo una dura crítica de la guerra, y la sátira El templo del gusto (1733) le atrajo la animadversión de los ambientes literarios parisienses.
Pero su obra más escandalosa fue Cartas filosóficas o Cartas inglesas (1734), en las que Voltaire convierte un brillante reportaje sobre Gran Bretaña en una acerba crítica del régimen francés. Se le dictó orden de arresto, pero logró escapar, refugiándose en Cirey, en la Lorena, donde gracias a la marquesa de Châtelet pudo llevar una vida acorde con sus gustos de trabajo y de trato social (1734-1749).
El éxito de su tragedia Zaïre (1734) movió a Voltaire a intentar rejuvenecer el género; escribió Adélaïde du Guesclin (1734), La muerte de César (1735), Alzire o los americanos (1736) y Mahoma o el fanatismo (1741). Menos afortunadas son sus comedias El hijo pródigo (1736) y Nanine o el prejuicio vencido (1749). En esta época desempeñó un importante papel como divulgador de Newton con sus Elementos de la filosofía de Newton (1738).
Ciertas composiciones, como el Poema de Fontenoy (1745), le acabaron de introducir en la corte, para la que realizó misiones diplomáticas ante Federico II. Luis XV le nombró historiógrafo real, e ingresó en la Academia Francesa (1746). Pero no siempre logró atraerse a Madame de Pompadour, quien protegía a Prosper Jolyot de Crébillon; su rivalidad con este dramaturgo le llevó a intentar desacreditarle, tratando los mismos temas que él: Semíramis (1748), Orestes(1750), etc.
Su pérdida de prestigio en la corte y la muerte de Madame du Châtelet (1749) movieron a Voltaire a aceptar la invitación de Federico II el Grande. Durante su estancia en Potsdam (1750-1753) escribió El siglo de Luis XIV (1751) y continuó, con Micromégas (1752), la serie de sus cuentos iniciada con Zadig (1748).
Después de una violenta ruptura con Federico II, Voltaire se instaló cerca de Ginebra, en la propiedad de «Les Délices» (1755). En Ginebra chocó con la rígida mentalidad calvinista: sus aficiones teatrales y el capítulo dedicado a Miguel Serveten su Ensayo sobre las costumbres (1756) escandalizaron a los ginebrinos, mientras se enajenaba la amistad de Rousseau. Su irrespetuoso poema La doncella(1755), sobre Juana de Arco, y su colaboración en la Enciclopedia chocaron con el partido «devoto» de los católicos.
Frutos de su crisis de pesimismo fueron el Poema sobre el desastre de Lisboa(1756) y la novela corta Cándido o el optimismo (1759), una de sus obras maestras. Se instaló en la propiedad de Ferney, donde Voltaire vivió durante dieciocho años, convertido en el patriarca europeo de las letras y del nuevo espíritu crítico; allí recibió a la elite de los principales países de Europa, representó sus tragedias (Tancrède, 1760), mantuvo una copiosa correspondencia y multiplicó los escritos polémicos y subversivos, con el objetivo de «aplastar al infame», es decir, el fanatismo clerical.
Sus obras mayores de este período son el Tratado de la tolerancia (1763) y el Diccionario filosófico (1764). Denunció con vehemencia los fallos y las injusticias de las sentencias judiciales (casos de Calas, Sirven y La Barre). Liberó de la gabela a sus vasallos, que, gracias a Voltaire, pudieron dedicarse a la agricultura y la relojería. Poco antes de morir (1778), se le hizo un recibimiento triunfal en París. En 1791, sus restos fueron trasladados al Panteón.

Luis XIV de Francia

El que fuera elevado a la altura de un dios por encima de la nobleza, como dueño y señor de la persona y propiedades de diecinueve millones de franceses, nació el 5 de septiembre de 1638 en Saint-Germain-en-Laye, junto a París. Su padre, Luis XIII, y su madre, Ana de Austria, interpretaron como una señal de buen augurio que su hijo naciese ya con dos dientes, lo que quizás presagiaba el poder del futuro rey para hacer presa en sus vecinos una vez ceñida la corona.


Luis XIV

Muerto su progenitor en 1643, cuando el Delfín contaba cuatro años y ocho meses, Ana de Austria se dispuso a ejercer la regencia y confió el gobierno del Estado y la educación del niño al cardenal Mazarino, sucesor en el favor real de otro excelente valido: el habilísimo cardenal Richelieu. Así pues, fue Mazarino quien inculcó al heredero el sentido de la realeza y le enseñó que debía aprender a servirse de los hombres para que éstos no se sirvieran de él. No hay duda de que Luis respondió de modo positivo a tales lecciones, pues Mazarino escribió: "Hay en él cualidades suficientes para formar varios grandes reyes y un gran hombre."

Aquel infante privilegiado iba a vivir entre 1648 y 1653 una experiencia inolvidable. En esos años tuvieron lugar las luchas civiles de la Fronda, así llamadas por analogía con el juego infantil de la fronde (honda). La mala administración de Mazarino y la creación de nuevos impuestos suscitaron primero las protestas de los llamados parlamentarios de París, prestigiosos abogados que registraban y autorizaban las leyes y se encargaban de que fueran acatadas. Mazarino hizo detener a Broussel, uno de sus líderes, provocando con ello la sublevación de la capital y la huida de la familia real ante el empuje de las multitudes. Era el comienzo de la guerra civil.

Para sofocar la rebelión, el primer ministro llamó a las tropas de Luis II de Borbón-Condé, cuarto príncipe de Condé, Gran Maestre de Francia y héroe nacional; los parlamentarios claudicaron inmediatamente, pero Condé aprovechó su éxito para reclamar numerosos honores. Cuando Mazarino lo hizo detener en enero de 1650, la nobleza se levantó contra la corte dando lugar a la segunda Fronda, la de los príncipes.

La falta de acuerdo entre los sublevados iba a decidir su fracaso, pero eso no impidió que durante meses el populacho se adueñara otra vez de París; la reina madre y su familia, de regreso al palacio del Louvre, hubieron de soportar que una noche, tras correr la voz de que el joven monarca estaba allí, las turbas invadiesen sus aposentos y se precipitaran hacia el dormitorio donde el niño yacía inmóvil en su cama, completamente vestido bajo las mantas y fingiendo estar dormido: ante el sonrosado rostro rodeado de bucles castaños, la cólera del pueblo desapareció de pronto y fue sustituida por un murmullo de aprobación. Luego, todos abandonaron el palacio como buenos súbditos, rogando a Dios de todo corazón que protegiera a su joven príncipe.

Aquellos acontecimientos dejaron una profunda huella en el joven Luis. Se convenció de que era preciso alejar del gobierno de la nación tanto al pueblo llano, que había osado invadir su dormitorio, como a la nobleza, permanente enemiga de la monarquía. En cuanto a los prohombres de la patria, los parlamentarios, jueces y abogados, decidió que los mantendría siempre bajo el poder absoluto de la corona, sin permitirles la menor discrepancia.

Luis XIV fue declarado mayor de edad en 1651, y el 7 de junio de 1654, una vez pasado el huracán de las Frondas, fue coronado rey de Francia en la catedral de Reims. A partir de ese momento, su formación política y su preparación en el arte de gobernar se intensificaron. Diariamente despachaba con Mazarino y examinaban juntos los asuntos de Estado. Se dio cuenta de que iba a sacrificar toda su vida a la política, pero no le importó: "El oficio de rey es grande, noble y delicioso cuando uno se siente digno y capaz de realizar todas las cosas a las cuales se ha comprometido."

No es de extrañar, pues, que comprendiese perfectamente su obligación de casarse con la infanta española María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España, porque así lo exigían los intereses de Francia. Según la Paz de los Pirineos, tratado firmado en 1659 entre ambos países, la dote de la princesa debía pagarse en un plazo determinado. Si no se efectuaba el pago, la infanta conservaría su derecho al trono español. El astuto Mazarino sabía que España estaba prácticamente arruinada y que iba a ser muy difícil cobrar la dote, con lo que Luis XIV podría reclamar, a través de su esposa, los Países Bajos españoles e incluso el trono de España. Al soberano nunca le satisfizo aquella reina en exceso devota y remilgada, pero cumplió con los compromisos adquiridos y con todas sus obligaciones como esposo. Al menos, durante los primeros años de su matrimonio.

El 9 de marzo de 1661, Mazarino dejaba de existir. Había llegado el momento de ejercer la plena soberanía. Luis XIV escribió en su diario: "De pronto, comprendí que era rey. Para eso había nacido. Una dulce exaltación me invadió inmediatamente". Cuando los funcionarios le preguntaron respetuosamente quién iba a ser su primer ministro, el soberano contestó: "Yo. Les ordeno que no firmen nada, ni siquiera un pasaporte, sin mi consentimiento. Deberán mantenerme informado de todo cuanto suceda y no favorecerán a nadie."

Monarca absoluto

Con sus palabras, Luis XIV acababa de fundar la monarquía absoluta en Francia, según un concepto cuya difusión aseguraría: el del despotismo por derecho divino. La omnipotencia ministerial que desde 1624, con Richelieu y Mazarino, había sentado las bases del poderío francés, quedaba ahora subsumida en la autoridad real. Desde entonces, ni la reina madre ni otros dignatarios volvieron a ser convocados a ninguna reunión de los consejos de Estado. El monarca invitaba sólo a la tríada ministerial formada por Jean-Baptiste Colbert, François-Michel Le Tellier, marqués de Louvais, y Hugues de Lionne. Inseparables del rey, se reunían dos o tres veces por semana en los consejos reservados que éste presidía, demostrando que poseía una personalidad y firmeza suficientes para controlar los órganos centrales de gobierno. Así, el año 1661 marcó el advenimiento de una nueva era en Francia y en Europa, la de la monarquía absoluta.

El otro gran golpe de efecto de Luis XIV en ese año fue el arresto de Nicolas Fouquet, superintendente de Finanzas de Mazarino, a quien el rey consideraba demasiado rico y poderoso, y capaz por ello de convertirse en sucesor del cardenal. En un acto de teatral afirmación del poder, le hizo arrestar en Nantes, el 5 de septiembre, bajo la acusación de malversar fondos públicos. Condenado a prisión perpetua en la fortaleza de Pinerolo, Fouquet fue desde entonces una advertencia para los que servían o dejaban de servir al rey. De esta forma la autoridad real se elevó más aún, otorgándole la plenitud de poderes que tuvo Richelieu por delegación de Luis XIII: el rey se veía a sí mismo como un representante de Dios sobre la tierra y como un ser infalible, puesto que su poder le venía de Dios.

Con espíritu metódico y conciencia profesional, Luis XIV se propuso encarnar a Francia en su sola persona, mediante la centralización absoluta, la obediencia pasiva y el culto a la personalidad real. Todo estaba bajo su control, desde las disputas teológicas hasta el mínimo detalle del ceremonial. La rígida etiqueta que impuso en la corte fue en sus manos un instrumento de gobierno. Después de haber protagonizado once guerras en cuarenta años, el poder de los nobles pasó a depender de la capacidad que demostraran en la corte de complacer al rey. Desde ese momento dejarían de ser un factor esencial en la política francesa para cristalizar en una clase social parasitaria, egoísta y propensa al esnobismo. De la misma forma que el siglo de Luis XIV marcó el apogeo de la vida cortesana, redujo a la nobleza a una estrecha dependencia moral y económica de la figura del rey.

Su reinado estuvo señalado por el fasto y la euforia, sobre todo en los primeros años, cuando brillaban en la comedia Molière y en la ópera Jean-Baptiste Lully, y el propio Luis bailaba disfrazado de dios del Olimpo, para solaz de las damas. La reina madre y el circulo de devotos de la corte se escandalizaron al ver que el matrimonio no había atenuado la pasión del rey por las aventuras sexuales. La reina María Teresa, baja y regordeta, hablaba con dificultad el francés y vivía casi ignorada pero en perpetua adoración de su esposo, al que daría seis hijos, todos fallecidos en la infancia, a excepción del gran delfín. Cuando la reina murió en 1683, Luis dijo: «He aquí el primer pesar que me ha ocasionado». Todos le dieron la razón.

El régimen de las amantes oficiales había empezado al poco tiempo de su casamiento, cuando el rey estableció una estrecha relación con su cuñada madame Enriqueta, duquesa de Orleans, y, para evitar el escándalo, tomó por amante a una dama de honor de ésta, Louise de La Vallière. Era una muchacha tímida y algo coja, de dieciséis años, que le dio tres hijos ilegítimos que serían criados por la esposa de Colbert.

En 1667 La Vallière fue reemplazada por François-Athénaïs de Rochechuart, la espléndida marquesa de Montespan, que durante diez años dominó al rey y a la corte como la verdadera sultana de las fiestas de Versalles. Sus numerosos alumbramientos (siete en total) fueron tema del parlamento, que legitimó a los cuatro hijos bastardos que sobrevivieron. Por fin, cansado de sus cóleras y de sus celos, el rey se separó de ella cuando la marquesa se vio implicada en el llamado caso de los venenos, un sonado escándalo que salpicó a un número importante de personalidades, que fueron acusadas de brujería y asesinato.

Expansionismo y guerra

Luis XIV consideró siempre la guerra como la vocación natural de un gran rey, y a ella subordinó la economía nacional, con el objetivo final de imponer la supremacía francesa en Occidente. Su ministro Jean-Baptiste Colbert le proporcionó los medios materiales para sus empresas, con las reformas en Hacienda y las acertadas medidas proteccionistas de la industria y el comercio. La revolución económica que llevó a cabo le permitió armar un ejército capaz de hacer de Francia el estado más poderoso de Europa. En esta tarea fue decisiva la reorganización de las tropas realizada por Le Tellier, que concentró la autoridad militar para crear un verdadero ejército monárquico, cuyos efectivos aumentaron de 72.000 a 400.000 hombres.

Desde la muerte de su suegro Felipe IV de España en 1665, Luis había comenzado una batalla jurídica para reclamar los Países Bajos españoles en nombre de su mujer, y para ello había publicado el Tratado de los derechos de la reina. Poco después, el 21 de mayo de 1667, con la formidable máquina de guerra creada por Le Tellier, invadía los territorios flamencos, apoderándose de las plazas más importantes de la frontera, en medio de un auténtico paseo militar. Inquieta ante el empuje francés, Inglaterra se alió con Holanda y Suecia en la Triple Alianza, y la contienda (conocida con el nombre de guerra de Devolución) cambió de rumbo, finalizando con la Paz de Aquisgrán de 1668, por la que España recuperaba Besançon y Francia se apoderaba de Flandes. Éste fue el comienzo de una serie de conflagraciones que duraron todo su reinado.

Después de cuatro años de preparativos, Luis determinó que había llegado el momento de vengarse de Holanda, en parte también por odio a los burgueses republicanos que monopolizaban el mar. El ministro De Lionne obtuvo un activo apoyo británico, mediante la alianza con Carlos II de Inglaterra, y la neutralidad de Brandeburgo, Baviera y Suecia. En la primavera de 1672 un poderoso ejército de 200.000 hombres, comandado por el rey en persona, atravesó el obispado de Lieja e invadió Holanda, conquistándola en pocas semanas. La eficaz ayuda de la flota inglesa contribuyó a la victoria, y Luis XIV regresó triunfante a París.

Pero los holandeses se apoyaron en el principal enemigo de Francia, el príncipe Guillermo de Orange, quien ordenó la rotura de los diques para detener al ejército invasor, al mismo tiempo que el almirante Ruyter derrotaba a la flota anglofrancesa. La resistencia de Holanda tuvo como consecuencia aislar a Francia de sus antiguos aliados, lo cual obligó a Luis a la renuncia de sus pretensiones sobre los Países Bajos. La larga guerra terminó con el Tratado de Nimega, firmado en 1678, por el cual el Rey Sol se convertía en el árbitro de Europa: renunciaba a Flandes, pero consolidaba las fronteras del norte y del este, y obtenía de España el Franco Condado.

El rey cristiano

A sus cuarenta años, Luis XIV había alcanzado el apogeo de su fortuna política y militar. Arrogante como ningún otro soberano, París lo llamaba el Grande y en la corte era objeto de adoración. En esa época se produjeron importantes cambios. Luego de haberse separado de madame de Montespan, temeroso de que el escándalo de los venenos arruinase su reputación, el rey abandonó abiertamente los placeres e impuso la piedad en la corte. A su imagen, los antiguos libertinos se convirtieron en devotos, un velo de decencia recubrió la ostentación, el juego y las diversiones, que en su desaparición (no del todo completa) dejaron lugar al aburrimiento y la hipocresía.

Los tartufos se reacomodaron así a la nueva corte moderada y metódica de Versalles, en la que reinaba ocultamente una nueva soberana: madame de Maintenon. Era la viuda del poeta satírico Paul Scarron y había sido la gobernanta de los hijos habidos por el rey con madame de Montespan, antes de convertirse en la nueva favorita. A poco de morir la reina María Teresa, en 1683 se casó en secreto con el rey, en una ceremonia bendecida por el arzobispo de París. La boda significó una nueva etapa en la vida de Luis XIV, que sentó definitivamente cabeza, preparándose para una vejez digna y piadosa, rodeado de sus hijos y nietos.

La influencia de madame de Maintenon, hugonote convertida al catolicismo, fue fundamental en la devoción del rey, que, pese a poseer sólo un barniz de religiosidad (su cristianismo se basaba en el «miedo al infierno»), quiso imponer en el reino la unidad de la fe católica y consideró al protestantismo como una ofensa al rey cristianísimo. Se desató entonces una ola de conversiones en masa, obtenidas mediante la violencia, que desembocaron, el 18 de octubre de 1685, en la revocación del Edicto de Nantes, por el que Enrique IV de Francia había autorizado el calvinismo a finales del siglo anterior. Las escuelas fueron cerradas, los templos demolidos y los pastores desterrados, mientras el éxodo de millares de protestantes hacia Holanda fue creando focos de hostilidad hacia el rey. Luis XIV sumó así a sus enemigos naturales el mundo de la Reforma.

Inglaterra, Alemania y Austria se unieron en la Gran Alianza para resistir el expansionismo francés. La guerra resultante tuvo una larga duración, extendiéndose entre 1688 y 1697, años en los que Luis XIV no pudo obtener la victoria militar que buscaba y Europa se fue imponiendo poco a poco a Francia, sobre todo por la determinación de Guillermo III de Inglaterra, el alma de la coalición. Guillermo III se había propuesto la eliminación de la hegemonía del Rey Sol en el continente y la implantación de la tolerancia religiosa. La Paz de Ryswick puso fin al conflicto mediante una serie de pactos que significaron el primer retroceso en el camino imperial de Luis XIV: Lorena fue restituida al duque Leopoldo; Luxemburgo, a España; y Guillermo III fue reconocido como rey de Inglaterra, contra la creencia de Luis en el derecho divino del rey Jacobo II al trono inglés.

La guerra de Sucesión

El testamento del último rey Habsburgo de España, Carlos II, fallecido en 1700, entregaba la herencia imperial a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, que reinaría como Felipe V de España. Cuando el monarca francés aceptó las cláusulas testamentarias, volvió a plantearse el dilema: hegemonía de Francia o equilibrio continental, y su decisión significó una declaración de guerra. Toda la Europa herida por la política imperialista durante los últimos treinta años se levantó nuevamente contra aquella hegemonía, y así Francia tuvo que combatir a la vez contra Austria, Inglaterra y Holanda.

La lucha estuvo señalada al principio por las victorias de los Borbones, pero, a partir de 1708, los desastres de la guerra fueron tan grandes que Francia estuvo a punto de perder todos los territorios conquistados en el siglo anterior, y Luis XIV se vio forzado a pedir la paz, sobre todo a partir del desastre de Malplaquet. Humillado en el campo de batalla, el rey aceptó el Tratado de Utrecht, por el que Francia cedía Terranova, Acadia y la bahía de Hudson a Inglaterra, aunque su nieto Felipe V conservaba la corona de España.

Los sacrificios de la guerra arruinaron al Estado francés y minaron el régimen absolutista de Luis XIV, ya desgastado por la crisis social y económica: el reverso del siglo del Rey Sol se exhibía en la mortandad, en la miseria y la mendicidad de las ciudades, en el miedo de los campesinos al hambre y al fisco, en los frecuentes motines, reprimidos con sangre, del pueblo desesperado, en la revuelta de los siervos contra los señores que rugía en todas partes. Los árboles se doblaban bajo el peso de los ahorcados, comentaba sin inmutarse madame de Sévigné, y por todas partes se elevaban quejas contra los privilegiados.

Pero el orgulloso egoísmo del monarca continuaba inmutable, pese a las tristezas de las derrotas militares y a los grandes duelos de su familia: en 1705 había muerto su biznieto, el duque de Bretaña; en 1711, el gran delfín; en 1712, su nieto Luis, duque de Borgoña, la mujer de éste, María Adelaida de Saboya, y su segundo biznieto, el segundo duque de Bretaña. Como heredero al trono ya no quedaba más que un tercer biznieto, el duque de Anjou, que reinaría con el nombre de Luis XV.

El rey se hacía viejo y se refugió en la oración y en el regazo de su favorita. Durante el invierno de 1709 hubo una marcha contra el hambre entre París y Versalles. Por primera vez desde las Frondas, Luis XIV oyó los gritos de protesta de la muchedumbre. Madame de Maintenon escribió: "Las gentes del pueblo mueren como moscas y, en la soledad de sus habitaciones, el rey sufre incontrolables accesos de llanto". La vida en Versalles no tardó en perder todo su esplendor y los enormes salones, antaño llenos de risas, se convirtieron en una gélida tramoya sin vida. En pocos años, Luis XIV se transformó en un hombre derrotado, melancólico y sobre todo enfermo. Gracias al Journal de Santé del rey, felizmente conservado, sabemos que padecía catarros, dolores de estómago, diarreas, lombrices, fiebres, forúnculos, reumatismo y gota, lo que da cuenta de hasta qué punto su físico imponente se encontraba quebrantado. En agosto de 1715 se quejó de unos dolores en las piernas. A finales de mes le aparecieron en las pantorrillas unas horrendas manchas negras. Los médicos, lívidos, diagnosticaron gangrena.

El monarca supo que iba a morir y recibió la noticia con extraordinaria entereza. Tras dedicar unos días a ordenar sus asuntos y despedirse de su familia, llamó junto a su lecho al Delfín, bisnieto suyo y futuro Luis XV. El soberano moribundo le entregó su reino con estas palabras: "Vas a ser un gran rey. No imites mi amor por los edificios ni mi amor por la guerra. Intenta vivir en paz con tus vecinos. No olvides nunca tu deber ni tus obligaciones hacia Dios y asegúrate de que tus súbditos le honran. Acepta los buenos consejos y síguelos. Intenta mejorar la suerte de tu pueblo, dado que yo, desgraciadamente, no fui capaz de hacerlo". El 1 de septiembre de 1715, Luis XIV dejaba de existir. Sus últimas palabras fueron: "Yo me voy. Francia se queda." Había gobernado durante sesenta y cuatro años, siendo el suyo el reinado más largo de la historia de Europa.

Con él desaparecía el máximo ejemplo de la monarquía absoluta y un rey que había llevado momentáneamente a Francia a su cima. Su reinado, comparado por Voltaire con el del emperador romano Augusto, posibilitó un extraordinario florecimiento de las letras, que abarcó los más diversos campos del pensamiento y de la creación: CorneilleRacine y Molière dieron a conocer su teatro; La Fontaine compuso sus FábulasPascal escribió sus Pensamientos y La Rochefoucauld sus Máximas. La razón, la claridad y el equilibrio formal se impusieron como criterios fundamentales del arte; desde Francia, el clasicismo irradiaría a toda Europa. Luis XIV era el principal cliente de los artistas, y así nació un «estilo Luis XIV» de perfecta armonía; su inclinación por la geometría decorativa imperó en parques y jardines; la nueva arquitectura encontró su máxima expresión en Versalles, donde la marmórea amplitud de los espacios y el dominio absoluto de la simetría eran un homenaje a la indiscutida autoridad real, al ser que se reconocía como el representante de Dios sobre la tierra. Sin embargo, el obispo Jean-Baptiste Massillon concluyó así la oración fúnebre de Luis XIV: «¡Sólo Dios es grande!».

Oliver Cromwell

(Huntingdon, actual Reino Unido, 1599 - Londres, 1658) Político inglés. Fue el principal protagonista de la Guerras Civiles inglesas (1642-1649) que llevarían a la ejecución del rey Carlos I y a la instauración de la República (1649-1653) y del Protectorado (1653-1658), durante el cual ejerció un poder absoluto como lord protector de Inglaterra. Tras su muerte, la monarquía inglesa sería restaurada en la persona de Carlos II de Inglaterra, hijo de monarca ejecutado.


Oliver Cromwell

Educado en un ambiente protestante puritano y hondamente anticatólico, que confirió a su actuación política un sentido místico y providencialista, en 1628 fue elegido miembro de la Cámara de los Comunes, disuelta al año siguiente por el rey Carlos I de Inglaterra. Entre 1629 y 1640, el monarca inglés gobernó sin el Parlamento, impuso una política absolutista y aumentó los privilegios y las prerrogativas de la aristocracia en perjuicio de los intereses de la naciente burguesía.

En 1640, no obstante, el rey se vio obligado a reinstaurar el Parlamento, en el que Oliver Cromwell, como representante de Cambridge, destacó por su defensa del puritanismo, su oposición al episcopalismo de la Iglesia de Inglaterra y sus ataques a la arbitrariedad real. Al poco tiempo el soberano, acusado de ineptitud a raíz de la sublevación católica de Irlanda, intentó encarcelar a los principales miembros de la oposición, lo cual provocó la insubordinación del Parlamento y obligó a Carlos I a huir al oeste de Inglaterra para unirse a sus partidarios.

Tras ello, en 1642 estalló una cruenta guerra civil, que enfrentó a los realistas (Iglesia Anglicana, ciertos sectores de la burguesía y buena parte de la gentry, la aristocracia inglesa) con los partidarios del Parlamento (los pequeños propietarios agrícolas, la burguesía, el pueblo llano y los puritanos). Cromwell, hombre práctico y dotado de gran talento militar, organizó entonces un ejército revolucionario, el New Model Army, y, tras sufrir algunos reveses, consiguió por último vencer a las tropas realistas en Marston Moore (1644) y Naseby (1645).

Un año más tarde, la captura de Carlos I suscitaba un serio conflicto entre el Parlamento, favorable a la restitución del monarca en el trono controlando su poder, y el ejército puritano, decidido a librarse del rey y controlar la Cámara de los Comunes. Aprovechando el intento de huida de Carlos I (1647) y tras haber depurado el Parlamento (1648), Cromwell hizo juzgar y ejecutar al soberano (30 de enero de 1649), suprimió la monarquía y la Cámara de los Lores y proclamó la República o Commonwealth (mayo de 1649).

Durante los años siguientes, Oliver Cromwell llevó a cabo dos campañas para someter a los católicos irlandeses (1649-1650), y en las batallas de Dunbar y Worcester (1650-1651) aplastó a los realistas escoceses, que habían proclamado rey a Carlos II, primogénito del soberano ajusticiado. La Cámara de los Comunes trató esforzadamente de controlar al ejército, pero todo fue en vano: en 1653, Cromwell disolvió la Cámara de los Comunes, cedió el poder legislativo a 139 personas de su confianza y tomó el título de lord protector de Inglaterra, Escocia e Irlanda, con poderes más amplios que aquellos de que había gozado el monarca.

Durante su mandato reorganizó la hacienda pública, fomentó la liberalización del comercio a fin de asegurar la prosperidad de la burguesía mercantil, promulgó el Acta de Navegación (1651), a través de la cual impuso a los Países Bajos la supremacía marítima inglesa, derrotó a las Provincias Unidas (1654), arrebató Jamaica a España (1655), persiguió a los católicos y situó a Inglaterra a la cabeza de los países protestantes europeos.

A su muerte (3 de septiembre de 1658), sin embargo, la República se vio inmersa en un período de caos, que acabó con la restauración de la monarquía en la persona de Carlos II de Inglaterra por parte del Parlamento (1660). A pesar de su prudencia, el nuevo monarca no dudó en ordenar la exhumación del cadáver del hombre que había firmado la sentencia de muerte de su padre, para cortarle la cabeza y exponerla en la torre de Londres.

Guillermo III de Orange

(Guillermo III de Inglaterra o de Orange; La Haya, 1650 - Londres, 1702) Estatúder de Holanda y rey de Inglaterra. El príncipe de Orange era hijo póstumo de Guillermo II de Nassau (que había sido estatúder en 1647-50). En 1672 fue elegido estatúder de las Provincias Unidas del norte de los Países Bajos, cargo equivalente al de rey.


Guillermo III de Orange

Nada más acceder al poder hubo de afrontar una guerra contra las dos potencias europeas vecinas, Inglaterra y Francia. Consiguió la retirada del ejército francés que había invadido Holanda (1672-73) y la paz con Inglaterra (1674). Mediante su matrimonio con la hija del heredero de los Estuardo (el futuro rey Jacobo II de Inglaterra) en 1677, invirtió las alianzas, formando una coalición europea opuesta a la hegemonía de la Francia de Luis XIV, a la que obligó a garantizar la independencia de los Países Bajos (Paz de Nimega, 1678).

Sin embargo, Guillermo habría de traicionar a su suegro, el católico Jacobo II, cuando éste se vio confrontado en su país a la oposición de la Iglesia anglicana y de los protestantes que dominaban el Parlamento; éstos llamaron en su ayuda a Guillermo, quien no dudó en desembarcar con su ejército en Torbay y ponerse al frente de la «Gloriosa Revolución» inglesa de 1688.

Aquella revolución, de inspiración protestante, parlamentaria y whig, destronó a Jacobo II ante el temor a ver consolidarse en el Trono inglés a una dinastía católica y tendente a imitar el absolutismo francés; los rebeldes coronaron en su lugar a Guillermo III, que podía alegar derechos al Trono tanto por ser nieto (por parte de madre) de Carlos I de Inglaterra como por estar casado con María Estuardo.

No obstante, para asentarse en el Trono inglés (que por entonces llevaba ya unidos los de Escocia e Irlanda), hubo de completar la victoria sobre los jacobitas (católicos partidarios de Jacobo II), especialmente fuertes en Irlanda; derrotados en la batalla de Boyne (1690), los católicos capitularon en Limerick (1692).

A la instauración del nuevo rey siguió la aprobación de la Declaración de Derechos (1689), que consagraba definitivamente la hegemonía del Parlamento y las libertades ciudadanas en la constitución política inglesa; de hecho, Guillermo se desentendería prácticamente de la política interior, dejando desarrollarse el gobierno parlamentario.

Fueron los asuntos internacionales los que absorbieron su atención desde que el apoyo de Luis XIV a Jacobo II arrastró a una nueva guerra con Francia (1689-97). La unión dinástica entre Inglaterra y Holanda proporcionó a Guillermo III una hegemonía marítima llamada a perdurar a largo plazo como un componente esencial del poderío británico en el mundo; con tal arma encabezó la «gran alianza» formada contra las ambiciones hegemónicas de Luis XIV, introduciendo otro elemento duradero en la política exterior británica, el principio del equilibrio europeo.

Por la Paz de Ryswick (1697), Luis XIV reconoció por fin a Guillermo como rey de Inglaterra. Sin embargo, la muerte sin descendientes de Carlos II de España (1700) y la aceptación por Luis XIV de la herencia española para la Casa de Borbón desencadenó un nuevo conflicto: Guillermo III de Inglaterra se enfrentó otra vez a las ambiciones francesas formando una nueva coalición con los Habsburgo contra la candidatura de Felipe V; pero murió cuando realizaba los preparativos militares para la Guerra de Sucesión Española (1701-14).

Poco antes de morir, Guillermo aprobó la Ley de Asentamiento (1701), que excluía del Trono inglés a los católicos, por la cual, si bien a Guillermo III le sucedió Ana I de Gran Bretaña (hija de Jacobo II), al morir ésta la Corona recaería sobre la Casa de Hannover.


Carlos II de España
(Llamado el Hechizado; Madrid, 1661-1700) Rey de España, último de la Casa de Habsburgo (1665-1700). Hijo de Felipe IV y de Mariana de Austria, Carlos II heredó el trono al morir su padre en 1665, permaneciendo bajo la regencia de su madre hasta que alcanzó la mayoría de edad en 1675. Parece ser que los sucesivos matrimonios consanguíneos de la familia real produjeron tal degeneración que Carlos creció raquítico, enfermizo y de corta inteligencia, además de impotente, lo que acarrearía un grave conflicto sucesorio al morir sin descendencia y extinguirse así la rama española de la Casa de Habsburgo.

Carlos II de España (retrato de Juan Carreño)
Carlos II recibió el reino en una situación turbulenta, marcada por las luchas por el poder que enfrentaron a la reina regente Mariana de Austria y sus validos (Fernando de Valenzuela y Juan Everardo Nithard) con el ambicioso militar Juan José de Austria (hijo bastardo de Felipe IV), cuyas aspiraciones al trono pronto se hicieron patentes. Apoyándose en la nobleza, don Juan José de Austria marchó sobre Madrid y tomó el poder en 1677, pero murió tan sólo dos años después.
Como Carlos II era incapaz de gobernar por sí mismo, siguió confiando el poder a validos como el duque de Medinaceli (1680-85), el conde de Oropesa (1685-91 y 1695-99) y el cardenal Fernández de Portocarrero (1699-1700). Durante este tiempo se arreglaron dos matrimonios sucesivos para el rey, con María Luisa de Orléans (muerta en 1689) y con Mariana de Neoburgo; la desesperación de la corte por no lograr descendencia para continuar la dinastía llevó a intentar incluso someter al rey a exorcismos, por si fuera cierto que estaba hechizado.
Al verse cada vez más claro que el rey moriría sin descendencia, las potencias europeas empezaron a tomar posiciones para aprovechar el vacío de poder que ello crearía: Austria defendía los derechos sucesorios del archiduque Carlos (el futuro emperador Carlos VI) para intentar recuperar la herencia de los Habsburgo y evitar cualquier tentación hegemónica de Francia.
Pero Luis XIV de Francia maniobró hábilmente para impedir la reedición del imperio de Carlos V y convertir a España en un territorio satélite; por la Paz de Ryswick, de 1697, Luis XIV hizo a España concesiones que, con el apoyo de influyentes personajes de la corte madrileña, moverían a Carlos II a designar heredero a Felipe de Anjou, nieto del mismo Luis XIV (dos testamentos anteriores en favor de José Fernando de Baviera quedaron sin efecto al morir aquél en 1699).
Tras la muerte de Carlos II se produjo una larga Guerra de Sucesión (1701-14) que enfrentó a los partidarios del archiduque Carlos (apoyado por Austria, Inglaterra, Portugal, Holanda, Prusia, Saboya y Hannover) contra los de Felipe de Anjou, quien, apoyado por Francia, consiguió imponerse como rey de España con el nombre de Felipe V, instaurando en el trono español una rama de la Casa de Borbón.
La debilidad del poder real durante la época de Carlos II y la incapacidad del propio monarca fueron a la vez causa y expresión de la decadencia de la Monarquía de los Austrias en España. Las guerras sostenidas previamente contra Francia se habían saldado con sucesivas derrotas: cesión del Franco Condado por la Paz de Nimega (1678), pérdida de Luxemburgo por la Tregua de Ratisbona (1684), invasión francesa de Cataluña (1691).
La Paz de Utrecht (1713), que puso fin a la Guerra de Sucesión, puede considerarse como la culminación de esa decadencia, pues, a cambio de permitir la instauración de un Borbón en el trono de España, austriacos e ingleses exigieron compensaciones territoriales a costa de España, que perdió sus posesiones en los Países Bajos e Italia (en beneficio de Austria) y también Gibraltar y Menorca (que pasaron a Inglaterra).

Felipe V

(Felipe de Borbón o de Anjou, llamado el Animoso; Versalles, Francia, 1683 - Madrid, 1746) Rey de España (1700-1746). Segundo hijo del gran delfín Luis de Francia y de María Ana Cristina de Baviera, fue designado heredero de la Corona de España por el último rey español de la dinastía de los Habsburgo, Carlos II, que murió sin descendencia. La coronación de Felipe de Anjou en 1700 como Felipe V de España supuso el advenimiento de la dinastía borbónica al trono español.

En su primera etapa, el reinado de Felipe V estuvo tutelado por su abuelo, Luis XIV de Francia, a través de una camarilla de funcionarios franceses encabezada por la princesa de los Ursinos. Esta circunstancia indignó a la alta nobleza y la oligarquía españolas y creó un clima de malestar que se complicó cuando el archiduque Carlos de Austria (el futuro emperador Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico) comenzó a hacer efectivas sus pretensiones a la Corona española, con el apoyo de los antiguos reinos de la Corona de Aragón, pues los catalanes mantenían su resentimiento hacia los franceses a raíz de la pérdida del Rosellón y la Cerdaña transpirenaicos.
Tras contraer matrimonio con Maria Luisa Gabriela de Saboya, Felipe V marchó a Nápoles en 1702 para combatir a los austriacos. Poco después regresó a España para hacer frente a los ataques de la coalición angloholandesa que apoyaba al archiduque Carlos de Austria y que precedieron al estallido de la guerra de Sucesión en 1704. El largo conflicto internacional adquirió en España un carácter de guerra civil en la que se enfrentaron las antiguas Coronas de Castilla y Aragón.
En 1707, la situación se tornó crítica para el soberano español, dado que, si bien había obtenido algunas victorias importantes, perdió el apoyo de Luis XIV de Francia, quien hubo de retirarse de la contienda a raíz de los reveses sufridos en el continente. Sin embargo, al margen de las alternativas en el campo de batalla, la muerte del emperador austriaco José I y la coronación como emperador del archiduque Carlos de Austria en 1711 dieron un vuelco radical a las cosas.
Si el origen del conflicto había sido el peligro de una unión de Francia y España, a pesar de la cláusula que lo impedía en el testamento de Carlos II, la nueva situación dio lugar a que británicos y holandeses dejaran de apoyar a Austria, también por razones geoestratégicas, y negociaran con España los tratados de Utrecht, de 1713, y de Rastadt, del año siguiente, por los que Felipe V cedía su soberanía sobre los Países Bajos, Menorca, Gibraltar, la colonia de Sacramento y otras posesiones europeas y al mismo tiempo renunciaba a sus derechos sucesorios en Francia, a cambio de lo cual era reconocido como rey de España.
Los catalanes, que entretanto habían proseguido la guerra en solitario, capitularon finalmente en 1715. El monarca emprendió entonces una profunda reforma administrativa del Estado de carácter centralista, cuyas líneas más significativas fueron el fortalecimiento del Consejo de Castilla y el Decreto de Nueva Planta de la Corona de Aragón, por el que disolvía sus principales instituciones y reducía al mínimo su autonomía.
Tras enviudar, Felipe V se casó enseguida con Isabel de Farnesio, quien se convirtió en su principal consejera y, tras apartar al grupo francés, tomó las riendas del poder con el propósito de asegurar el futuro de sus hijos, Carlos y Felipe. A través del cardenal Alberoni, promovió las campañas de Italia y de los Pirineos con la intención de recuperar los territorios perdidos a raíz de la guerra, pero la intervención británica impidió su propósito.
En 1723, a la muerte del regente francés, Felipe V abdicó en favor de su hijo Luis con la esperanza de reinar finalmente en Francia. Sin embargo, la muerte de Luis I ese mismo año a causa de la viruela lo llevó de nuevo al trono español. Esta segunda etapa de su reinado estuvo señalada por el avance de su enfermedad mental y el control que su esposa ejercía sobre los asuntos del reino. Las guerras de Sucesión de Polonia y Austria originaron los pactos de familia con Francia de 1733 y 1743, que clarificaron el futuro de los hijos de Isabel de Farnesio, al asegurar al infante Carlos el trono de España y al infante Felipe el Milanesado, Parma y Plasencia.
La ocupación de este territorio suscitó el bloqueo naval por parte de Gran Bretaña, cuyas graves consecuencias económicas para España no llegó a ver el rey Felipe. Le sucedió en el trono Fernando VI (1746-1759), último hijo de su primer matrimonio con Maria Luisa Gabriela de Saboya; al morir sin descendencia Fernando VI, el trono español recayó en Carlos III (1759-1788), primogénito del segundo matrimonio de Felipe V con Isabel de Farnesio.

Fernando VI

Rey de España (Madrid, 1712 - Villaviciosa de Odón, Madrid, 1759). Era hijo del primer matrimonio de Felipe V, a quien sucedió al morir en 1746 (y no en 1724, al morir su hermano Luis I, como habría exigido la norma sucesoria de la Casa de Borbón, ya que la reina Isabel de Farnesio empujó a Felipe V a recuperar el trono y mantenerlo el resto de su vida).
Comenzó su reinado eliminando la influencia de la reina viuda Isabel de Farnesio y de su grupo de cortesanos italianos; de tiempos de su padre conservó, sin embargo, al marqués de La Ensenada como secretario de Hacienda, Marina e Indias, equilibrando su poder con el nombramiento de José de Carvajal para la Secretaría de Estado. La pugna entre ambos terminó en 1754, al morir Carvajal y caer Ensenada, pasando Ricardo Wall a ser el nuevo «hombre fuerte».
La política exterior de Fernando VI se orientó a conservar la paz, liquidando el belicismo del reinado anterior; con ello se pretendía reducir el peso de los gastos militares y concentrar las energías sobre el desarrollo interior. Terminada la Guerra de Sucesión austriaca (1740-48), España no intervino en nuevos conflictos. Antes al contrario, la Monarquía buscó su lugar en el equilibrio europeo firmando acuerdos con Portugal (Tratado de Límites, 1750) y con Inglaterra (Convenio de Compensación, 1750; Tratado de Aranjuez, 1752).
Los peligros de la situación italiana se conjuraron concertando una alianza matrimonial entre la hermana de Fernando VI y el heredero del Trono de Saboya (1750) y un tratado defensivo con Austria y Saboya (1752). El estallido de la Guerra de los Siete Años (1756-63) no desvió a España de su posición neutral, resistiendo las ofertas que hicieron tanto Francia como Inglaterra para intervenir en la contienda.
El pacifismo del reinado de Fernando VI permitió a sus ministros concentrarse sobre la reconstrucción económica y financiera del país. El proyecto de Ensenada pasaba por la implantación en Castilla de una Única Contribución directa proporcional a las fortunas familiares, medidas en virtud de un catastro que se levantó al efecto (1749-56); las dificultades y resistencias que suscitó aquella operación, sin embargo, hicieron que no pudiera ser aplicada hasta el reinado de Carlos III (1760), y aun entonces sólo de forma transitoria y parcial.
Otras medidas de reforma de la Hacienda fueron más eficaces: la administración directa de las Rentas Provinciales y la acción de los intendentes (a los que se dio una nueva ordenanza en 1755) permitieron prescindir de los arrendatarios particulares que mediatizaban la recaudación de los impuestos en beneficio propio; al mismo tiempo, la centralización de las transacciones exteriores del Estado en la oficina del Real Giro (1751-52) permitió prescindir de la costosa intermediación de banqueros y asentistas. Con todo ello mejoraron los ingresos de la Hacienda Real y, al mismo tiempo, se aligeró la presión fiscal, facilitando la recuperación económica.
La bonanza financiera del reinado permitió impulsar la reconstrucción de la Marina, vital para mantener el comercio trasatlántico y el imperio americano. Un nuevo Concordato con el Papado (1753) completó la obra de reforzamiento de la autoridad de la Corona en una línea regalista, al obtener el rey el derecho de patronato sobre las iglesias de Granada e Indias y renunciar el papa a apropiarse de los expolios y vacantes (herencias de los obispos fallecidos).
Como monarca ilustrado, Fernando VI de España protegió las ciencias y las artes (especialmente la música), caracterizándose su reinado por un florecimiento cultural: creación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1752) y de las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País. Aquejado de problemas mentales, que se agravaron al quedar viudo de su única esposa, Bárbara de Braganza (1758), se retiró a su palacio de Villaviciosa, donde murió sin dejar descendencia, sucediéndole su hermano de padre, Carlos III, hasta entonces rey de Nápoles.

Carlos III

Rey de Nápoles (1734-1759) y de España (1759-1788), perteneciente a la Casa de Borbón (Madrid, 1716-1788). Era el tercer hijo de Felipe V y el primero que tuvo con su segunda mujer, Isabel de Farnesio, por lo que fue su hermanastro Fernando VI, quien sucedió a su padre en el Trono español.

Carlos sirvió a la política familiar como una pieza en la lucha por recuperar la influencia española en Italia: heredó inicialmente de su madre, Isabel de Farnesio los ducados de Parma, Piacenza y Toscana (1731); pero más tarde, al conquistar Nápoles Felipe V en el curso de la Guerra de Sucesión de Polonia (1733-35), pasó a ser rey de aquel territorio con el nombre de Carlos VII.
La muerte sin descendencia de Fernando VI, sin embargo, hizo recaer en Carlos la Corona de España, que pasó a ocupar en 1759, dejando el trono de Nápoles a su tercer hijo, Fernando IV. Una vez superado el «motín de Esquilache» (1766), que fue un estallido tradicionalista instigado por la nobleza y el clero contra los aires renovadores que traía Carlos III, se inició una larga y fructífera etapa en su reinado.
En cuanto a la política exterior, el tercer Pacto de Familia firmado con Francia en 1761 alineó a España con Francia en su conflicto permanente con Gran Bretaña. Ello llevó a España a intervenir en la Guerra de los Siete Años (1756-63) y en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos de América (1775-83); como resultado final de ambas, España recuperó Menorca, pero no Gibraltar (al fracasar el asedio realizado entre 1779 y 1782).
A partir de entonces, las dificultades financieras obligaron a volver a la política «pacifista» del reinado de Fernando VI, mientras se ensayaban diversas mejoras en la Hacienda Real, como la emisión de vales reales (primer papel moneda) o la creación del Banco de San Carlos (primer banco del Estado).
En la línea del despotismo ilustrado propio de su época, Carlos III realizó importantes reformas -sin quebrar el orden social, político y económico básico- con ayuda de un equipo de ministros y colaboradores ilustrados como el marqués de Esquilache, el conde de ArandaPedro Rodríguez de Campomanes, el conde de Floridablanca, Ricardo Wall y Jerónimo Grimaldi. Reorganizó el poder local y las Haciendas municipales, poniéndolos al servicio de la Monarquía.
Carlos III puso coto a los poderes de la Iglesia, recortando la jurisdicción de la Inquisición y limitando -como aconsejaban las doctrinas económicas más modernas- la adquisición de bienes raíces por las «manos muertas»; en esa pugna por afirmar la soberanía estatal expulsó de España a los jesuitas en 1767. Fomentó la colonización de territorios despoblados, especialmente en la zona de Sierra Morena, donde las «Nuevas Poblaciones» contribuyeron a erradicar el bandolerismo, facilitando las comunicaciones entre Andalucía y la Meseta. Reorganizó el ejército, al que dotó de unas ordenanzas (1768) destinadas a perdurar hasta el siglo XX.
Creó además la Orden de Carlos III para premiar el mérito personal, con independencia de los títulos heredados. Protegió las artes y las ciencias; apoyó a las Sociedades Económicas de Amigos del País, en donde se agrupaban los intelectuales más destacados de la Ilustración española; sometió las universidades al patronazgo real y creó en Madrid los Estudios de San Isidro (1770) como centro moderno de enseñanza media destinado a servir de modelo. Creó manufacturas reales para subvenir a las necesidades de la Monarquía (cañones, pólvora, armas blancas, cristal, porcelana), pero también para estimular en el país una producción industrial de calidad. En esa misma línea, impulsó la agricultura (decretando el libre comercio de granos y organizando cultivos experimentales en las huertas reales de Aranjuez) y el comercio colonial (formando compañías como la de Filipinas y liberalizando el comercio con América en 1778).
Cuando el rey murió en 1788 terminó la historia del reformismo ilustrado en España, pues el estallido de la Revolución francesa al año siguiente provocó una reacción de terror que convirtió el reinado de su hijo y sucesor, Carlos IV, en un periodo mucho más conservador. Y, enseguida, la invasión francesa arrastraría al país a un ciclo de revolución y reacción que marcaría el siglo siguiente, sin dejar espacio para continuar un reformismo sereno como el que había desarrollado Carlos III.
Entre los aspectos más duraderos de su herencia quizá haya que destacar el avance hacia la configuración de España como nación, a la que dotó de algunos símbolos de identidad (como el himno y la bandera) e incluso de una capital digna de tal nombre, pues se esforzó por modernizar Madrid (con la construcción de paseos y trabajos de saneamiento e iluminación pública) y engrandecerla con monumentos (de su época datan la Puerta de Alcalá, el Museo del Prado -concebido como Museo de Ciencias- o la inauguración del Jardín Botánico) y con edificios representativos destinados a albergar los servicios de la creciente Administración pública.
El impulso a los transportes y comunicaciones interiores (con la organización del Correo como servicio público y la construcción de una red radial de carreteras que cubrían todo el territorio español convergiendo sobre la capital) ha sido, sin duda, otro factor político que ha actuado en el mismo sentido, acrecentando la cohesión de las diversas regiones españolas.

Carlos IV de España

Rey de España (Portici, Nápoles, 1748 - Roma, 1819). Sucedió a su padre, Carlos III, al morir éste en 1788. Fue un rey poco inclinado a los asuntos de gobierno, que dejó en gran medida en manos de su esposa María Luisa de Parma y del amante de ésta, Manuel Godoy. Inicialmente siguió el consejo de su padre de mantener en el poder a Floridablanca, pero en 1792 acabó por sustituirlo, primero por el conde de Aranda y luego por Godoy, que se mantendría como valido hasta el final del reinado.

El reinado de Carlos IV vino marcado por la Revolución francesa de 1789, que puso fin a los proyectos reformistas de la etapa anterior y los sustituyó por el conservadurismo y la represión, ante el temor a que tales hechos se propagaran a España. Desde 1792, además, el desarrollo de los acontecimientos en Francia condicionó la política internacional en toda Europa y arrastró también a España: tras la ejecución de Luis XVI por los revolucionarios, España participó junto a las restantes monarquías europeas en la Guerra de la Convención (1794-95), en la que resultó derrotada por la Francia republicana.
Cambió entonces Godoy el signo de la política exterior, alineándose España con Francia por los dos tratados de San Ildefonso (1796 y 1800); en consecuencia, España colaboró con Francia en su guerra contra Inglaterra de 1796-97, de nuevo en 1801 atacando a Portugal (Guerra de las Naranjas, que proporcionó a España la población de Olivenza) y, por último, en 1805, poniendo la flota española a disposición de Francia para enfrentarse a Gran Bretaña en la batalla de Trafalgar (en la que se perdió la escuadra).
Con tal sucesión de guerras se agravó hasta el extremo la crisis de la Hacienda. Los ministros de Carlos IV se mostraron incapaces de solucionarla, pues el temor a la revolución les impedía introducir las necesarias reformas, que hubieran lesionado los intereses de los estamentos privilegiados, alterando el orden tradicional.
La descomposición de la monarquía se agudizó tras el Motín de Aranjuez (1808), por el que el príncipe heredero, Fernando VII, apartó a su padre del Trono y se puso en su lugar. Carlos IV llamó entonces en su auxilio a Napoleón, con quien había acordado poco antes dejar paso libre a las tropas francesas para invadir Portugal y repartir luego el país entre ambos; pero, aprovechando la debilidad de los Borbones españoles, Napoleón prefirió ocupar también España (dando comienzo la «Guerra de la Independencia», 1808-14) y se llevó a la familia real a Bayona (Francia).
Allí hizo que Fernando VII devolviera la Corona a Carlos, que a su vez se la cedió a Napoleón -como le había prometido-, para que éste terminara por entregarla a su hermano José I. Carlos permaneció prisionero de Napoleón hasta la derrota final de éste en 1814; pero en aquel año fue Fernando VII el repuesto en el Trono español, manteniendo a su padre desterrado por temor a que le disputara el poder. Carlos y su esposa murieron exiliados en la corte papal.

Gaspar Melchor de Jovellanos

(Gijón, España, 1744 - Vega, id., 1811) Político y escritor español. Hijo de una familia de la pequeña nobleza, estudió en Oviedo, Ávila y Alcalá, en cuyo colegio de San Ildefonso se doctoró en cánones a los veintiún años de edad. Tras finalizar los estudios, ingresó en la Administración, y en 1767 fue trasladado a Sevilla para desempeñar el cargo de alcalde del Crimen.

Ya en fecha muy temprana empezó a compatibilizar sus tareas laborales con su afición por el estudio y la escritura, influido siempre por las corrientes ilustradas. En 1787 presentó el drama El delincuente honrado, escrito en 1773, y por las mismas fechas se aproximó a la poesía con las epístolas Jovino a sus amigos de Salamanca, de tono moralizante y neoclásico, y A sus amigos de Sevilla, de contenido sentimental.
En 1797, tras un breve período como embajador en Rusia, fue nombrado secretario de Gracia y Justicia, pero sólo pudo ocupar el cargo durante un año debido a las presiones ejercidas por Manuel Godoy para lograr su destitución. Durante este breve período destacó por su voluntad reformista y por su lucha contra la Inquisición y las propiedades de la Iglesia.
Tras ser relevado del cargo regresó a Gijón, donde ejerció como consejero de Estado, aunque también por poco tiempo, puesto que se vio afectado por la oleada de conservadurismo antiilustrado de la época. Se le acusó de haber introducido en España una copia de El contrato social de Rousseau, libro prohibido en aquel momento, y por ello fue encarcelado y deportado a Mallorca (marzo de 1801).
Hasta mayo de 1802 residió en la cartuja de Valldemosa, en la cual escribió Memoria sobre educación pública, obra en la que defendía la necesidad de establecer la enseñanza del catalán en Mallorca, al tiempo que proponía la creación de un centro educativo en la isla. Posteriormente fue confinado en el castillo de Bellver, en donde sufrió un período de incomunicación forzosa que aprovechó para redactar varias obras, entre las cuales destacan las Memorias históricas sobre el castillo de Bellver, publicadas póstumamente, y un Tratado teoricopráctico de la enseñanza. Sólo fue liberado tras el motín de Aranjuez, en marzo de 1808, tres años antes de su muerte.

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LA ESPAÑA DE LOS BORBONES (CANAL ARTEHISTORIA)



EL SIGLO XVIII EN ESPAÑA (LOS BORBONES)




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