lunes, 29 de febrero de 2016

2º ESO- EL NACIMIENTO DEL MUNDO MODERNO

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MAPAS CONCEPTUALES










INFORMACIÓN EXTRA

EL CONCILIO DE TRENTO
En esta época un acontecimiento decisivo para la iglesia católica fue el CONCILIO DE TRENTO.

Concilio de Trento (1545-1563):
Decimonoveno concilio ecuménico de la Iglesia católica. Convocado con la intención de responder a la Reforma protestante, supuso una reorientación general de la Iglesia y definió con precisión sus dogmas esenciales. Los decretos del Concilio, confirmados por el papa Pío IV el 26 de enero de 1564, fijaron los modelos de fe y las prácticas de la Iglesia hasta mediados del siglo XX.

Necesidad de reformas:
Todo el mundo consideraba necesario, a finales del siglo XV y principios del XVI, la convocatoria de un concilio que reformara la disciplina de la Iglesia. Los papas renacentistas gastaban grandes sumas en lujos, vendían puestos eclesiásticos, elegían para cargos a menores de edad, y ejercían el nepotismo. Los obispos residían lejos de sus diócesis y acumulaban cargos. La formación de los sacerdotes estaba muy descuidada. En 1518 Lutero subrayó la necesidad de celebrar un concilio que afrontara las polémicas surgidas. En la Dieta de Worms (1521) acusó al papa de ejercer la tiranía. El Concilio de Letrán (1512-1517) se había quedado muy corto en limitar los excesos y concluyó sus deliberaciones antes de que se plantearan las nuevas cuestiones suscitadas por Lutero. Carlos V, con sus territorios alemanes en un proceso de profunda división, presionó para su convocatoria todo lo que pudo. Llegó a considerar deponer por la fuerza a Clemente VII. Se veía más necesaria que nunca la unión de los países cristianos para hacer frente a la amenaza turca. Pablo III fue elegido papa (1534) debido, en parte, a su promesa de convocar un concilio. Asumió sinceramente el compromiso de unir a los católicos y lograr una reconciliación con los protestantes.

   

Obstáculos:
El principal lo constituyó el Clemente VII, básicamente por intereses personales, que siempre dio largas al asunto. Temía que una reunión de este tipo pudiera favorecer la teoría que afirmaba que la autoridad suprema de la Iglesia recaía en los concilios y no en el pontífice. Las dificultades políticas que el luteranismo planteó a Carlos V hicieron que otros gobernantes se mostraran reacios a apoyar cualquier acción que pudiera fortalecer el poder del emperador. Enrique VIII cambió de estrategia en función de sus intereses respecto a la anulación de su matrimonio. Francisco I llegó a impedir la asistencia de los obispos franceses y a decretar que no se consideraría afectado por sus resoluciones. A partir de la creación de la Liga de Esmalcalda (1535) los principes alemanes cambian de estrategia y dejan de reclamar un concilio.

Primera fase (1545-1547):
Tras los fallidos intentos para que éste tuviera lugar en Mantua (1537) y en Vicenza (1538), el Concilio inauguró sus sesiones en Trento el 13 de diciembre de 1545. Con escasa participación al principio, y nunca libre de obstáculos políticos, aumentó de forma progresiva el número de asistentes y su prestigio a lo largo de las tres fases en que se desarrolló. En muchos aspectos, esta primera fase fue la que tuvo mayor alcance. Una vez fijadas las numerosas cuestiones de procedimiento, fueron abordados los principales temas doctrinales planteados por los protestantes. Uno de los primeros decretos afirmaba que las Escrituras tenían que ser entendidas dentro de la tradición de la Iglesia, lo que representaba un rechazo implícito del principio protestante de ‘sólo Escrituras’. El largo y elaborado decreto sobre la justificación condenaba el pelagianismo, doctrina herética a la que también era contrario Lutero, aunque intentaba al mismo tiempo definir un papel para la libertad humana en el proceso de la salvación. Esta sesión también se ocupó de ciertas cuestiones disciplinarias, como la obligación de los obispos de residir en las diócesis de las que fueran titulares.

El traslado a Bolonia (1547):
El traslado del concilio a Bolonia por decisión papal crea nuevas tensiones con Carlos V, que da instrucciones a españoles y napolitanos para que permanezcan en Trento. El pretexto para trasladarlo a un territorio bajo dominio del papa fue una discutible plaga. Después de una interrupción, provocada por una profunda desavenencia política entre Pablo III y Carlos V, la segunda fase del Concilio (1551-1552), convocada por el nuevo papa Julio III, centró su atención en el tema de los sacramentos. Esta sesión, boicoteada por la legación francesa, fue continuada por algunos representantes protestantes.
   

Tercera fase (1561-1563):
El elector Mauricio de Sajonia, aliado de Carlos I, lanzó un ataque furtivo sobre éste. Tras derrotar a las tropas imperiales, avanzó sobre el Tirol, con lo que puso en peligro a la propia ciudad de Trento. Esta amenaza provocó una nueva interrupción en abril de 1552. Julio III murió en 1555. Tras el corto papado de Marcelo II (23 días) fue elegido Pablo IV en 1555. Llevó a cabo reformas en la Iglesia, pero no convocó la continuación del concilio. Carlos I abdicó en 1556 y dividió sus estados entre su hijo Felipe y su hermano Fernando de Austria. Pío IV fue elegido Papa en 1559 y se mostró dispuesto a la continuación del concilio. Sin embargo, Fernando I y Francisco I preferían un concilio nuevo en una ciudad diferente a Trento y, además, los protestantes se oponían frontalmente a un concilio. Tras nuevos retrasos se reabrió el 18 de enero de 1562 y ya continuó hasta su clausura el 4 de diciembre de 1563. Constituye el periodo conciliar más importante de los tres. El Emperador intentó, al igual que hizo en su momento con la Dieta de Worms, que estuvieran representadas todas las partes, incluyendo a los protestantes, para que el concilio fuese verdaderamente ecuménico. Reiteró las invitaciones a los protestantes en los tres periodos y les ofreció salvoconductos. Sin embargo, sólo tenían derecho de palabra; al haber sido excomulgados no tenían derecho a voto. Esto, unido a las frecuentes escaramuzas militares y al complicado mapa político alemán, hizo que finalmente no acudiesen delegados protestantes. En las deliberaciones de esta su última etapa se impusieron las cuestiones disciplinarias, para hacer hincapié en el problema pendiente de la residencia episcopal, considerado por todas las partes clave para la auténtica aplicación de una reforma eclesiástica. El hábil legado pontificio Giovanni Morone armonizó posturas opuestas y logró clausurar el Concilio. En 1564 Pío IV publicó la Profesión de la fe tridentina (por Tridentum, el antiguo nombre romano de Trento), resumiendo los decretos doctrinales del Concilio. Sin embargo, a pesar de su duración, el Concilio nunca se ocupó del papel del pontificado en la Iglesia, un tema planteado repetidas veces por los protestantes. Entre los muchos teólogos que participaron en sus sesiones, Reginald Pole, Diego Laínez, Melchor Cano, Domingo de Soto y Girolamo Seripando, fueron los que desarrollaron una actividad más intensa en los debates. También fue muy importante la actuación desarrollada por los miembros de la Compañía de Jesús.

Significado y trascendencia del concilio:
El Concilio de Trento definió algunos dogmas incontestables: el hombre tiene libre albedrío e inclinación natural al bien; la fe se obtiene a través de las Sagradas Escrituras y se complementa con la tradición de la Iglesia, establecida por textos de padres y doctores de la Iglesia y concilios; la misa es un sacrificio y una acción de gracias; la eucaristía supone una transubstanciación real; la Iglesia es el instrumento querido por Dios, guiada por el Espíritu Santo es santa, católica, romana y apostólica. También fueron acordados principios de procedimiento y disciplina: residencia episcopal; obediencia del obispo al papa (pero reconociéndose las excepciones de los estados con regio patronato, como España y Francia); condiciones del reclutamiento sacerdotal (edad, ciencia adquirida, independencia material, además de establecerse la creación de seminarios episcopales para la formación sacerdotal); invitación a las órdenes religiosas para observar sus reglas fundacionales. Además de la resolución de cuestiones doctrinales, teológicas y disciplinarias fundamentales para los católicos romanos, el Concilio también impartió entre sus dirigentes un sentido de cohesión y dirección que se convirtió en un elemento esencial para la revitalización de la Iglesia durante la Contrarreforma. Los historiadores actuales opinan que las decisiones conciliares fueron interpretadas y aplicadas en un sentido más estricto del que pretendieron sus participantes, y algunos creen que tuvo menos importancia en el resurgimiento del catolicismo romano que otros factores. No obstante, la designación de ‘era tridentina’ para los siglos comprendidos entre Trento y el Concilio Vaticano II, refleja la decisiva trascendencia que tuvo el Concilio en la Iglesia católica moderna.


Fuente: http://www.mgar.net/var/trento.htm


EL ORIGEN DE LA BANCA MODERNA
La Banca empieza a desarrollarse y a parecerse a lo que hoy denominamos negocio de intermediación financiera durante la Edad Media. El mantenimiento durante siglos de la especialización bancaria consolidada a finales del Imperio Romano produjo un estancamiento en el desarrollo bancario. Tanto la contracción del comercio europeo como la oposición de la Iglesia que condenaba el préstamo a interés, generaron hasta el siglo XI un cierto letargo de la banca. Fueron las Cruzadas las que provocaron con los grandes movimientos de personas, tropas y bagajes un claro renacimiento de la actividad comercial a lo largo y ancho del Mediterráneo lo que estimuló la aparición de nuevos instrumentos financieros.


Basándose en las prohibiciones eclesiásticas, la hipótesis tradicional considera a los Judíos como iniciadores de la Banca moderna pero hoy sabemos que los cristianos supieron salvar todas esas prohibiciones con hábiles procedimientos que trataremos en otra Nota. Además, la actividad de los banqueros judíos no fue tan universal como se había venido defendiendo ya que salvo en España y el Languedoc, nunca representaron un papel preponderante en el negocio financiero. Sin embargo, es evidente que las prohibiciones y limitaciones legales a la adquisición de propiedades rurales fueron determinantes en su decisión de dedicarse a las actividades mercantiles y bancarias.

También muy pronto aparecen como prestamistas de dinero algunos Monasterios. Las grandes propiedades de las que eran dueños o usufructuarios y las rentas obtenidas de ellas les permitían realizar préstamos de dinero que a veces se garantizaban con hipotecas constituidas sobre propiedades rurales. Estos préstamos no eran muy lucrativos y su interés era muy bajo ya que la idea fundamental de estas operaciones era arrancar de las garras de los usureros al pueblo llano. De ahí nace la idea de los Montes de Piedad y de las Cajas de Ahorros que dejamos para posteriores Notas.

Lo mismo puede decirse de las nuevas instituciones religiosas nacidas en el siglo XII como los caballeros de la Orden del Temple que se significaron como tesoreros reales y garantes de los compromisos financieros de San Luis rey de Francia. Los templarios comenzaron a ejercer estas funciones con el objeto de recaudar fondos para el Papado y las Cruzadas pero terminaron convirtiéndose, gracias a la red de casas y monasterios que gestionaban y al origen aristocrático de casi todos sus miembros, en banqueros de reyes, mercaderes y comerciantes.


La intolerancia religiosa de los siglos XI y XII dio lugar a la persecución de los Judíos y culminó con su expulsión de diversos reinos. Los almohades prohibieron la práctica del judaísmo en Al-Ándalus sobre 1140 y Felipe Augusto de Francia los expulsó de sus dominios tras confiscar sus bienes en 1182. En 1290, Eduardo I de Inglaterra firmó el decreto de expulsión y ya en el siglo XIV, los reyes de Francia volvieron a expulsarlos en 1306, 1321, 1322 y 1394. A lo largo del cuatrocientos se repitieron las persecuciones y expulsiones en Austria (1421), Parma (1488), Milán (1490), Castilla y Aragón (1492), Lituania (1495), Portugal (1496), Navarra (1498) y Provenza (1500). Brandenburgo (1510), Túnez (1535), Nápoles (1541), Génova (1550), Baviera (1554) y los Estados Pontificios (1569 y 1593) completan la lista de estados que decretaron la expulsión de los judíos. Resulta curioso que siendo la base teórica de las persecuciones las prohibiciones eclesiásticas fuera el Papa el último en decretar su expulsión.

Todas estas decisiones provocaron grandes movimientos de población entre los diversos reinos europeos y contribuyeron a expandir los conceptos financieros manejados por los experimentados banqueros judíos y a su sustitución progresiva por Lombardos y Cahorsinos que no estaban afectados por las prohibiciones eclesiásticas. Tal fue la importancia de las familias de comerciantes lombardos convertidos en banqueros que en centroeuropa sigue llamándose lombardo al tipo de interés aplicado a los anticipos sobre títulos y Lombard Street es la calle de Londres donde aún siguen establecidos muchos bancos de la City. Aún así tuvieron que recurrir en más de una ocasión a la protección de la Curia Pontificia que los necesitaba como mercatores vel cambiatores papae. Sus operaciones típicas eran los préstamos garantizados con hipoteca y sus operaciones habituales financiaban más el consumo que la inversión. Los italianos, en especial los Lombardos, que gozaban desde antiguo de exenciones en materia eclesiástica, financiaron el comercio con Oriente y a partir del siglo XII extendieron sus actividades al resto de los reinos de Europa.

Las grandes ferias comerciales que merecen, sin duda alguna, más de una Nota futura dieron lugar a considerables movimientos de fondos, lo que unido a la inseguridad de los caminos movió a los banqueros a idear procedimientos de transferencia de dinero que no requirieran su transporte y así nació la Letra o Carta de pago por la que se rogaba a un colega que pagara una cantidad determinada al portador de la misma.


La mayoría de los historiadores económicos coinciden en que la Banca nació más del cambio de moneda que del préstamo. Los cambistas aceptaban la custodia de las monedas confiadas por sus clientes y las ponían a su disposición en el momento en que las necesitaban. Sobre este fondo, el cambista se encargaba de efectuar pagos por cuenta de su depositante y pronto obtuvo autorización para invertirlo por su cuenta comprometiéndose a entregar al cliente cuando lo pidiera una suma equivalente a la depositada. Hacia 1155 aparecen los Bancherius genoveses y a finales de ese siglo ya se tienen noticias de compensaciones, pagos efectuados a nombre de clientes y giros realizados sobre depósitos a discrezione que los clientes entregaban a cambio de un interés. En el siglo XIV aparece la polizza, documento precursor del cheque y los Banchi di Scritta que asentados en la veneciana Piazza di Rialto además de realizar las funciones financieras ya conocidas, crearon una especie particular de préstamo mediante la expansión de la Conta di banco que se utilizó como una auténtica moneda fiduciaria ya que eran depósitos bancarios transferibles sin limitación, basados en la confianza y equivalentes a la circulación a descubierto.

Entre las Compañías de este tipo destacan las familias Accaiuoli, Peruzzi, Bardi, Alberti y sobre todos ellos, los Médici. Estos anotaban en sus libros los depósitos y saldos de sus clientes y mediante una hábil compensación de partidas efectuaban los reglamentos de cuentas evitando la circulación monetaria.


Es claro, por tanto, que el desarrollo bancario era muy elevado a la llegada del Renacimiento y que si cualquiera de estos banqueros italianos del cinquecento se pasara por una de nuestras sucursales podría extrañarse de los sistemas informáticos pero, en ningún caso, de las o operaciones realizadas.

Fuente: elmaslargoviaje.wordpress.com



LA IMPRENTA Y SU HISTORIA
La imprenta, ese gran invento que tanto ha hecho por la cultura en el mundo y que dejó "descansar" las manos de los monjes.


Aquí tienes su historia: PINCHA AQUÍ.


LA CONTRARREFORMA CATÓLICA
Para contrarrestar la Reforma protestante, la Iglesia católica se reformó a sí misma. Esta contrarreforma fue la obra del Concilio de Trento (1545-1563).

Desde el principio de la Reforma, católicos y protestantes reclamaban un Concilio ecuménico, es decir universal, para reglamentar las cuestiones en litigio. Pero el concilio no se reunió hasta 1545, demasiado tarde para restablecer la unidad cristiana. Se disolvió en 1563, pero como sus trabajos habían sido interrumpidos por dos veces, a consecuencia de las guerras, desde 1549 a 1551, y después desde 1552 a 1560, su duración real fue solamente de ocho años.

En materia de dogma, el Concilio de Trento rechazó todas las proposiciones protestantes. Determinó cuál texto de la Biblia debería en adelante tenerse por auténtico por los católicos; este es el texto llamado de la Vulgata, traducción latina hecha por San Jerónimo en el siglo IV. Mantenía los siete sacramentos, que los protestantes querían reducir a dos. Afirmó la presencia real de Cristo en la eucaristía, negada por los calvinistas y admitida incompletamente por los luteranos. Proclamó que las creencias de la Iglesia reposan en las Santas Escrituras, completadas por la tradición; que la Iglesia de Roma era superior a las demás y que todo católico debía obediencia espiritual al papa, sucesor de San Pedro y vicario de Jesucristo.


En materia de disciplina, el Concilio mantuvo también la organización tradicional de la Iglesia, contentándose con reformar los abusos. Conservó, para las oraciones, el empleo de la lengua latina, considerada como universal. Se negó a admitir el matrimonio de los sacerdotes. Prohibió la acumulación de los beneficios, es decir la posesión por un solo sacerdote de varios cargos eclesiásticos. Decidió que los sacerdotes y los obispos debían residir en sus parroquias y sus obispados, y predicar, para la instrucción de los fieles, por lo menos una vez por semana. Ninguno podía ser obispo si no tenía por lo menos treinta años, ni sacerdote que fuese menor de veinticinco. El concilio recomendó que se creasen, para la formación de los futuros sacerdotes, escuelas especiales; de aquí la fundación de los seminarios, que quiere decir semilleros.

La obra del Concilio de Trento se completó por diferentes medidas tomadas por los papas. Establecieron una comisión encargada de hacer el catálogo o Índice de los libros cuya lectura debía se prohibida, porque podían poner en peligro la fe de los fieles. Esto fue lo que se llamó Congregación del Indice. Reorganizaron la Inquisición o Santo Oficio, encargada especialmente de vigilar al clero y de perseguir y castigar hasta por el fuego a los autores de doctrinas contrarias a los dogmas católicos.

Los jesuitas

Para combatir las doctrinas protestantes, los papas encontraron preciosos auxiliares en las órdenes religiosas. De todas ellas, la que ocupó principal puesto en la historia fue la Compañía de Jesús, fundada en 1540 por el español Ignacio de Loyola.

La compañía, creada para el combate, fue organizada como un cuerpo de ejército, regida por la más severa disciplina, gobernada por un general que disponía de una autoridad absoluta, y sometida enteramente al papa. La regla esencial es, como en un ejército, la obediencia pasiva. El que deseaba ser soldado de Jesús, o jesuita, debía renunciar a tener otra voluntad que la de sus jefes. Debe, dicen las Constituciones, “obedecer como el bastón en manos del viajero” y ser, entre las manos de sus superiores, “como un cadáver”.

Los jesuitas obraron por la predicación, pero sobre todo por la confesión y educación. Supieron atraer a sus colegios a los hijos de los nobles, y hasta a los hijos de los príncipes soberanos. Por los jesuitas fue que Alemania del Sur, y especialmente Baviera y Austria, fueron reconquistados al protestantismo. El mismo éxito tuvieron en la parte de los Países Bajos que forma hoy Bélgica.


Por donde quiera que los jesuitas ejercieron su acción, tuvieron en vista el interés general del catolicismo, y no el interés particular de un soberano o de un Estado. Fueron únicamente los soldados de Cristo; es decir, los soldados del papa, su vicario. Según su divisa, combatieron ad majorem Dei gloriam, “por la mayor gloria de Dios” y por la Iglesia Universal. En esto fueron internacionalistas, lo que despertó la desconfianza y la hostilidad de muchos gobiernos respecto a ellos.

Fuente: http://www.icarito.cl


Puedes visitar la Capilla Sixtina, joya del Renacimiento, en este enlace: http://www.vatican.va/various/cappelle/sistina_vr/index.html

BIOGRAFÍAS (Fuente: https://www.biografiasyvidas.com)


Erasmo de Rotterdam

(Desiderio Erasmo de Rotterdam; Rotterdam, 1466 - Basilea, 1536) Humanista neerlandés de expresión latina. Clérigo regular de san Agustín (1488) y sacerdote (1492), pero incómodo en la vida religiosa (que veía llena de barbarie y de ignorancia), Erasmo de Rotterdam se dedicó a las letras clásicas y, por su fama de latinista, consiguió dejar el monasterio como secretario del obispo de Cambrai (1493).
Cursó estudios en París (1495) y, tras dos breves estancias en los Países Bajos (1496 y 1498), decidió llevar vida independiente. En tres ocasiones (1499, 1505-1506 y 1509-1514) visitó Inglaterra, donde trabó amistad con Jane Colet y Tomás Moro, en cuya casa escribió su desenfadado e irónico Elogio de la locura (1511), antes de enseñar teología y griego en Cambridge.

En París inició, con Adagios (1500), un éxito editorial que prosiguió en 1506 con sus traducciones latinas (de Luciano de Samósata y de Eurípides) y que culminó en Basilea (1515-1517 y 1521-1529) con sus versiones de Plutarco, sus ediciones de Séneca y de San Jerónimo y su gran edición del Nuevo Testamento (1516). Dicha edición, con texto griego anotado y su traducción latina (muy distinta de la Vulgatade San Jerónimo) le dio renombre europeo.
Si sus primeros diálogos Antibárbaros (1494) veían compatibles devoción y cultura clásica, en el Enquiridión (1504) defendía una audaz reforma religiosa. Fruto de las lecciones que había dado para vivir, sus manuales de conversación latina (1497) son el origen de los Coloquios familiares (1518), de gran difusión y resonancia. Fue la crítica de Lorenzo Valla a la versión de la Vulgata lo que le decidió a dedicarse, algo tardíamente, a las letras sagradas para reconciliar cultura clásica y teología (se doctoró en esta ciencia en Turín en 1508).
En sus viajes, Erasmo de Rotterdam visitó también Padua, Siena, Roma (1509) y diversas ciudades de Alemania (1514), en cuyos círculos humanísticos fue acogido de forma triunfal. El papa León X le dispensó de tener que vestir el hábito para que viviese en el mundo y fue nombrado consejero del emperador Carlos V, a quien dedicó la Institución del príncipe cristiano (1516).
Aunque inicialmente no le prestó gran atención, el crecimiento del problema luterano le hizo cada vez más difícil su insistente pretensión de neutralidad. Si en 1517 se había ido a Lovaina, en 1521 hubo de salir de la ciudad y volver a Basilea por lo insostenible de su situación (aun distanciándose claramente de Martín Lutero, insistía en ser no beligerante) y para guardar su independencia. Pero en 1524 lanzó su Disquisición sobre el libre albedrío, con una violenta respuesta de Lutero (Sobre el albedrío esclavo, 1526) y con su correspondiente réplica (Hyperaspistes, 1526). Y, pese a su neutralidad en la pugna de Enrique VIII de Inglaterra con el papa Clemente VII, su Ciceroniano (1527) refleja ya el desengaño de quien ve sus ideales contrariados por los hechos.
Implantada la Reforma en Basilea (1529), Erasmo dejó la ciudad por la misma razón que había dejado Lovaina y se retiró a Friburgo de Brisgovia. Sobre la buena concordia de la Iglesia (1534) es una obra en la que no parece poner sus ilusiones, y no hizo comentarios sobre la ejecución en Inglaterra de Juan Fisher y Tomás Moro (1535). El mismo año recomendó al papa Paulo III un tono conciliador en el futuro concilio y, desde Basilea (adonde había vuelto y de donde sus achaques no le dejarían salir), rechazó el cardenalato; de poco antes de morir es su obra Sobre la pureza de la Iglesia cristiana (1536).

Para unos hereje (que preparó el terreno a la Reforma), para otros racionalista solapado u hombre de letras ajeno a la religiosidad (un Voltaire humanista) y para otros gran moralista y lúcido renovador cristiano, Erasmo de Rotterdam quiso unir humanismo clásico y dimensión espiritual, equilibrio pacificador y fidelidad a la Iglesia; condenó toda guerra, reclamó el conocimiento directo de la Escritura, exaltó al laicado y rehusó la pretensión del clero y de las órdenes religiosas de ostentar el monopolio de la virtud.

Francesco Petrarca

(Arezzo, actual Italia, 1304 - Arqua, id., 1374) Poeta y humanista italiano. Durante su niñez y su primera adolescencia residió en distintas ciudades italianas y francesas, debido a las persecuciones políticas de que fue objeto su padre, adherido al partido negro güelfo. Cursó estudios de leyes en Carpentras, Montpellier, Bolonia y Aviñón, si bien nunca consiguió graduarse.
Según relata en su autobiografía y en el Cancionero, el 6 de abril de 1327 vio en la iglesia de Santa Clara de Aviñón a Laura, de quien se enamoró profundamente. Se han hecho numerosos intentos por establecer la identidad de Laura, e incluso sus contemporáneos llegaron a poner en duda su existencia, considerándola una creación para el juego literario. Petrarca defendió siempre, sin embargo, su existencia real, aunque sin revelar su identidad, lo que ha inducido a pensar que quizá se tratara de una mujer casada. Sí que está comprobado, en cambio, que mantuvo relaciones con otras mujeres y que dos de ellas, cuyos nombres se desconocen, le dieron dos hijos: Giovanni y Francesca.

La lectura de las Confesiones de Agustín de Hipona en 1333 lo sumió en la primera de las crisis religiosas que le habrían de acompañar toda la vida, y que a menudo se reflejan en su obra, al enfrentarse su apego por lo terreno a sus aspiraciones espirituales. Durante su estancia en Aviñón coincidió con Giacomo Colonna, amistad que le permitió entrar al servicio del cardenal Giovanni Colonna. Para este último realizó varios viajes por países europeos, que aprovechó para rescatar antiguos códices latinos de varias bibliotecas, como el Pro archia de Cicerón, obra de la que se tenían referencias pero que se consideraba perdida.
Con el fin de poder dedicarse en mayor medida a la literatura, intentó reducir sus misiones diplomáticas, y para ello consiguió una canonjía en Parma (1348) que le permitió disfrutar de beneficios eclesiásticos. Posteriormente se trasladó a Milán, donde estuvo al servicio de los Visconti (1353-1361), a Venecia (1362-1368) y a Padua, donde los Carrara le regalaron una villa en la cercana población de Arqua, en la cual transcurrieron sus últimos años.
La obra de Petrarca
Su producción puede dividirse en dos grupos: obras en latín y obras en lengua vulgar. Las primeras fueron las que le reportaron mayor éxito en vida, y en ellas cifraba Petrarca sus aspiraciones a la fama. Cabe destacar en este apartado el poema en hexámetros África (que dejó inacabado y en el que rescata el estilo de Tito Livio), las doce églogas que componen el Bucolicum carmen y la serie de biografías de personajes clásicos titulada De viris illustribus. Reflejo de sus inquietudes espirituales son los diálogos ficticios con San Agustín recogidos en el Secretum.
Petrarca logró en vida una importante fama como autor latino y humanista, tal como prueba su coronación en Roma como poeta, en 1341. Sin embargo, sus poemas en lengua vulgar recogidos en el Cancionero fueron los que habían de darle fama inmortal. Aunque Petrarca los llamaba nugae (pasatiempos), lo cierto es que nunca dejó de retocarlos y de preocuparse por su articulación en una obra conjunta, lo cual denota una voluntad de estilo que por otra parte resulta evidente en cada una de las composiciones, de técnica perfecta y que contribuyeron grandemente a revalorizar la lengua vulgar como lengua poética.

En la primera parte del Cancionero, las poesías reflejan la sensualidad y el tormento apasionado del poeta, mientras que tras la muerte de Laura, acontecida según declara el poeta en 1348, su amor resulta sublimado en una adoración espiritual. Petrarca supo escapar a la retórica cortés del amor, transmitiendo un aliento más sincero a sus versos, sobre todo gracias a sus imágenes, de gran fuerza y originalidad. Su influencia se tradujo en la vasta corriente del petrarquismo.

Tomás Moro

(Thomas More; Londres, 1478 - 1535) Político y humanista inglés. Procedente de la pequeña nobleza, estudió en la Universidad de Oxford y accedió a la corte inglesa en calidad de jurista. Su experiencia como abogado y juez le hizo reflexionar sobre la injusticia del mundo, a la luz de su relación intelectual con los humanistas del continente (como Erasmo de Rotterdam). Desde 1504 fue miembro del Parlamento, donde se hizo notar por sus posturas audaces en contra de la tiranía.
Su obra más relevante como pensador político fue Utopía (París, 1516). En ella criticó el orden político, social y religioso establecido bajo la fórmula de imaginar como antítesis una comunidad perfecta; su modelo estaba caracterizado por la igualdad social, la fe religiosa, la tolerancia y el imperio de la ley, combinando la democracia en las unidades de base con la obediencia general a la planificación racional del gobierno.

A pesar de haber mantenido en el plano teórico estas aspiraciones premonitorias del pensamiento socialista, Tomás Moro fue prudente y moderado en cuanto a la posibilidad de llevarlas a la práctica, por lo que no combatió directamente al poder establecido ni adoptó posturas ideológicas intransigentes.
Enrique VIII, atraído por su valía intelectual, le promovió a cargos de importancia creciente: embajador en los Países Bajos (1515), miembro del Consejo Privado (1517), portavoz de la Cámara de los Comunes (1523) y canciller desde 1529 (fue el primer laico que ocupó este puesto político en Inglaterra). Ayudó al rey a conservar la unidad de la Iglesia de Inglaterra, rechazando las doctrinas de Lutero; e intentó, mientras pudo, mantener la paz exterior.
Sin embargo, acabó rompiendo con Enrique VIII por razones de conciencia, pues era un católico ferviente que incluso había pensado en hacerse monje. Moro declaró su oposición a Enrique y dimitió como canciller cuando el rey quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón, rompió las relaciones con el Papado, se apropió de los bienes de los monasterios y exigió al clero inglés un sometimiento total a su autoridad (1532).

Su negativa a reconocer como legítimo el subsiguiente matrimonio de Enrique VIII con Ana Bolena, prestando juramento a la Ley de Sucesión, hizo que el rey le encerrara en la Torre de Londres (1534) y le hiciera decapitar al año siguiente. La Iglesia católica lo canonizó en 1935.

Nicolás Maquiavelo

(Florencia, 1469-1527) Escritor y estadista florentino. Nacido en el seno de una familia noble empobrecida, Nicolás Maquiavelo vivió en la Florencia de los Médicis, en tiempos de Lorenzo el Magnífico y Pedro II de Médicis. Tras la caída de Girolamo Savonarola (1498) fue nombrado secretario de la segunda cancillería encargada de los Asuntos Exteriores y de la Guerra de la ciudad, cargo que ocupó hasta 1512 y que le llevó a realizar importantes misiones diplomáticas ante el rey de Francia, el emperador Maximiliano I de Habsburgo y César Borgia, entre otros.
Su actividad diplomática desempeñó un papel decisivo en la formación de su pensamiento político, centrado en el funcionamiento del Estado y en la psicología de sus gobernantes. Su principal objetivo político fue preservar la soberanía de Florencia, siempre amenazada por las grandes potencias europeas, y para conseguirlo creó la milicia nacional en 1505. Intentó sin éxito propiciar el acercamiento de posiciones entre Luis XII de Francia y el papa Julio II, cuyo enfrentamiento terminó con la derrota de los franceses y el regreso de los Médicis a Florencia (1512).

Como consecuencia de este giro político, Maquiavelo cayó en desgracia, fue acusado de traición, encarcelado y levemente torturado (1513). Tras recuperar la libertad se retiró a una casa de su propiedad en las afueras de Florencia, donde emprendió la redacción de sus obras, entre ellas su obra maestra, El príncipe (Il principe), que Maquiavelo terminó en 1513 y dedicó a Lorenzo de Médicis (a pesar de ello, sólo sería publicada después de su muerte).
En 1520, el cardenal Julio de Médicis le confió varias misiones y, cuando se convirtió en Papa, con el nombre de Clemente VII (1523), Maquiavelo pasó a ocupar el cargo de superintendente de fortificaciones (1526). En 1527, las tropas de Carlos I de España tomaron y saquearon Roma, lo que trajo consigo la caída de los Médicis en Florencia y la marginación política de Maquiavelo, quien murió poco después de ser apartado de todos sus cargos.
La obra de Nicolás Maquiavelo se adentra por igual en los terrenos de la política y la literatura. Sus textos políticos e históricos son deudores de su experiencia diplomática al servicio de Florencia, caso de Descripción de las cosas de Alemania(Ritrato delle cose della Alemagna, 1532). En Discursos sobre la primera década de Tito Livio (Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, 1512-1519) esbozó, anticipándose a Giambattista Vico, la teoría cíclica de la historia: la monarquía tiende a la tiranía, la aristocracia se transforma en oligarquía y la democracia en anarquía, lo que lleva de nuevo a la monarquía.
En El príncipe, obra inspirada en César Borgia (destacada figura de la casa de los Borgia), Maquiavelo describe distintos modelos de Estado según cuál sea su origen (la fuerza, la perversión, el azar) y deduce las políticas más adecuadas para su pervivencia. Desde esa perspectiva se analiza el perfil psicológico que debe tener el príncipe y se dilucida cuáles son las virtudes humanas que deben primar en su tarea de gobierno. Maquiavelo concluye que el príncipe debe aparentar poseer ciertas cualidades, ser capaz de fingir y disimular bien y subordinar todos los valores morales a la razón de Estado, encarnada en su persona.

El pensamiento histórico de Nicolás Maquiavelo quedó plasmado fundamentalmente en dos obras: La vida de Castruccio Castracani de Luca (1520) e Historia de Florencia (Istorie fiorentine, 1520-1525). Entre sus trabajos literarios se cuentan variadas composiciones líricas, como Las decenales (Decennali, 1506-1509) o El asno de oro (L'asino d'oro, 1517), pero sobre todas ellas destaca su comedia La mandrágora (Mandragola, 1520), sátira mordaz de las costumbres florentinas de la época. Clizia (1525) es una comedia en cinco actos, de forma aparentemente clásica, que se sitúa en la realidad contemporánea que Maquiavelo tanto deseaba criticar.

Johannes Gutenberg
Desde tiempos antiguos y hasta la Edad Media no existió otra forma de escritura que la realizada a mano. En los escritorios medievales, por ejemplo, la producción de diversos ejemplares de un mismo libro se llevaba a cabo por el penoso procedimiento de escribirlos al dictado; el resultado eran obras primorosas, pero escasas en número, de alto coste y de muy limitada difusión, sólo al alcance de una élite alfabetizada.

Johannes Gutenberg
De ahí que la invención de la imprenta de tipos móviles metálicos, atribuida al alemán Johannes Gutenberg, haya sido vista como un acontecimiento de tanta trascendencia que ha podido hablarse de una «era de Gutenberg», que comenzaría a mediados del siglo XV, coincidiendo con las primeras biblias salidas de su imprenta. A partir de entonces fue posible producir miles de copias de una obra a bajo coste; en pocas décadas, la rápida propagación de esta tecnología y la apertura de multitud de talleres convirtió al medio impreso en un formidable vehículo de transmisión de ideas y conocimientos que acabaría revolucionando todos los ámbitos de la cultura.
Primeros años
Johannes Gutenberg, de nombre verdadero Johannes Gensfleisch zur Laden, era hijo de un patricio de Maguncia, orfebre de profesión y director de la Casa de la Moneda de esta ciudad. Su padre había contraído segundas nupcias con Else Wilse, de extracción burguesa, cuya familia aportó como dote una mansión llamada Zum Gutenberg, en la cual nacería el célebre impresor entre 1394 y 1399. En el hogar familiar, el joven Johannes fue tempranamente iniciado en el arte de la orfebrería y en las técnicas de acuñación de monedas. Además de su progenitor, muchos de sus parientes trabajaban en estos oficios, y es posible que allí se le presentara la oportunidad de grabar punzones y de asistir a la fabricación de los moldes de arena que empleaban los fundidores.
Así transcurrieron los primeros treinta años de su vida, hasta 1428, cuando Maguncia, como tantas otras ciudades renanas, empezaba a sufrir las terribles consecuencias de una violenta agitación social y política entre comunidades enfrentadas; al imponerse el partido de los gremialistas al de los patricios, al cual pertenecía Gutenberg, éste tuvo que huir de su ciudad natal. Nada se sabe de él durante los cuatro años siguientes. Sin embargo, los archivos de la ciudad de Estrasburgo confirman su presencia allí a partir de 1434. Algunos de estos documentos son reconocimientos de deudas contraídas, una constante de su vida. Existe también una denuncia formal, por ruptura de promesa matrimonial, presentada contra él por una tal Emelin zu der Yserin Tür. Gutenberg residió en las afueras de la ciudad, en el suburbio de Saint-Arbogast, cerca del convento del mismo nombre, a las orillas del Ill.
El proceso de Estrasburgo
En Estrasburgo, Gutenberg se asoció con tres acaudalados ciudadanos, Hans Riffe, Andreas Dritzehn y Andreas Heilmann, en actividades relacionadas con el tallado de gemas y el pulimiento de espejos, oficios que Gutenberg se comprometía a enseñar y ejercer a cambio de dinero. Sin embargo, la mayor parte del tiempo lo invertía en un proyecto que procuraba mantener totalmente en secreto; pretendía de ese modo protegerse contra eventuales imitadores capaces de apropiarse del fruto de sus esfuerzos. Descubierto, no obstante, por sus socios, éstos insistieron en participar en aquel misterioso asunto que el inventor llevaba entre manos.
Gutenberg accedió de buena gana, ya que precisaba dinero, y en 1438 se firmó un contrato en el cual se estipulaba, entre otras cosas, que los tres recién incorporados deberían abonar la cantidad de 125 florines. La muerte repentina de uno de ellos, Andreas Dritzehn, en la Navidad de aquel mismo año, llevó a los hermanos del fallecido a exigir entrar en la sociedad o bien recibir una compensación económica. Sin embargo, en los términos del contrato no se contemplaba dicha eventualidad, y Gutenberg se negó a tal pretensión. El caso fue llevado ante los tribunales en 1439, y éstos fallaron en contra de los herederos.

Gutenberg en su taller
El proceso de Estrasburgo sirvió al menos para arrojar algo de luz sobre la naturaleza del proyecto. Oficialmente, Gutenberg sólo tenía que ocuparse de las labores propias de los orfebres; pero las declaraciones de los testigos hacían alusión, en no pocas ocasiones, a la extraña actividad febril que reinaba en el taller del demandado. Se trabajaba allí a todas horas, de noche y de día. ¿En qué? Los testimonios hablan de adquisiciones de plomo, de una prensa, de moldes de fundición, etc., en términos muy vagos e imprecisos, pero todos los objetos citados resultan familiares para los impresores.
Cuanto más se profundiza en el nacimiento de la imprenta tipográfica, mejor se comprende la importancia de los trabajos de Gutenberg en Estrasburgo, que debieron de venir marcados por arduas investigaciones, no sólo sobre los principios del invento, que ya estaban establecidos, sino también, y sobre todo, por una larga serie de posibles soluciones técnicas, obtenidas sin duda después de efectuar gran número de pruebas con éxitos y fracasos alternados, pero acompañadas de la obstinación de un hombre totalmente convencido de alcanzar el resultado esperado.
Los testimonios de numerosas personas llamadas a declarar durante el proceso de Gutenberg, en efecto, dan fe de su tenacidad. Tal convencimiento procedía probablemente de la formación recibida por Gutenberg en la infancia, durante la cual se había familiarizado en las técnicas propias de los orfebres y grabadores de monedas, desde el grabado con punzones hasta la fundición de metales, pasando por la confección de matrices. Y es muy probable que allí, en Estrasburgo, Gutenberg empezara a realizar lo que constituye la originalidad de su obra: la producción de caracteres móviles metálicos.
De nuevo en su ciudad natal
Johannes Gutenberg permaneció en Estrasburgo al menos hasta 1444; así lo confirma su inscripción, aquel mismo año, en una lista de hombres útiles para defender la ciudad contra las tropas del conde de Armagnac. Después de esta fecha se pierde su paradero para reencontrarlo cuatro años más tarde en Maguncia, adonde había acudido en busca de dinero entre los prestamistas de la ciudad. Su arte como impresor había alcanzado el refinamiento suficiente como para seducir a Johann Fust, un acaudalado burgués, y obtener de él, en 1450, la suma de 800 florines, cantidad que equivalía a diez años de salario del síndico municipal.
Fust se limitó a aceptar las herramientas y utensilios de Gutenberg como garantía, pero dos años más tarde, en 1452, se convirtió en su socio a raíz de un nuevo préstamo. El negocio montado por ambos se llamaba Das Werk der Bücher, y constituyó, de hecho, la primera imprenta tipográfica en sentido moderno; allí el principal colaborador de Gutenberg era Peter Schöffer, un calígrafo de gran talento que había estudiado en París. Pero como los trabajos en el taller se llevaban a cabo a un ritmo parsimonioso, y Fust contaba con la pronta rentabilización de sus inversiones, comenzó a impacientarse y a requerir de Gutenberg mayor presteza en la comercialización de las obras. Este último, como tantos otros creadores, prefería la perfección a la realización precipitada, y por ello surgieron las primeras desavenencias entre los dos asociados.

Detalle de una de las biblias de Gutenberg
En 1455, muy probablemente, fue completada la primera obra maestra del nuevo arte: la célebre Biblia «de 42 líneas», así llamada por ser éste el número más frecuente de líneas por columna en cada una de sus 1.280 páginas. Era la versión latina de las Escrituras de San Jerónimo, y se precisaron fundir casi cinco millones de tipos, editándose 120 ejemplares en papel y 20 en pergamino, de los que se conservan 33 y 13, respectivamente.
A pesar del éxito obtenido por la publicación, Fust interpuso, aquel mismo año, una demanda judicial contra Gutenberg, acusándolo de no haber respetado sus compromisos financieros. El infortunado inventor fue condenado a pagar a su acreedor 2.026 florines, cantidad que incluía todo el capital prestado junto con los intereses devengados. Perdió además su taller y, al parecer, la mayor parte de su material, del que se apoderó Fust. Johann Fust se asoció con Peter Schöffer (cuyas declaraciones contra el demandado habían condicionado en gran medida el resultado de la sentencia), el cual se casó más tarde con una de las hijas de Fust. Los nuevos amos de la imprenta publicaron en 1457 el salterio Mainzer Psalterium; era el primer libro que llevaba el nombre del editor. La composición de esta bellísima obra debió de precisar varios años de trabajo y es verosímil que comenzara bajo la dirección de Gutenberg.
Tras perder su pleito con Fust, la existencia del célebre impresor conoció unos años amargos. Arruinado, se vio acosado por sus acreedores, algunos de los cuales le llevaron de nuevo ante los tribunales, y acabó por refugiarse en la comunidad de religiosos de la fundación de San Víctor. Más tarde, contó con la ayuda desinteresada de un tal Konrad Humery, funcionario del ayuntamiento de Maguncia, que le proporcionó material para montar un pequeño taller tipográfico. Se especula que allí imprimió varias obras menores, entre ellas la traducción al alemán de una bula papal contra los turcos y un calendario médico en latín. Una Biblia «de 36 líneas» habitualmente atribuida a su labor parece más bien, según otros testimonios y características, obra de Schöffer.

Obreros en una imprenta como la que ideó Gutenberg
A partir de 1465, Gutenberg comenzó a gozar de cierta seguridad económica gracias al mecenazgo del arzobispo elector de Maguncia, Adolfo II de Nassau. Le hizo miembro de la corte real, le eximió de pagar impuestos y le concedió una pensión anual de grano, vestido y vino. Gutenberg falleció el 3 de febrero de 1467, si es cierto el testimonio que dejó escrito un canónigo de la fundación de San Víctor, y fue enterrado en la iglesia que los monjes franciscanos poseían en Maguncia. Esta iglesia fue destruida a causa del fuego artillero a que se vio sometida la ciudad en 1793, y la tumba de Gutenberg desapareció con ella. Sobre su emplazamiento pasa actualmente una calle que, ironías del destino, lleva el nombre de Peter Schöffer.
Gutenberg vivió para ver cómo su invento se extendía rápidamente por toda Europa, empezando por las ciudades situadas a lo largo del valle del Rin. A ello contribuyó, sin duda, la violenta ocupación de Maguncia en 1462 por Adolfo II de Nassau, el cual entregó la ciudad al saqueo y pillaje de sus tropas. Numerosos habitantes huyeron, entre ellos Peter Schöffer, que se instaló en Frankfurt y fundó allí un nuevo taller de artes gráficas.

A la muerte de Gutenberg, no menos de ocho ciudades importantes contaban con talleres de impresión; en las décadas siguientes, aquella técnica revolucionaria sería conocida desde Estocolmo hasta Cracovia, pasando por Lisboa. En España, la imprenta fue introducida por los alemanes, y se sabe que en 1473 funcionaban talleres en el reino de Aragón. Se considera que el primer libro español impreso que ha llegado hasta nosotros es Obres et trabes en lohors de la Verge Maria, editado en Valencia en 1474.

Martín Lutero

    Según que se comparta o no su doctrina, Lutero es un apóstol o como mínimo un profeta para unos, y para otros un hereje renegado. Destructor de un sinfín de cosas, este hombre de intensas y enérgicas convicciones representa, con su concepción del hombre como individuo aislado de Dios, de la historia y del mundo, uno de los pilares sobre los que se apoya la Edad Moderna. Iniciador de la Reforma (período de dos siglos de amplia repercusión europea en la historia del cristianismo, origen de las Iglesias protestantes y de la Contrarreforma), Martín Lutero rechazó la autoridad del papa y debilitó el poder de la Iglesia. La abolición del purgatorio, de donde las almas eran liberadas con misas, el rechazo de la doctrina de las indulgencias, que mermaría de manera considerable los ingresos del papa, y, sobre todo, la doctrina de la predestinación, que independiza el alma de la acción de los clérigos después de la muerte (a lo que hay que añadir el reconocimiento de todo príncipe protestante como jefe de la Iglesia de su país), obligan a presentar la Reforma como una gran revolución de las naciones menos civilizadas contra el dominio intelectual de Roma.

Martín Lutero
Martín Luder nació en la noche del 10 al 11 de febrero de 1483 en Eisleben, en Turingia, región dependiente del electorado de Sajonia. Andando el tiempo y recién conquistado el título de doctor, Martín cambiaría el apellido Luder por el de Lutero, derivándolo de Lauter, que en alemán antiguo significa "claro, límpido, puro". Era el primogénito de los nueve hijos de Hans Luder, minero, hijo de campesinos y buen católico, y de Margarethe Ziegler, mujer trabajadora, muy piadosa y devota, que inculcó en su hijo una piedad tan sombría que dejó en su alma una profunda tristeza. Ambos progenitores eran de familia pobre y muy severos.
Al año del nacimiento contrataron al padre en una explotación de minas de cobre de Mansfeld y la situación de la familia, precaria en extremo, mejoró un poco, sin llegar a ser en modo alguno boyante. En Mansfeld recibió Lutero muchas de las palizas que sus padres le propinaban, aunque, en opinión del propio Lutero, «siempre quisieron mi bien; sus intenciones para conmigo siempre fueron buenas, procedían del fondo de su corazón». Por sus cartas sabemos que fue a menudo sometido a crueles castigos, como una vez que su padre le azotó tan violentamente que el joven huyó de casa y tardó mucho tiempo en perdonarle en su corazón, o en otra ocasión en que su madre le golpeó hasta hacerle sangrar por haberse comido sin permiso una nuez.
El duro trato al que le sometieron lo convertiría, al decir de sus amigos, en un ser huraño y desconfiado. La escuela, a partir de los seis años, no lo trató mejor. También del maestro recibió azotes, quince en un día, según contaría más tarde, ya que «nuestros maestros se portaban con nosotros como verdugos contra ladrones». A los catorce años dejó Mansfeld por Magdeburgo para estudiar en la escuela latina, y un año más tarde abandonó Magdeburgo y se trasladó a Eisenach, a casa de los abuelos maternos. Allí, en su «ciudad bienamada», recibió sólida instrucción de un maestro poeta llamado Hans Treborio, que había sustituido el látigo por las buenas maneras.
El 17 de julio de 1501 se inscribió en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Erfurt, contrariando por primera vez a su padre, que quería hacerle estudiar leyes. El 29 de septiembre del año siguiente se licenció como bachiller, primer grado de la universidad, con el número treinta de una promoción de cincuenta y siete nombres. A los veintidós años era proclamado maestro de filosofía. Esta vez fue el segundo de diecisiete y su padre, admirado ante la superioridad de su retoño, dejó de tutearlo. A partir de ese momento el joven maestro se dedicaría con tesón al estudio de la teología y con pasión a la Sagrada Escritura.

Lutero en hábito de monje agustino
El 2 de julio de 1505 Martín Lutero se trasladó de Mansfeld a Erfurt para ver a su familia. A mitad de camino un rayo cayó a sus pies. El joven, que era nervioso en extremo y muy sensible, se vio a las puertas de la muerte, se aterrorizó e invocó a la patrona de los mineros: «Sálvame, querida santa Ana, y me haré monje», exclamó. Vislumbró entonces en el cielo una figura fantástica, que por la excitación del momento no logró identificar. Fue la primera de las visiones que tendría a lo largo de su vida, en los lugares mas inverosímiles y, a veces, inadecuados. Quince días más tarde se presentó en el convento de los agustinos de Erfurt para cumplir su promesa, decisión que irritó de tal manera a su padre que volvió a tutearlo. Sin el consentimiento paterno, pues, entró en el convento. Novicio primero con el nombre de Agustín, tomó los votos definitivos y a los veinticuatro años fue ordenado sacerdote.
Con el objeto de estudiar teología y ocupar una cátedra en una de las muchas universidades alemanas regidas por los agustinos, en 1508 su amigo y consejero espiritual Johan von Stanpitz, a la sazón vicario general de los agustinos, le mandó a la Universidad de Wittenberg para estudiar un curso sobre la ética de Aristóteles. En 1509 Lutero obtuvo el título de Baccalaureus Biblicus, que le concedía el derecho de practicar la exégesis bíblica públicamente. Joven profesor en la recién creada Universidad de Wittenberg, pronto daría muestras de gran intemperancia y osadía en sus manifestaciones, al tiempo que se sentía acuciado en su intimidad por graves escrúpulos de conciencia y devastadoras tentaciones.
La forja de un pensamiento
Por aquel tiempo, un viejo fraile agustino le recomendó la consoladora lectura de San Pablo, en cuyo estudio se enfrascó ávidamente para deducir de él las primeras simientes de su dramática disidencia con la ortodoxia religiosa. En la Epístola a los romanos de San Pablo halló respuesta a sus angustias sobre la salvación, entendiendo que el hombre encuentra su justificación en la gracia de Dios, generosamente otorgada por el Creador con independencia de sus propias obras. Paradójicamente, fue en esa poco tranquilizadora idea de que solamente la fe y no los méritos salvan, doctrina individualista que condena al hombre, en cierto modo, a una soledad abismada, donde Martín Lutero encontró una cierta paz y certidumbre espiritual que lo movería a una irreductible diatriba contra el Vaticano, a templar su turbulento carácter en una batalla perenne y a fundar la nueva doctrina protestante. Sus enseñanzas llamaron bien pronto la atención. Comenzó también a predicar; su elocuencia arrastraba multitudes y le valdría la consideración de ser el primer predicador de la época. «No daba grandes voces -diría uno de sus oyentes-, pero su voz era fina y pura tanto en el canto como en la palabra.»

Venta de indulgencias
En 1510, Lutero realizó un viaje a Roma en compañía de otro agustino para presentar al general de su orden ciertas quejas sobre la estricta observancia de la regla monástica. El resultado y las impresiones del viaje no pudieron ser más nefastas para el alma inquieta y rebelde de Lutero. La consecuencia inmediata fue la de crear en él una definitiva aversión a Roma, al ambiente de corrupción y relajación del clero romano, a la decadencia en la que había caído todo el Vaticano y al exceso de boato y riqueza que ostentaba la Santa Sede, con prelados y papas más pendientes de los aspectos materiales que de los espirituales. Contrariado por el espectáculo, Lutero se tornó ácidamente crítico respecto al espectáculo de degradación que reinaba en la ciudad de los papas y menos afecto a las obligaciones anejas a su estado.
De regreso a Wittenberg, se doctoró en teología el 18 de octubre de 1512, aunque en su obra demuestra el enorme desapego que sintió por la filosofía y la teología escolástica imperante en su época. Apenas se interesó por los grandes pensadores del siglo XIII (Tomás de AquinoSan Buenaventura o Juan Duns Escoto), aunque exploró con apasionada intensidad la Biblia y algunos escritos de San Agustín de Hipona. Nombrado también, muy a pesar suyo, subprior del convento de Wittenberg, Lutero comenzó a impartir clases en la universidad en las que interpretaba y estudiaba las Sagradas Escrituras, con especial interés la obra paulina. En esa época acabó de conformar y pulir la que sería su piedra angular teológica, la justificación por la fe, según la cual el cristiano se podía salvar no por sus propios esfuerzos o méritos, sino por el don de la gracia de Dios, aceptada tan sólo por la fe en Jesucristo el Salvador.
Lutero también llegó a otra conclusión igual de importante y trascendental para el futuro de su reforma: había que someterse por completo a las Sagradas Escrituras, y rechazar a cualquier otra interpretación proveniente del exterior. Los evangelioshabían sido inspirados directamente por Dios; ninguna interpretación podía ser fiable por sí misma. Sospechar de la autoridad del papa como jefe supremo de la Iglesia y como persona infalible era el siguiente paso, que Lutero dio enseguida. Fue entonces cuando transformó su apellido y empezó a pensar en sí mismo como el «hombre de la Providencia llamado a iluminar la Iglesia con un gran resplandor». Por el momento tenía poca influencia. Sólo era, a sus treinta y cuatro años, un elocuente y famoso profesor de la Universidad de Wittenberg que ocupaba importantes cargos tanto en el convento como dentro de la orden; pero se sentía personalmente responsable de la fe sajona.
Por aquellos años asumió el cargo de vicario de su distrito, lo que suponía la dirección de once conventos, a lo que había que sumar sus lecciones en la universidad y el gobierno, la administración económica y la dirección espiritual de su convento de Wittenberg. Abrumado de trabajo, llegó incluso a visitar en sólo dos días todos los conventos que estaban bajo su férula, permaneciendo en uno de ellos escasamente una hora. Dormía apenas cinco horas sobre una dura tarima, aunque disfrutaba de los placeres de la mesa con la misma inmoderación que le caracterizó durante toda su vida. A veces se encerraba en su celda para rezar siete veces los oficios y suplir de ese modo la negligencia en que había incurrido durante la semana, acuciado por sus ocupaciones.
La rebelión de las indulgencias
En 1513 Juan de Médicis había iniciado su pontificado con el nombre de León X; embarcado en la construcción de la basílica de San Pedro de Roma, el nuevo papa propiciaba con entusiasmo la venta de indulgencias. Lutero, que ya había empezado a exponer sus ideas personales sobre los fundamentos de la fe, se alzó en sus discursos contra aquella práctica. Escandalizado por lo que consideraba un envenenamiento y timo espiritual de la gente sencilla, intentó poner sobre aviso a las autoridades eclesiásticas alemanas, pero, al encontrarse con el más absoluto de los silencios a todos los niveles, decidió actuar por su cuenta.

Las noventa y cinco tesis
Inspirado obsesivamente por unas palabras de San Agustín ("lo que la ley pide, lo consigue la fe"), redactó sus célebres noventa y cinco tesis contra la venta de indulgencias y las clavó con determinación en el sitio más visible de la ciudad, en la puerta del pórtico de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg, el 31 de octubre de 1517. Las incendiarias tesis, repletas de diatribas y ataques directos a la Iglesia de Roma y al papa, fueron primero redactadas en latín, para, al poco tiempo, ser traducidas al alemán y reproducidas por la imprenta, al mismo tiempo que se difundían con una extraordinaria rapidez gracias a la labor de los estudiantes.
Fue una declaración de guerra que Roma no podía dejar sin respuesta. La resonancia del acontecimiento fue enorme a pesar de que Lutero, desde el púlpito y las aulas, intentó en vano suavizar la situación que había creado apelando a una doctrina tradicional aceptada en la Iglesia, según la cual se aceptaba la nulidad de las indulgencias para salvar almas, ya que dicha prerrogativa sólo le competía a Dios. Los dominicos, encargados de la Inquisición, denunciaron a Lutero ante Roma, por lo que éste fue conminado, al año siguiente, a presentarse en la ciudad eterna para responder de los cargos que se habían formulado en su contra. Lutero hizo gala de una gran astucia y logró involucrar al poder político en la disputa pidiendo al príncipe Federico el Sabio, elector de Sajonia, que intercediera ante el papa para conseguir que el juicio en su contra se celebrase en suelo alemán, como así sucedió.

El papa León X
En el mes de octubre de 1518, Lutero acudió a la ciudad de Augsburgo para discutir su postura con el legado pontificio Cayetano de Vio, quien tenía en su poder una breve del pontífice León X por la que Lutero debía retractarse públicamente de sus graves errores o, en caso contrario, ser llevado a Roma arrestado. Bajo la protección política del príncipe Federico, Lutero prolongó su discusión con el legado papal cuatro días sin que ninguna parte cediera en sus respectivas posturas. Y no sólo no se retractó, sino que protagonizó una pelea a gritos con el cardenal. El cardenal afirmaría: «No quiero más tratos con ese animal. Tiene unos ojos que fulminan y unos razonamientos que desconciertan». Lutero endureció su postura afirmando que la infalibilidad de las Sagradas Escrituras estaba por encima de la del propio pontífice. Aunque la ruptura definitiva aún no se produjo, Lutero adoptó a partir de ese momento una actitud de intransigencia que no se reducía al mero rechazo de las indulgencias, sino que implicaba algo mucho más grave: el desacato directo de la autoridad papal.
Tras marchar indemne de Augsburgo, Lutero mandó difundir un llamamiento bajo el título Del papa mal informado al papa mejor informado, en el que apelaba a un concilio presidido por el papa para expresar sus ideas reformistas. Desde su seguro retiro de Wittenberg, Lutero logró reunir una especie de concilio menor en la ciudad de Leipzig, celebrado entre los días 27 de junio hasta el 16 de julio de 1519, en el que Lutero afirmó que aunque el deseado concilio no le diera la razón, no se retractaría, ya que estaba sometido a la única autoridad legítima, la de las Sagradas Escrituras.
La respuesta de León X no se hizo esperar. El 15 de junio de 1520, el papa mandó a Lutero la bula Exsurge Domine por la que le conminaba por última vez a retractarse bajo la pena de excomunión. Tras un intento baldío de dirigirse al pontífice para que éste celebrase el ansiado concilio, Lutero quemó solemnemente la bula junto con un ejemplar del Corpus Iuris Canonici en presencia de estudiantes y ciudadanos de Wittenberg (10 de diciembre de 1520), y replicó al papa con el libelo Contra la execrable bula del Anticristo. Con semejante acto, Lutero expresó simbólicamente su ruptura total con la Iglesia de Roma.

Lutero quema la bula papal
El 3 de enero de 1521, León X redactó la bula Decet Romanum Pontificem, por la que Lutero era excomulgado definitivamente. Conforme al Derecho Eclesiástico, la excomunión eclesiástica debía ser ejecutada por el brazo secular, tarea que recayó sobre el recién elegido emperador, Carlos V de Alemania y I de España. El emperador aprovechó la reunión de cortes en la ciudad de Worms, en abril de 1521, para citar a Lutero, donde se le intimidó para que se retractara, pero el díscolo monje agustino siguió empecinado en su heterodoxia, y se enfrentó a todos los dignatarios imperiales y eclesiásticos reunidos allí en su contra, totalmente convencido de que le esperaba la misma suerte que a Jan Hus.
Carlos V, presionado por la situación política inestable de Alemania y por la fama y predicamento que había adquirido ya el monje herético, se limitó a prohibir la práctica de la nueva fe y a declarar proscritos a Lutero y a sus seguidores. Los esfuerzos que se hicieron a continuación para hacer cambiar de opinión a Lutero resultaron inútiles. El 26 de mayo, Carlos V firmó el Edicto de Worms; en él ratificó la sanción de destierro para Lutero y ordenó la quema de todos sus escritos.

Lutero en la Dieta de Worms
Precisamente, el año anterior a la condena, Lutero había sacado a la luz, en alemán y ayudado por la poderosa maquinaria de propaganda que resultó ser la imprenta, sus tres obras fundamentales: La libertad del cristianismo, sin duda alguna su obra mejor elaborada y escrita, en la que esbozó claramente el pilar sobre el que se sustentaba la nueva religión, la salvación por la fe en Cristo; Llamamiento a la nobleza cristiana de la nación alemana, en la que invitaba a la nobleza a asumir su papel de protector del pueblo y a unirse a la causa luterana, además de instituir los tres principios evangélicos básicos del protestantismo (sacerdocio universal, inteligibilidad de las Sagradas Escrituras y responsabilidad de todos los fieles en el gobierno de la Iglesia); y, por último, La cautividad babilónica de la Iglesia, obra destinada a los teólogos en la que analizó con rigor el proceso de perversión al que habían llegado los sacramentos, de los que, según él, sólo debían subsistir dos, el bautismo y la cena (desechando la transubstanciación). Con estas tres obras, Lutero dispuso su línea de batalla a la par que asentó los primeros cimientos de una futura Iglesia evangélica.
Para proteger a Lutero, Federico el Sabio fingió su secuestro y lo escondió clandestinamente en el castillo de Wartburg, en Turingia, donde el exmonje encontró la paz y el ambiente de retiro ideal para abandonarse de lleno a una fructífera actividad literaria. Lutero escribió numerosas cartas, continuó con varios salmos, redactó glosas eclesiásticas, escribió una obra dedicada a la confesión, otra sobre los votos monásticos y un buen número más. Y, además, en el escaso año que permaneció en Wartburg (desde mayo de 1521 hasta marzo de año 1522), Lutero llevó a cabo su producción literaria más importante y trascendental para la implantación definitiva de la nueva fe: partiendo del texto griego publicado en 1516 por Erasmo de Rotterdam, tradujo al alemán el Nuevo Testamento. La edición se llamaría la "Biblia de septiembre" por haber aparecido en ese mes, y ponía a disposición del pueblo alemán su versión del texto sagrado por excelencia. La obra fue un éxito tal que en el mes de diciembre hubo que imprimir muchos más ejemplares. Doce años más tarde, en 1534, pondría fin a su proyecto publicando su versión del Antiguo Testamento, traducido del hebreo.
Guerras y bodas
Los desórdenes surgidos en Wittenberg por sus seguidores más radicales, que habían comenzado a tomar medidas drásticas en cuestiones litúrgicas, como la supresión de la celebración de la misa, obligaron a Lutero a dejar su apacible retiro de Wartburg y regresar a Wittenberg, donde volvió a tomar las riendas con prudencia y moderación, sin perder la calma, pero con determinación. Lutero se puso al mando en la organización de las nuevas comunidades evangélicas que iban surgiendo por doquier en toda Alemania. Desde Wittenberg, Lutero abrió otro frente de lucha contra los movimientos de liberación social y nacional de la pequeña nobleza y especialmente de los campesinos. Los primeros no dejaban de presionar para que Lutero constituyera una Iglesia nacional alemana, mientras que los segundos, alentados por la libre interpretación de las Sagradas Escrituras defendida por Lutero, buscaban su apoyo para aliviar las condiciones de miseria y sojuzgamiento en que vivían. Sus posturas se radicalizaron hasta convertirse en una cuestión política que arrastró al propio Lutero.
Las Guerras Campesinas (1524-1526), lideradas por un antiguo pastor luterano, Thomas Müntzer (fundador de la secta de los anabaptistas), fueron el colofón de la situación de crispación que había introducido en Alemania la Reforma emprendida por Lutero. Durante el transcurso de la sangrienta guerra de los campesinos contra sus señores, Lutero fracasó en sus intentos por apaciguar los ánimos con su pluma. Aunque en el fondo apoyaba un gran número de sus reivindicaciones, cuando los campesinos recurrieron a la violencia contra toda la población en conjunto, Lutero no dudó un momento en apelar a los nobles para que restituyeran el orden establecido con las armas, lo que dio cobertura a una represión sangrienta de campesinos como jamás se había visto en Alemania. El conflicto, que derivó en una auténtica matanza indiscriminada, restó popularidad a Lutero entre las masas más desfavorecidas, pero por lo menos salvó a la Reforma de una más que segura desintegración.
En 1525, en la Alemania devastada por la guerra de los campesinos, Lutero se esforzaba en demostrar la servidumbre de la voluntad humana y escribió De servo arbitrio (Del albedrío esclavizado), como refutación a la defensa del libre albedrío de Erasmo en su obra De la voluntad libre. También fue el año que escogió para contraer matrimonio. En 1523 habían llegado a Wittenberg unas monjas que escapaban del convento de Nimchen Laz Grimma. Una de ellas, Katharina de Bora, de veintiséis años, se convirtió en la señora de Lutero, en su Käte. La boda suscitó una viva repulsa, no tanto por el acto en sí como por realizarse en momentos de gran desolación y muerte. El matrimonio sería, sin embargo, un éxito. Katharina de Bora, dieciséis años más joven que Lutero, pertenecía a la pequeña nobleza y era una mujer sensata e inteligente que suavizó el exaltado carácter de su marido y vivió junto a él en perfecta armonía.

Katharina de Bora
Después de su boda el príncipe elector de Sajonia le regaló el antiguo convento de los agustinos en Wittenberg, donde la laboriosa Katharina estableció una pensión de estudiantes para paliar en alguna medida sus estrecheces económicas. Los estudiantes tenían el privilegio de compartir la mesa con Lutero, quien tras la colación condescendía a responder a sus preguntas, de resultas de las cuales nació el libro Dichos de sobremesa. En el convento de Wittenberg, convertido en finca familiar, nacieron uno tras otro sus seis hijos, de los que sobrevivieron cuatro: Hans, Magdalena, Martín y Paulus, que llenaron de júbilo al predicador. Doctrinalmente nada de ello debe sorprender; pocos años antes, Lutero había dado a luz su obra Opinión sobre las órdenes monásticas, una vibrante exhortación a los monjes y monjas para que rompieran sus votos de castidad, recomendación que fue muy bien acogida, hasta el punto de que no pocos religiosos agustinos de ambos sexos se comprometieron en uniones vistas desde la ortodoxia como sacrílegas.
La consolidación de la Reforma
El joven Lutero, de mediana estatura, que había sido «de cuerpo tan flaco y fatigado que se le podrían contar los huesos», fue engordando con la edad y el nuevo estado. Su amor a la buena mesa, y sobre todo a la cerveza, con la que reemplazaba el agua (estaba convencido de que el agua de Wittenberg era mortal), le convertirían en un hombre macizo y pesado, aunque siguiera tan vivaz como siempre. Se acentuó en él la vulgaridad agresiva de que siempre hizo gala y empleó cada vez palabras más rudas y groseras. Siguió siendo irritable; a duras penas conseguía controlar su carácter colérico y violento. «No consigo dominarme y quisiera dominar el mundo», dijo de sí mismo.
La nueva Iglesia, que oficiaba la misa en la lengua vernácula, tenía desde 1529 su catecismo escrito por Lutero (Grosser Katechismus y Kleiner Katechismus, el gran catecismo y el pequeño catecismo), su propio clero y un gran número de fieles. La influencia de la Reforma se había extendido por el norte y el este de Europa, y su prestigio contribuyó a convertir a Wittenberg en un centro intelectual de primer orden. La defensa tan encendida que hizo de la independencia de los gobernantes respecto del poder eclesiástico le valió el apoyo incondicional de muchos príncipes, hasta el punto de que a partir de esos momentos la Reforma pasó a ser más un asunto de reyes que de eclesiásticos, justo una de las cosas que se había propuesto Lutero desde un primer momento.

Lutero en un retrato de Cranach el Viejo (c. 1526)
Al prohibírsele la asistencia a la Dieta de Augsburgo, celebrada en 1530, por estar excomulgado e imposibilitado para hablar con el emperador, Lutero delegó la defensa reformista en la persona de su colaborador más querido y preparado, el humanista Philipp Melanchthon, quien presentó a los asistentes la Confesión de Augsburgo, texto redactado bajo la vigilancia de Lutero que exponía la profesión de fe protestante y veintiocho puntos de definitiva discrepancia con el catolicismo. Dos años más tarde, el emperador Carlos V, acuciado por la lucha que venía sosteniendo con los turcos en el Mediterráneo, no tuvo más remedio que transigir con el luteranismo firmando la Paz de Nuremberg, en la que se establecía la libertad para ejercer libre y públicamente el nuevo culto en territorio alemán.
Cuando en 1536 el papa Paulo III se decidió tardíamente a convocar el concilio de Trento, Lutero, ensoberbecido y encumbrado, dio por hecha su inutilidad alegando el irreversible alejamiento de ambas posiciones. Para reforzar aún más una postura tan disidente e intransigente, Lutero publicó los Artículos de Esmalcalda, en los que expuso todas las divergencias que habían causado la separación de ambas iglesias. Puso especial énfasis en la celebración de la misa (abominable y superflua para él) y en el papel del papa como único responsable del estado calamitoso al que había llegado la Iglesia cristiana.
Hacia 1537, la salud de Lutero comenzó a quebrarse de forma progresiva y alarmante para sus adeptos. El reformador envejecía y su humor se volvió hosco. Sufría jaquecas, zumbidos de oído y dolorosos cálculos renales, pero se negaba a seguir el consejo de su médico de moderar su afición a la comida y la bebida. La muerte de su hija Magdalena, en diciembre de 1542, ensombreció todavía más su ánimo. A principios de 1543 escribió: «Ya no puedo escribir ni leer. Me siento débil y cansado de vivir». Eran momentos penosos para Lutero, aquejado de una dolorosa lesión en la arteria coronaria y de profundas depresiones causadas por el resurgimiento del papado, por el intento de los judíos por reabrir la cuestión del mesianismo de Jesús de Nazaret y por el nuevo rebrote de la facción reformista más radical, la de los anabaptistas.
Pero precisamente por ello no podía permitirse el lujo de retirarse, y prosiguió su intensa actividad hasta la muerte. Encontró fuerzas para publicar en 1545 la célebre Reforma de Wittenberg, que era una suave exposición de la nueva doctrina. Unos meses más tarde reaccionaría violentamente ante la propagación del rumor de su deceso, que él atribuyó a los welches (italianos y franceses) y desmintió mediante sus Mentiras de los welches sobre la muerte del doctor Lutero. Y en 1545, en vísperas de su fallecimiento, publicó uno de sus más violentos panfletos con motivo del conflicto surgido en el concilio de Trento entre el emperador y el papa: Sobre el papado de Roma fundado por el diablo. La causticidad de tan encarnizado ataque al papado adquirió todavía un mayor relieve gracias a las célebres y grotescas caricaturas del papa que realizó Lucas Cranach el Viejo para ilustrar la publicación.
El 22 de enero de 1546, enfermo y cansado, el anciano reformador se dirigió a Eisleben, su ciudad natal. Debía actuar de árbitro en la disputa suscitada entre dos hermanos, Albretcht y Gebhard, condes de Mansfeld, a propósito de los ingresos de unas minas. El invierno sajón es frío y duro, y Lutero había sobrestimado sus fuerzas. El 18 de febrero, a las tres de la madrugada, falleció casi de repente. Los dos médicos que le atendieron apenas dispusieron de tiempo para hacer algo y nunca se pusieron de acuerdo sobre la causa de la muerte: un ataque de apoplejía, según uno; una angina pulmonar, según el otro; aunque igualmente pudiera haber sido cualquier otra cosa.

Sus restos fueron trasladados a Wittenberg en un ataúd de estaño, y al paso de la comitiva sonaba el toque fúnebre de las campanas. Fue enterrado el 22 de febrero en la iglesia de Todos los Santos, bajo el púlpito. Un año después de su muerte, el emperador Carlos V entró en la ciudad tras la victoria sobre los protestantes en Mühlberg, y obligó a la esposa del Elector de Sajonia a entregarle aquella plaza a cambio de la vida de su marido hecho prisionero. En aquellas circunstancias el duque de Alba, poco amigo de miramientos, propuso al emperador desenterrar el cadáver de Lutero, incinerarlo y aventar las cenizas, pero Carlos no consintió en ello, arguyendo que él hacía la guerra contra los vivos y no contra los muertos. Verdaderamente hubiera sido inútil; tras su muerte, la Reforma protestante se extendería por el mundo a pasos agigantados, penetrando en miles de hogares y conformando la manera de pensar, sentir y vivir de millones de seres.

Juan Calvino

(Jean Cauvin o Calvin; Noyon, Francia, 1509 - Ginebra, 1564) Teólogo y reformador protestante. Educado en el catolicismo, cursó estudios de teología, humanidades y derecho. Con poco más de veinte años se convirtió al protestantismo, al adoptar los puntos de vista de Lutero: negación de la autoridad de la Iglesia de Roma, importancia primordial de la Biblia y doctrina de la salvación a través de la fe y no de las obras.

Juan Calvino
Tales convicciones le obligaron a abandonar París en 1534 y buscar refugio en Basilea (Suiza). 1536 fue un año decisivo en su vida: por un lado, publicó un libro en el cual sistematizaba la doctrina protestante -Las instituciones de la religión cristiana-, que alcanzaría enseguida una gran difusión; y por otro, llegó a Ginebra, en donde la creciente comunidad protestante le pidió que se quedara para ser su guía espiritual. Calvino se instaló en Ginebra, pero sus autoridades le expulsaron de la ciudad en 1538 por el excesivo rigor moral que había tratado de imponer a sus habitantes.
En 1541 los ginebrinos volvieron a llamarle y, esta vez, Calvino no se limitó a predicar y a tratar de influir en las costumbres, sino que asumió un verdadero poder político, que ejercería hasta su muerte. Aunque mantuvo formalmente las instituciones representativas tradicionales, estableció un control de hecho sobre la vida pública, basado en la asimilación de comunidad religiosa y comunidad civil.
Un Consistorio de ancianos y de pastores -dotado de amplios poderes para castigar- vigilaba y reprimía las conductas para adaptarlas estrictamente a la que suponían voluntad divina: fueron prohibidos y perseguidos el adulterio, la fornicación, el juego, la bebida, el baile y las canciones obscenas; hizo obligatoria la asistencia regular a los servicios religiosos; y fue intolerante con los que consideraba herejes (como Miguel Servet, al que hizo quemar en la hoguera en 1553). El culto se simplificó, reduciéndolo a la oración y la recitación de salmos, en templos extremadamente austeros de donde habían sido eliminados los altares, santos, velas y órganos.
La lucha por imponer todas estas innovaciones se prolongó hasta 1555, con persecuciones sangrientas, destierros y ejecuciones; después, Calvino reinó como un dictador incontestado. Ginebra se convirtió así en uno de los más importantes focos protestantes de Europa, desde donde irradiaba la Reforma. El propio Calvino se esforzó hasta el final de su vida por hacer proselitismo, extendiendo su influencia religiosa, especialmente hacia Francia.
Muerto Ulrico Zuinglio en 1531, Calvino se había erigido en el principal dirigente del protestantismo europeo, capaz de hacer frente a la Contrarreforma católica. El calvinismo superó pronto en influencia al luteranismo (limitado al norte de Alemania y los países escandinavos): calvinista fue el protestantismo dominante en Suiza y en Holanda, así como el de los hugonotes franceses, los presbiterianos escoceses o los puritanos ingleses (que después emigraron a Norteamérica), y otras comunidades importantes de tendencia calvinista surgieron en países como Hungría, Polonia y Alemania.
Calvino se opuso siempre a la fusión de las iglesias reformadas inspiradas por él con las de inspiración luterana, alegando irreductibles diferencias teológicas. Entre éstas destaca la doctrina de la predestinación: según Calvino, Dios ha decidido de antemano quiénes se salvaran y quiénes no, con independencia de su comportamiento en la vida; el hombre se salva si ha sido elegido para ese destino por Dios; y las buenas obras no constituyen méritos relevantes a ese respecto, sino una conducta también prevista por el Creador.
Quienes han sido destinados a la salvación han sido también destinados a llevar una vida recta; curiosamente, esta doctrina produjo entre los creyentes calvinistas un efecto moralizante, caracterizándose dichas comunidades por un extremado rigor moral y una dedicación sistemática al trabajo, como Calvino prescribió. Otras peculiaridades de su doctrina, como la de admitir el préstamo con interés (en contraste con los católicos y con los luteranos) han permitido que desde Max Weber algunos historiadores vieran en la ética calvinista el «caldo de cultivo» más propicio para el desarrollo de la moderna economía capitalista.

Enrique VIII de Inglaterra

(Greenwich, 1491 - Westminster, 1547) Rey de Inglaterra (1509-1547), perteneciente a la dinastía Tudor.

Enrique VIII de Inglaterra
Menos conocido por los logros de su reinado que por sus seis esposas, el celebérrimo Enrique VIII de Inglaterra ha pasado a la cultura popular con una imagen con frecuencia distorsionada. Se suele recordar a sus esposas engañadas, repudiadas o ejecutadas, olvidando que el propio monarca, en su legítima ansia de tener hijos varones en quien perpetuar la dinastía, fue a menudo víctima de las malas artes de sus mujeres, de consejeros poco competentes o simplemente de la fortuna.
Si bien la vida de alcoba de Enrique VIII fue fascinante y merece ser contada y conocida, no menos cierto es que poca incidencia histórica tuvo en su reinado, con la decisiva excepción de la triste historia de Ana Bolena: la amante y luego segundo esposa de Enrique VIII fue uno de los detonantes del cisma anglicano. Desligado de Roma, el rey pasó a ser cabeza de la Iglesia de Inglaterra, disolvió las órdenes religiosas e incautó sus bienes.
Las consecuencias fueron profundas: el poder real se vio fortalecido, y las riquezas obtenidas favorecieron una incipiente industrialización y el desarrollo de la marina inglesa, base de un futuro poderío militar y comercial que se manifestaría en la era isabelina, es decir, en el reinado de Isabel I de Inglaterra (1558-1603), hija precisamente de Ana Bolena. En política exterior, Enrique VIII supo mantener el difícil equilibrio de las potencias europeas, lo que da fe de su capacidad como estadista.
Biografía
Segundo hijo de Enrique VII de Inglaterra, el futuro Enrique VIII tenía nueve años cuando asistió como infante a los desposorios de su hermano mayor Arturo, príncipe de Gales, con Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos. Arturo era el primogénito y en consecuencia el heredero del trono de Enrique VII, quien con esta unión pretendía consolidar su alianza con España y asegurar una prolífica descendencia a su linaje.
Todo parecía ir viento en popa para los Tudor cuando, cinco meses después, siendo aún recientes los jubilosos ecos de la boda, el príncipe Arturo moría víctima de una gripe aguda ante la que los médicos de la época se mostraron impotentes. Súbitamente, todo pareció venirse abajo. La salud del rey Enrique VII era notoriamente mala y su único hijo superviviente, el futuro Enrique VIII, no había alcanzado aún la mayoría de edad. Inmediatamente fue declarado sucesor en previsión de cualquier contingencia.
En 1509 falleció Enrique VII, y Enrique VIII ocupó el trono destinado a su difunto hermano. Enrique VIII tenía entonces diecisiete años y era un apuesto mozo a quien no faltaba entendimiento ni habilidad política. Tras ceñir la corona en sustitución de su hermano, consideró que por razones de Estado era preciso reemplazarle también como esposo. Desprenderse de Catalina de Aragón y devolverla a su país suponía perder la cuantiosa dote aportada por sus padres y, lo que era aún más importante, cortar un lazo de inestimable valor con la corona española, más necesario que nunca en el revuelto contexto político europeo de aquel entonces.
La solución consistió en declarar nulo el enlace de la Catalina con Arturo. La propia Catalina de Aragón reconoció ante un tribunal eclesiástico que la unión anterior no se había consumado por incapacidad del cónyuge y que, por tanto, ella continuaba siendo doncella. La Santa Sede no tuvo inconveniente en otorgar la dispensa y, dos meses después de subir al trono, Enrique VIII se casó con Catalina de Aragón, cinco años mayor que él.
Catalina de Aragón
Desde el súbito fallecimiento de Arturo, Catalina de Aragón había permanecido recluida en la fortaleza galesa de Ludlow, entregada a rezos y lutos y en espera de lo que le deparase el destino. El largo encierro la había convertido en una matrona de marchita apariencia y exageradas costumbres devotas. Tras su boda con Enrique VIII dio a luz seis veces, pero el único varón nacido con vida sólo alentó durante cincuenta y dos días.

Catalina de Aragón
Enrique VIII empezó a tener interesados escrúpulos de conciencia y a considerar que el origen del maleficio estaba en la Biblia: "No debes descubrir la desnudez de la mujer de tu hermano", sentencia el Levítico. Su matrimonio con su cuñada, pensaba, no había sido válido, sino pecaminoso y prohibido; Catalina estaba maldita y era preciso deshacerse de ella. La coyuntura internacional permitió la adopción de medidas drásticas. La preponderancia en Europa del todopoderoso soberano español Carlos V, emperador romano-germánico y dueño de medio mundo, indujeron a Enrique VIII a aproximarse a Francia para contrarrestar su fuerza. Podía, pues, desembarazarse de Catalina sin perder aliados, aunque no iba a ser fácil encontrar un modo legal o aparentemente legal de hacerlo.
No menos determinante que la falta de descendencia y la coyuntura europea fue la entrada en escena de Ana Bolena, noble inglesa que, tras ser educada en Francia, había regresado en 1522 a la corte como dama de la reina Catalina. Su atractivo despertó pasiones entre personajes encumbrados, entre ellos el mismo Enrique VIII, que trató de seducirla y obstaculizó su boda con lord Henry Percy. Pero la ambiciosa Ana Bolena no estaba dispuesta a convertirse en mera amante; quería ser reina y, mediante una fríamente calculada alternancia de favores y desdenes, consiguió que Enrique VIII se enamorase perdidamente de ella.
El cisma anglicano
Culto e inteligente, Enrique VIII había mostrado desde su juventud su ferviente catolicismo. Había empleado su brillantez contra la reforma protestante lanzada por Lutero en 1520, mostrándose como un enérgico defensor de la fe católica. «Defensor de la fe» fue exactamente el título que le dio el papa León X por el Tratado de los siete sacramentos, que el monarca había escrito en 1521.
Pero esta situación cambiaría a raíz del conflicto desatado con la Iglesia por el acuciante problema sucesorio: el matrimonio con Catalina de Aragón no le había dado herederos varones. En 1527, Enrique VIII pidió al papa Clemente VII la anulación del matrimonio so pretexto del parentesco previo entre los cónyuges. El papa, presionado por Carlos V (que era sobrino de Catalina), negó la anulación, y Enrique VIII decidió romper con Roma, aconsejado por Thomas Cranmer y Thomas Cromwell.
Para ello, Enrique VIII se armó de argumentos recabando de diversas universidades europeas dictámenes favorables a su divorcio (1529); y aprovechó el descontento reinante entre el clero secular inglés por la excesiva fiscalidad papal y por la acumulación de riquezas en manos de las órdenes religiosas para hacerse reconocer jefe de la Iglesia de Inglaterra (1531).
En 1533 hizo que Thomas Cranmer (a quien había nombrado arzobispo de Canterbury) anulara su primer matrimonio y coronara reina a su amante, Ana Bolena. El papa Clemente VIII respondió con la excomunión del rey. La reacción de Enrique VIII no fue menos contundente: hizo aprobar en el Parlamento el Acta de Supremacía (1534), en virtud de la cual se declaraba la independencia de la Iglesia Anglicana y se erigía al rey en máxima autoridad de la misma.
La Iglesia de Inglaterra quedó así desligada de la obediencia de Roma y convertida en una Iglesia nacional independiente cuya cabeza era el propio rey, lo cual permitiría a la Corona expropiar y vender el patrimonio de los monasterios; los católicos ingleses que permanecieron fieles a Roma fueron perseguidos como traidores; su principal exponente, el humanista Tomás Moro, autor de Utopía, fue ejecutado en 1535.
Sin embargo, Enrique VIII no permitió que se pusieran en entredicho los dogmas fundamentales del catolicismo; para evitarlo dictó el Acta de los Seis Artículos(1539). Obviamente no pudo impedir que, después de su muerte, Cranmer llevase a cabo la reforma de la Iglesia Anglicana, que se situó definitivamente en el campo del cristianismo protestante, con la introducción de elementos luteranos y calvinistas.
Ana Bolena
Aun habiendo sido excomulgado y hallándose descontento consigo mismo y víctima de los remordimientos, nada impidió a Enrique VIII disfrutar de los favores de Ana Bolena, que se le había entregado con pasión en cuanto los acontecimientos comenzaron a favorecerla.

Ana Bolena
A mediados de marzo de 1533, Ana Bolena comunicó a su regio amante que estaba embarazada. Enrique, loco de júbilo, dispuso la ceremonia, que tuvo lugar el 1 de junio en la abadía de Westminster. Pocos vítores se escucharon entre la multitud: las gentes veían en ella a la concubina advenediza carente de escrúpulos que había hechizado a su buen rey con malas artes.
Tres meses después, la nueva reina dio a luz una hija que se llamaría Isabel y llegaría a ser una de las más grandes soberanas inglesas, pero Enrique VIII no podía saberlo y se sintió muy decepcionado: todo el escándalo no había servido para asegurar la sucesión. El alumbramiento de una hembra debilitó considerablemente la situación de Ana Bolena.
El 7 de enero de 1536 fallecía Catalina de Aragón, sola, abandonada y lejos de la corte. Veinte días después, Ana Bolena parió de nuevo, esta vez un hijo muerto. Enrique ni siquiera se dignó visitarla; acusada de adulterio, que hubo de confesar tras ser torturada, la altiva y calculadora cabeza de Ana no tardó en caer (19 de mayo de 1536) y el matrimonio fue declarado nulo por los prelados ingleses.
Juana Seymour
Mientras, el rey no había perdido el tiempo. Su nueva favorita se llamaba Juana Seymour y era una joven dama descendiente por rama colateral de Eduardo III. En contraste con la frialdad manipuladora y enérgica de Ana Bolena, Juana Seymour era una mujer tímida y dócil, pero también culta e inteligente, y fue probablemente, de entre todas sus esposas, la que más amó a Enrique VIII.

Juana Seymour
El monarca se prometió oficialmente con Juana dos días después de la ejecución de Ana Bolena. En 1537, Juana Seymour lo colmó de felicidad al darle un hijo varón, Eduardo, que sucedería a su padre como Eduardo VI. Se alejaba así el fantasma de la maldición que parecía pesar sobre la dinastía; el niño había nacido débil y enfermizo, pero el rey podía abrigar la esperanza de tener pronto más hijos varones, fuertes y sanos. De ahí que se sumiera en la tristeza cuando, dos semanas después del parto, Juana Seymour falleció de unas fiebres puerperales. Enrique VIII la hizo enterrar en el panteón real de Windsor; oficialmente, Juana Seymour había sido la primera reina.
Ana de Clèves
Transcurrieron dos años antes de que se decidiera a contraer nuevas nupcias. En 1540, Enrique VIII volvió a casarse con Ana de Clèves para fortalecer la alianza de Inglaterra con los protestantes alemanes. Cumplidos los cuarenta y siete años y repuesto ya de la desaparición de Juana, se había decidido a probar fortuna una vez más alentado por su valido Thomas Cromwell, quien le mostró un cautivador retrato de la princesa Ana de Clèves pintado por Hans Holbein el Joven, en el que aparecía una muchacha adorable de angelicales facciones.

Ana de Clèves (retrato de Hans Holbein)
Perteneciente a la nobleza alemana, Ana de Clèves vivía lejos de Londres y jamás había pisado Inglaterra, pero ello no fue óbice para que se firmaran solemnemente las capitulaciones y para que se dispusiera el encuentro del rey con su futura esposa. Por desgracia para Enrique, el maestro Holbein había sido en exceso piadoso con su modelo; Ana tenía el semblante marcado por la viruela, la nariz enorme y los dientes horrorosamente saltones. Además, desconocía otro idioma que no fuera el alemán y su voz recordaba el relincho de un caballo.
El desdichado marido aceptó el yugo que se le imponía y accedió al casamiento por tratarse de una obligación contraída de antemano, pero no pudo consumar la unión porque, según sus palabras, le era imposible vencer la repugnancia que sentía "en compañía de aquella yegua flamenca de pechos flácidos y risa destemplada".
Apenas seis meses después de la boda, la reina fue "expedida" al palacio de Richmond y se iniciaron los trámites para sentenciar la disolución del vínculo. Ana de Clèves fue compensada con dos vastas residencias campestres y una jugosa pensión a cambio de no aparecer nunca más por la corte. Nombrada honoríficamente "Su Gracia la Hermana del Rey", permaneció recluida en sus posesiones el resto de su existencia y cumplió con los términos del pacto.
Catalina Howard
El caso de la siguiente esposa, Catalina Howard, tuvo un comienzo completamente opuesto. Si bien los retratos que se conservan de ella no le hacen justicia, hoy se sabe que en persona resultaba deslumbrante. En presencia de aquella ninfa, el rey creyó estar soñando. Sus avellanados ojos, sus cabellos rojizos y su figura perfecta hechizaron de tal modo al monarca que la boda fue dispuesta con una inusual celeridad.

Catalina Howard
Todo el boato de la corte de los Tudor, extinguido tras la muerte de Juana Seymour, apareció de nuevo bajo el estímulo de la nueva reina, esplendorosa, vivaz y siempre risueña. Enrique VIII parecía estar viviendo una segunda juventud, pero su entusiasmo fue breve. Cuanto se había inventado para desacreditar a Ana Bolena y llevarla al patíbulo resultó ser una verdad incontrovertible en el caso de Catalina Howard: al parecer, la caprichosa muchacha había sostenido relaciones amorosas con su preceptor y con varios músicos desde la edad de trece años, actividad que había continuado incluso después de su enlace con el rey.
La nómina de sus amantes se incrementó por momentos y algunos galanes de la corte fueron descuartizados tras confesar sus relaciones con Catalina. La reina fue tildada crudamente de "ser ramera antes del matrimonio y adúltera después de él". El 12 de febrero de 1542 fue ejecutada en el mismo lugar que Ana Bolena y por el mismo verdugo.
Catalina Parr
Con este currículum a sus espaldas, no es de extrañar que, cuando una bellísima duquesa recibió años después a unos comisionados reales encargados de pedir su mano en nombre de Enrique VIII, ella respondiese sin pestañear: "Digan a Su Majestad que me casaría con él si tuviera una cabeza de repuesto". Porque el rey, a pesar de haber engordado considerablemente y ser víctima de intensos ataques de gota, deseaba una nueva esposa.

Catalina Parr
El príncipe heredero era demasiado débil y no hacía concebir esperanzas, así que para asegurar la sucesión era necesaria una nueva reina que le diese más hijos. Sin embargo, Enrique VIII era el primero en mostrarse escéptico, sobre todo después de las muchas decepciones y pesadumbres que las mujeres le habían proporcionado en sus matrimonios y amoríos anteriores: "Ahora soy viejo y necesito más una enfermera que una esposa; dudo que haya alguna mujer dispuesta a soportarme y a cuidar de mi pobre cuerpo."
Sin embargo, esa mujer apareció en la vida del anciano rey. Se trataba de Catalina Parr, dama de noble condición que había estado casada dos veces, poseía una considerable fortuna y era extraordinariamente culta para su tiempo. Hacendosa, responsable, estudiosa e inteligente, no había duda de que se trataba de la persona idónea para acompañar al rey en sus últimos años. Al acceder al trono no dio ni una sola muestra de arrogancia. Discretamente pero con eficacia tomó a su cargo todos los asuntos domésticos y supo proporcionar a Enrique, tras sus trágicos matrimonios anteriores, cinco años de paz y sosegada vejez.
El soberano murió el 28 de enero de 1547. En su entierro, junto al estandarte real, se colocaron las enseñas familiares de Juana Seymour y Catalina Parr, las dos únicas mujeres que oficialmente habían contraído matrimonio con Enrique VIII y por lo tanto figuraban como reinas. Atrás quedaban la devota Catalina de Aragón, la ambiciosa Ana Bolena, la poco agraciada Ana de Clèves y la lujuriosa Catalina Howard, forjadoras de un funesto destino del que la casa Tudor escapó milagrosamente.
Le sucedió en el trono su único hijo varón, Eduardo VI, nacido del matrimonio con Juana Seymour, que contaba sólo nueve años y falleció en 1553. Se abrió entonces un periodo de reacción católica bajo el reinado de María I Tudor, hija mayor de Enrique VIII, nacida de su matrimonio con Catalina de Aragón. Al morir María Tudor en 1558, ocupó el trono otra hija de Enrique VIII, Isabel I, nacida del matrimonio con Ana Bolena.
El reinado de Enrique VIII
Es preciso señalar que el episodio de Catalina de Aragón y Ana Bolena tuvo una incidencia fundamental en su reinado; a consecuencia del Acta de Supremacía(1534), los destinos de Inglaterra tomaron un rumbo bien distinto a los que podían señalarse como probables. El Acta de Supremacía creó una Iglesia anglicana desligada de la católica y sometida a la autoridad real, aunque sin renunciar a los dogmas y condenando las doctrinas reformadas (Acta de los Seis Artículos, 1539). Pero si bien esta Iglesia fue al principio tan sólo cismática, no heterodoxa, no tardaría en distanciarse del dogma y en acercarse al luteranismo.
La hegemonía del monarca sobre la Iglesia sería el firme fundamento sobre el que se asentó una nueva era. La monarquía se enriqueció con los beneficios obtenidos con la venta de los bienes eclesiásticos (en 1539 fueron disueltas las órdenes religiosas e incautados todos sus bienes), lo que abrió una etapa de prosperidad económica que favoreció una naciente industrialización y condujo a la creación de una poderosa flota marítima, base del posterior poderío militar y comercial.
El reinado de Enrique VIII de Inglaterra, en suma, se caracterizó por un fortalecimiento de la autoridad real, al someter por entero a la Iglesia y eliminar las últimas estructuras feudales. Ello no impidió la consolidación del Parlamento, a la vez como instrumento de la política del rey y como órgano representativo del reino. El País de Gales fue asimilado a Inglaterra (1536) y se centralizó la jurisdicción sobre las Marcas. Se anexionó además Irlanda, de la que Enrique VIII fue proclamado rey en 1541.
Otro capítulo importante fueron las campañas victoriosas contra Escocia en 1512-1513 y en 1542-1545, que no fueron suficientes para unificar Gran Bretaña bajo su poder. Por otra parte, Inglaterra incrementó su protagonismo en Europa, gracias al crecimiento de su marina de guerra y a una política exterior dominada por la búsqueda del equilibrio entre las potencias continentales: primero luchó contra Francia aliándose con Carlos V, pero cuando, tras la victoria de Pavía (1525), le pareció que el emperador español alcanzaba un poderío excesivo, Enrique VIII se alió contra él al lado del monarca francés Francisco I.

Leonardo da Vinci

Considerado el paradigma del homo universalis, del sabio renacentista versado en todos los ámbitos del conocimiento humano, Leonardo da Vinci (1452-1519) incursionó en campos tan variados como la aerodinámica, la hidráulica, la anatomía, la botánica, la pintura, la escultura y la arquitectura, entre otros. Sus investigaciones científicas fueron, en gran medida, olvidadas y minusvaloradas por sus contemporáneos; su producción pictórica, en cambio, fue de inmediato reconocida como la de un maestro capaz de materializar el ideal de belleza en obras de turbadora sugestión y delicada poesía.

Recreación de un retrato de Leonardo
En el plano artístico, Leonardo conforma, junto con Miguel Ángel y Rafael, la tríada de los grandes maestros del Cinquecento, y, pese a la parquedad de su obra, la historia de la pintura lo cuenta entre sus mayores genios. Por los demás, es posible que de la poderosa fascinación que suscitan sus obras maestras (con La Giocondaa la cabeza) proceda aquella otra fascinación en torno a su figura que no ha cesado de crecer con los siglos, alimentada por los múltiples enigmas que envuelven su biografía, algunos de ellos triviales, como la escritura de derecha a izquierda, y otros ciertamente inquietantes, como aquellas visionarias invenciones cinco siglos adelantadas a su tiempo.
Juventud y descubrimientos técnicos
Leonardo nació en 1452 en la villa toscana de Vinci, hijo natural de una campesina, Caterina (que se casó poco después con un artesano de la región), y de Ser Piero, un rico notario florentino. Italia era entonces un mosaico de ciudades-estado como Florencia, pequeñas repúblicas como Venecia y feudos bajo el poder de los príncipes o el papa. El Imperio romano de Oriente cayó en 1453 ante los turcos y apenas sobrevivía aún, muy reducido, el Sacro Imperio Romano Germánico; era una época violenta en la que, sin embargo, el esplendor de las cortes no tenía límites.
A pesar de que su padre se casaría cuatro veces, sólo tuvo hijos (once en total, con los que Leonardo entablaría pleitos por la herencia paterna) en sus dos últimos matrimonios, por lo que el pequeño Leonardo se crió como hijo único. Su enorme curiosidad se manifestó tempranamente: ya en la infancia dibujaba animales mitológicos de su propia invención, inspirados en una profunda observación del entorno natural en el que creció. Giorgio Vasari, su primer biógrafo, relata cómo el genio de Leonardo, siendo aún un niño, creó un escudo de Medusa con dragones que aterrorizó a su padre cuando se topó con él por sorpresa.
Consciente del talento de su hijo, su padre le permitió ingresar como aprendiz en el taller de Andrea del Verrocchio. A lo largo de los seis años que el gremio de pintores prescribía como instrucción antes de ser reconocido como artista libre, Leonardo aprendió pintura, escultura y técnicas y mecánicas de la creación artística. El primer trabajo suyo del que se tiene certera noticia fue la construcción de la esfera de cobre proyectada por Brunelleschi para coronar la iglesia de Santa Maria dei Fiori. Junto al taller de Verrocchio, además, se encontraba el de Antonio Pollaiuolo, en donde Leonardo hizo sus primeros estudios de anatomía y, quizá, se inició también en el conocimiento del latín y el griego.
Joven agraciado y vigoroso, Leonardo había heredado la fuerza física de la estirpe de su padre; es muy probable que fuera el modelo para la cabeza de San Miguel en el cuadro de Verrocchio Tobías y el ángel, de finos y bellos rasgos. Por lo demás, su gran imaginación creativa y la temprana pericia de su pincel no tardaron en superar a las de su maestro. En el Bautismo de Cristo, por ejemplo, los inspirados ángeles pintados por Leonardo contrastan con la brusquedad del Bautista hecho por Verrocchio.

Ángeles atribuidos a Leonardo en el Bautismo de Cristo (c. 1475), de Andrea del Verrocchio
El joven discípulo utilizaba allí por vez primera una novedosa técnica recién llegada de los Países Bajos: la pintura al óleo, que permitía una mayor blandura en el trazo y una más profunda penetración en la tela. Además de los extraordinarios dibujos y de la participación virtuosa en otros cuadros de su maestro, sus grandes obras de este período son un San Jerónimo y el gran panel La adoración de los Magos(ambos inconclusos), notables por el innovador dinamismo otorgado por la destreza en los contrastes de rasgos, en la composición geométrica de la escena y en el extraordinario manejo de la técnica del claroscuro.
Florencia era entonces una de las ciudades más ricas de Europa; las numerosas tejedurías y los talleres de manufacturas de sedas y brocados de oriente y de lanas de occidente la convertían en el gran centro comercial de la península itálica; allí los Medici habían establecido una corte cuyo esplendor debía no poco a los artistas con que contaba. Pero cuando el joven Leonardo comprobó que no conseguía de Lorenzo el Magnífico más que alabanzas a sus virtudes de buen cortesano, a sus treinta años decidió buscar un horizonte más prospero.
Primer período milanés (1482-1499)
En 1482 se presentó ante el poderoso Ludovico Sforza, el hombre fuerte de Milán, en cuya corte se quedaría diecisiete años como «pictor et ingenierius ducalis». Aunque su ocupación principal era la de ingeniero militar, sus proyectos (casi todos irrealizados) abarcaron la hidráulica, la mecánica (con innovadores sistemas de palancas para multiplicar la fuerza humana) y la arquitectura, además de la pintura y la escultura. Fue su período de pleno desarrollo; siguiendo las bases matemáticas fijadas por Leon Battista Alberti y Piero della Francesca, Leonardo comenzó sus apuntes para la formulación de una ciencia de la pintura, al tiempo que se ejercitaba en la ejecución y fabricación de laúdes.
Estimulado por la dramática peste que asoló Milán y cuya causa veía Leonardo en el hacinamiento y suciedad de la ciudad, proyectó espaciosas villas, hizo planos para canalizaciones de ríos e ingeniosos sistemas de defensa ante la artillería enemiga. Habiendo recibido de Ludovico el encargo de crear una monumental estatua ecuestre en honor de Francesco, el fundador de la dinastía Sforza, Leonardo trabajó durante dieciséis años en el proyecto del «gran caballo», que no se concretaría más que en un modelo en barro, destruido poco después durante una batalla.

Resultó sobre todo fecunda su amistad con el matemático Luca Pacioli, fraile franciscano que hacia 1496 concluyó su tratado De la divina proporción, ilustrado por Leonardo. Ponderando la vista como el instrumento de conocimiento más certero con que cuenta el ser humano, Leonardo sostuvo que a través de una atenta observación debían reconocerse los objetos en su forma y estructura para describirlos en la pintura de la manera más exacta. De este modo el dibujo se convertía en el instrumento fundamental de su método didáctico, al punto que podía decirse que en sus apuntes el texto estaba para explicar el dibujo, y no al revés, razón por la que Leonardo da Vinci ha sido reconocido como el creador de la moderna ilustración científica.
El ideal del saper vedere guió todos sus estudios, que en la década de 1490 comenzaron a perfilarse como una serie de tratados inconclusos que serían luego recopilados en el Codex Atlanticus, así llamado por su gran tamaño. Incluye trabajos sobre pintura, arquitectura, mecánica, anatomía, geografía, botánica, hidráulica y aerodinámica, fundiendo arte y ciencia en una cosmología individual que da, además, una vía de salida para un debate estético que se encontraba anclado en un más bien estéril neoplatonismo.
Aunque no parece que Leonardo se preocupara demasiado por formar su propia escuela, en su taller milanés se creó poco a poco un grupo de fieles aprendices y alumnos: Giovanni Boltraffio, Ambrogio de Predis, Andrea Solari y su inseparable Salai, entre otros; los estudiosos no se han puesto de acuerdo aún acerca de la exacta atribución de algunas obras de este período, tales como la Madona Litta o el retrato de Lucrezia Crivelli.

Detalle de La Virgen de las Rocas (segunda versión, c. 1507)
Contratado en 1483 por la hermandad de la Inmaculada Concepción para realizar una pintura para la iglesia de San Francisco, Leonardo emprendió la realización de lo que sería la celebérrima Virgen de las Rocas, cuyo resultado final, en dos versiones, no estaría listo a los ocho meses que marcaba el contrato, sino veinte años más tarde. En ambas versiones la estructura triangular de la composición, la gracia de las figuras y el brillante uso del famoso sfumato para realzar el sentido visionario de la escena supusieron una revolución estética para sus contemporáneos.
A este mismo período pertenecen el retrato de Ginevra de Benci (1475-1478), con su innovadora relación de proximidad y distancia, y la belleza expresiva de La belle Ferronnière. Pero hacia 1498 Leonardo finalizaba una pintura mural, en principio un encargo modesto para el refectorio del convento dominico de Santa Maria dalle Grazie, que se convertiría en su definitiva consagración pictórica: La Última Cena. Necesitamos hoy un esfuerzo para comprender su esplendor original, ya que se deterioró rápidamente y fue mal restaurada muchas veces. La genial captación plástica del dramático momento en que Jesucristo dice a los apóstoles «uno de vosotros me traicionará» otorga a la escena una unidad psicológica y una dinámica aprehensión del momento fugaz de sorpresa de los comensales (del que sólo Judas queda excluido). El mural se convirtió no sólo en un celebrado icono cristiano, sino también en un objeto de peregrinación para artistas de todo el continente.
El regreso a Florencia
A finales de 1499 los franceses entraron en Milán; Ludovico el Moro perdió el poder. Leonardo abandonó la ciudad acompañado de Pacioli y, tras una breve estancia en Mantua, en casa de su admiradora la marquesa Isabel de Este, llegó a Venecia. Acosada por los turcos, que ya dominaban la costa dálmata y amenazaban con tomar el Friuli, la Signoria de Venecia contrató a Leonardo como ingeniero militar.
En pocas semanas proyectó una cantidad de artefactos cuya realización concreta no se haría sino, en muchos casos, hasta los siglos XIX o XX: desde una suerte de submarino individual, con un tubo de cuero para tomar aire destinado a unos soldados que, armados con taladro, atacarían a las embarcaciones por debajo, hasta grandes piezas de artillería con proyectiles de acción retardada y barcos con doble pared para resistir las embestidas. Los costes desorbitados, la falta de tiempo y, quizá, las pretensiones de Leonardo en el reparto del botín, excesivas para los venecianos, hicieron que las geniales ideas no pasaran de bocetos. En abril de 1500, tras casi veinte años de ausencia, Leonardo da Vinci regresó a Florencia.
Dominaba entonces la ciudad César Borgia, hijo del papa Alejandro VI. Descrito por el propio Maquiavelo como «modelo insuperable» de intrigador político y déspota, este hombre ambicioso y temido se estaba preparando para lanzarse a la conquista de nuevos territorios. Leonardo, nuevamente como ingeniero militar, recorrió los territorios del norte, trazando mapas, calculando distancias precisas y proyectando puentes y nuevas armas de artillería. Pero poco después el condottiero cayó en desgracia: sus capitanes se sublevaron, su padre fue envenenado y él mismo cayó gravemente enfermo. En 1503 Leonardo volvió a Florencia, que por entonces se encontraba en guerra con Pisa, y concibió allí su genial proyecto de desviar el río Arno por detrás de la ciudad enemiga para cercarla, contemplando además la construcción de un canal como vía navegable que comunicase Florencia con el mar. El proyecto sólo se concretó en los extraordinarios mapas de su autor.

Santa Ana, la Virgen y el Niño (c. 1510)
Pero Leonardo ya era reconocido como uno de los mayores maestros de Italia. En 1501 había trazado un boceto de su Santa Ana, la Virgen y el Niño, que trasladaría al lienzo a finales de la década. En 1503 recibió el encargo de pintar un gran mural (el doble del tamaño de La Última Cena) en el palacio Viejo: la nobleza florentina quería inmortalizar algunas escenas históricas de su gloria. Leonardo trabajó tres años en La batalla de Anghiari, que quedaría inconclusa y sería luego desprendida por su deterioro. Pese a la pérdida, circularon bocetos y copias que admirarían a Rafael e inspirarían, un siglo más tarde, una célebre reproducción de Peter Paul Rubens.
También sólo en copias sobrevivió otra gran obra de este periodo: Leda y el cisne. Sin embargo, la cumbre de esta etapa florentina (y una de las pocas obras acabadas por Leonardo) fue el retrato de Mona (abreviatura de Madonna) Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo, razón por la que el cuadro es conocido como La Mona Lisa o La Gioconda. Obra famosa desde el momento de su creación, se convirtió en modelo de retrato y casi nadie escaparía a su influjo en el mundo de la pintura. Como cuadro y como personaje, la mítica Gioconda ha inspirado infinidad de libros y leyendas, y hasta una ópera; pero es poco lo que se conoce a ciencia cierta. Ni siquiera se sabe quién encargó el cuadro, que Leonardo llevaría consigo en su continua peregrinación vital hasta sus últimos años en Francia, donde lo vendió al rey Francisco I por cuatro mil piezas de oro.

Detalle de La Gioconda (c. 1503-1507)
Perfeccionando su propio hallazgo del sfumato, llevándolo a una concreción casi milagrosa, Leonardo logró plasmar un gesto entre lo fugaz y lo perenne: la «enigmática sonrisa» de la Gioconda es uno de los capítulos más admirados, comentados e imitados de la historia del arte, y su misterio sigue aún hoy fascinando. Existe la leyenda de que Leonardo promovía ese gesto en su modelo haciendo sonar laúdes mientras ella posaba; el cuadro, que ha atravesado no pocas vicisitudes, ha sido considerado como cumbre y resumen del talento y de la «ciencia pictórica» de su autor.
De nuevo en Milán (1506-1513)
El interés de Leonardo por los estudios científicos era cada vez más intenso. Asistía a disecciones de cadáveres, sobre los que confeccionaba dibujos para describir la estructura y funcionamiento del cuerpo humano; al mismo tiempo hacía sistemáticas observaciones del vuelo de los pájaros (sobre los que planeaba escribir un tratado), con la convicción de que también el hombre podría volar si llegaba a conocer las leyes de la resistencia del aire (algunos apuntes de este período se han visto como claros precursores del moderno helicóptero).
Absorto por estas cavilaciones e inquietudes, Leonardo no dudó en abandonar Florencia cuando en 1506 Charles d'Amboise, gobernador francés de Milán, le ofreció el cargo de arquitecto y pintor de la corte; honrado y admirado por su nuevo patrón, Leonardo da Vinci proyectó para él un castillo y ejecutó bocetos para el oratorio de Santa Maria dalla Fontana, fundado por el mecenas. Su estadía milanesa sólo se interrumpió en el invierno de 1507, cuando colaboró en Florencia con el escultor Giovanni Francesco Rustici en la ejecución de los bronces del baptisterio de la ciudad.
Quizás excesivamente avejentado para los cincuenta años que contaba entonces, su rostro fue tomado por Rafael como modelo del sublime Platón para su obra La escuela de Atenas. Leonardo, en cambio, pintaba poco, dedicándose a recopilar sus escritos y a profundizar en sus estudios: con la idea de tener finalizado para 1510 su tratado de anatomía, trabajaba junto a Marcantonio della Torre, el más célebre anatomista de su tiempo, en la descripción de órganos y el estudio de la fisiología humana.

Leonardo como Platón en La escuela de Atenas (1511), de Rafael
El ideal leonardesco de la «percepción cosmológica» se manifestaba en múltiples ramas: escribía sobre matemáticas, óptica, mecánica, geología, botánica; su búsqueda tendía hacia el encuentro de leyes, funciones y armonías compatibles para todas estas disciplinas, para la naturaleza como unidad. Paralelamente, a sus antiguos discípulos se sumaron algunos nuevos, entre ellos el joven noble Francesco Melzi, fiel amigo del maestro hasta su muerte. Junto a Ambrogio de Predis, Leonardo culminó hacia 1507 la segunda versión de La Virgen de las Rocas; poco antes, había dejado sin cumplir un encargo del rey de Francia para pintar dos madonnas.
El nuevo hombre fuerte de Milán era entonces Gian Giacomo Trivulzio, quien pretendía retomar para sí el monumental proyecto del «gran caballo», convirtiéndolo en una estatua funeraria para su propia tumba en la capilla de San Nazaro Magiore; pero tampoco esta vez el monumento ecuestre pasó de los bocetos, lo que supuso para Leonardo su segunda frustración como escultor. En 1513 una nueva situación de inestabilidad política lo empujó a abandonar Milán; junto a Melzi y Salai marchó a Roma, donde se albergó en el belvedere de Giuliano de Médicis, hermano del nuevo papa León X.
Últimos años: Roma y Francia
En el Vaticano vivió una etapa de tranquilidad, con un sueldo digno y sin grandes obligaciones: dibujó mapas, estudió antiguos monumentos romanos, proyectó una gran residencia para los Médicis en Florencia y, además, reanudó su estrecha amistad con el gran arquitecto Donato Bramante, hasta el fallecimiento de éste en 1514. Pero en 1516, muerto su protector Giuliano de Médicis, Leonardo dejó Italia definitivamente para pasar los tres últimos años de su vida en el palacio de Cloux como «primer pintor, arquitecto y mecánico del rey».
El gran respeto que le dispensó Francisco I de Francia hizo que Leonardo pasase esta última etapa de su vida más bien como un miembro de la nobleza que como un empleado de la casa real. Fatigado y concentrado en la redacción de sus últimas páginas para el nunca concluido Tratado de la pintura, cultivó más la teoría que la práctica, aunque todavía ejecutó extraordinarios dibujos sobre temas bíblicos y apocalípticos. Alcanzó a completar el ambiguo San Juan Bautista, un andrógino duende que desborda gracia, sensualidad y misterio; de hecho, sus discípulos lo imitarían poco después convirtiéndolo en un pagano Baco, que hoy puede verse en el Louvre de París.

Detalle de San Juan Bautista (c. 1516)
A partir de 1517 su salud, hasta entonces inquebrantable, comenzó a desmejorar. Su brazo derecho quedó paralizado; pero, con su incansable mano izquierda, Leonardo aún hizo bocetos de proyectos urbanísticos, de drenajes de ríos y hasta decorados para las fiestas palaciegas. Convertida en una especie de museo, su casa de Amboise estaba repleta de los papeles y apuntes que contenían las ideas de este hombre excepcional, muchas de las cuales deberían esperar siglos para demostrar su factibilidad y aun su necesidad; llegó incluso, en esta época, a concebir la idea de hacer casas prefabricadas. Sólo por las tres telas que eligió para que lo acompañasen en su última etapa (San Juan BautistaLa Gioconda y Santa Ana, la Virgen y el Niño) puede decirse que Leonardo poseía entonces uno de los grandes tesoros de su tiempo.

El 2 de mayo de 1519 murió en Cloux; su testamento legaba a Melzi todos sus libros, manuscritos y dibujos, que el discípulo se encargó de retornar a Italia. Como suele suceder con los grandes genios, se han tejido en torno a su muerte algunas leyendas; una de ellas, inspirada por Vasari, pretende que Leonardo, arrepentido de no haber llevado una existencia regida por las leyes de la Iglesia, se confesó largamente y, con sus últimas fuerzas, se incorporó del lecho mortuorio para recibir, antes de expirar, los sacramentos.

Miguel Ángel

Michelangelo Buonarroti fue un hombre solitario, iracundo y soberbio, constantemente desgarrado por sus pasiones y su genio. Dominó las cuatro nobles artes que solicitaron de su talento: la escultura, la pintura, la arquitectura y la poesía, siendo en esto parangonable a otro genio polifacético de su época, Leonardo da Vinci. Durante su larga vida amasó grandes riquezas, pero era sobrio en extremo, incluso avaro, y jamás disfrutó de sus bienes. Si Hipócrates afirmó que el hombre es todo él enfermedad, Miguel Ángel encarnó su máxima fiel y exageradamente, pues no hubo día que no asegurase padecer una u otra dolencia.

Miguel Ángel (retrato de Baccio Bandinelli, 1522)
Quizás por ello su existencia fue una continua lucha, un esfuerzo desesperado por no ceder ante los hombres ni ante las circunstancias. Acostumbraba a decir en sus últimos días que para él la vida había sido una batalla constante contra la muerte. Fue una batalla de casi noventa años, una lucha incruenta cuyo resultado no fueron ruinas y cadáveres, sino algunas de las más bellas y grandiosas obras de arte que la humanidad afortunadamente ha conocido.
La dorada Florencia
En Caprese, hermosa aldea rodeada de prados y encinares, nació el 6 de marzo de 1475 Miguel Ángel, hijo de Ludovico Buonarroti y de Francesa di Neri di Miniato del Sera. Su padre descendía de artesanos y, quizás por ello, siempre se opuso a la vocación de su hijo; consideraba que el comercio era mucho más rentable y distinguido que cualquier actividad manual plebeya. Miguel Ángel siempre estuvo agradecido a su nodriza, mujer de un cincelador, pues aseguraba que con su leche había mamado "el escoplo y el mazo para hacer las estatuas".
Cuando siendo apenas un adolescente el joven Buonarroti se trasladó a Florencia, la ciudad vivía uno de sus momentos más esplendorosos. Lorenzo de Médicis, llamado el Magnífico, reinaba sobre los florentinos impregnándolo todo de belleza y sabiduría. Refinado y abrumadoramente inteligente, Lorenzo era un extraordinario príncipe poeta, considerado un erudito por los helenistas, un guerrero invencible por los soldados y un amante insuperable por los libertinos.
En la corte de este dechado de virtudes, rodeado de pensadores de la talla de Pico della Mirandola, Poliziano o Marsilio Ficino, y junto a maestros como Domenico Ghirlandaio o Sandro Botticelli, Miguel Ángel dio sus primeros pasos por el rutilante camino de las bellas artes. En el jardín de San Marcos, que Lorenzo había hecho decorar con antiguas estatuas, el joven escultor pudo estudiar a los autores del pasado e imbuirse de su técnica. El lugar se había convertido en una especie de academia al aire libre donde los jóvenes se ejercitaban bajo la dirección de un discípulo de Donatello, el maestro Bertoldo. El talento precoz de Miguel Ángel se reveló al cincelar una cabeza de fauno que suscitó el interés del propio príncipe, siempre en busca de nuevos valores a los que acoger bajo su protección. Inmediatamente, Miguel Ángel ingresó en la reducida y selecta nómina de sus favoritos.
Un día, mientras Miguel Ángel admiraba los frescos de Masaccio en el claustro de la iglesia del Carmine junto a Pietro Torrigiano, amigo y condiscípulo, surgió entre ambos una agria disputa. A Buonarroti le fascinaba la plasticidad de las figuras, que casi poseían relieve; para Torrigiano, los frescos carecían de brillantez y expresividad. La discusión acabó en reyerta: los muchachos intercambiaron algunos golpes y Pietro propinó a Miguel Ángel un puñetazo que le fracturó la nariz. El rostro de nuestro héroe quedó marcado por esa pequeña deformidad, que le amargaría en lo sucesivo. Sin embargo, un dolor aún mayor se adueñó de su corazón a raíz de la súbita muerte de Lorenzo el Magnífico, sobrevenida cuando el príncipe acababa de cumplir cuarenta y tres años. Ni Florencia ni Miguel Ángel volverían a ser como antes.
Primeras obras maestras
Tras la desaparición del Magnífico, Buonarroti dejó la corte y regresó a la casa paterna durante algunos meses. El nuevo señor de la ciudad, Piero de Médicis, tardó en acordarse de él, y cuando lo hizo fue para proponerle una efímera fama mediante un encargo sorprendente: había nevado en Florencia y quiso que Miguel Ángel modelara en el patio de su palacio una gran estatua de nieve. El blanco monumento fue tan de su agrado que, de un día para otro, el artista se convirtió por voluntad suya en un notorio personaje. Miguel Ángel aceptó los honores en silencio, ocultando el rencor que le producía tal afrenta, y luego decidió marcharse de Florencia antes que seguir soportando a aquel estúpido que en nada se parecía a su predecesor.

La Piedad (1498-1499)
Además, negros nubarrones se cernían sobre la ciudad. Los ejércitos franceses y españoles luchaban muy cerca de las murallas y, en el interior, un terrible fraile dominico llamado Girolamo Savonarola agitaba a las masas con su verbo ardiente contra el lujo pagano de los Médicis. Piero de Médicis acabó huyendo y Savonarola se apresuró a instaurar una república teocrática, pródiga en autos de fe y piras purificadoras donde se consumían libros, miniaturas, obras de arte y otros objetos impuros. Miguel Ángel nunca olvidó las prédicas de aquel iluminado, ni las llamas que terminaban para siempre con el sueño de una Florencia joven, alegre, culta y confiada.
Buonarroti se trasladó por primera vez a Roma en 1496. Allí estudió a fondo el arte clásico y esculpió dos de sus mejores obras juveniles: el delicioso Baco y la conmovedora Piedad, en las que su personalísimo estilo empezaba a manifestarse de manera rotunda e incontrovertible. Luego, de regreso a Florencia, acometió uno de sus proyectos más valientes, aceptando un desafío que ningún creador había osado hasta entonces: trabajar en un bloque de mármol de casi cinco metros de altura que yacía abandonado desde un siglo antes en la cantera del "duomo" florentino. Con abrumadora seguridad, Miguel Ángel hizo surgir de él el monumental David, como si la figura se hallase desde siempre en el interior de la piedra, creando para sus contemporáneos una imagen orgullosa e impresionante del joven héroe, en clara rivalidad con las dulces y adolescentes representaciones anteriores de Donatello y Verrocchio.
La Capilla Sixtina
En marzo de 1505 el artista fue requerido de nuevo en Roma por el papa Julio II. Se trataba de un pontífice de fuerte personalidad, vigoroso y tenaz, que iba a presidir el gran momento artístico e intelectual de la Roma renacentista, en la que destacarían por encima de todos dos artistas sublimes: Miguel Ángel Buonarroti y Rafael Sanzio de Urbino.
Julio II encargó a Buonarroti la realización de su monumento funerario. El proyecto original elaborado por Miguel Ángel preveía un vasto conjunto escultórico y arquitectónico con más de cuarenta estatuas destinadas a enaltecer el triunfo de la Iglesia. Pero algunos consejeros interesados susurraron al oído del papa que no podía ser de buen agüero construirse un mausoleo en vida, y Julio II arrinconó el proyecto de su monumento funerario para dedicarse a los planos que Bramante había realizado para la nueva basílica de San Pedro.

La creación de Adán (Capilla Sixtina, 1508-1512)
Miguel Ángel, despechado, abandonó Roma dispuesto a no regresar nunca más. Sin embargo, en mayo de 1508 aceptó un nuevo cometido del papa, quien deseaba mitigar su disgusto y compensarle de algún modo confiándole la decoración de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel aceptó, aunque estaba seguro de que el inspirador del nuevo encargo no podía ser otro que Bramante, su enemigo y competidor, que ansiaba verle fracasar como fresquista para sustituirle por su favorito, Rafael.
Pero Buonarroti no se arredró. Tras mandar construir un portentoso andamio que no tocaba la pared de la Sixtina por ningún punto, despidió con soberbia infinita a los expertos que se habían ofrecido a aconsejarle y comenzó los trabajos completamente solo, ocultándose de todas las miradas y llegando a enfermar del esfuerzo que suponía pintar durante horas recostado en aquellas duras tablas a la luz de un simple candil.
Sólo Julio II estaba autorizado a contemplar los progresos de Miguel Ángel y, aunque el artista trabajaba con rapidez, el pontífice comenzó a impacientarse, pues sentía cercano el día de su muerte. "¿Cuándo terminaréis?", preguntaba el papa, y Miguel Ángel respondía: "¡Cuando acabe!" En cierta ocasión, el Santo Padre amenazó a Buonarroti con tirarle del andamio, y éste repuso que estaba dispuesto a abandonar Roma y dejar los frescos inacabados. Las disputas entre ambos menudearon a lo largo de los cuatro años que duró la decoración de la bóveda de la capilla, concluida finalmente el día de Todos los Santos de 1512, cuatro meses antes del fallecimiento de Julio II.
A juicio de Giorgio Vasari, historiador del arte, arquitecto y pintor contemporáneo de Miguel Ángel, los frescos de la Capilla Sixtina eran "una obra cumbre de la pintura de todos los tiempos, con la que se desvanecían las tinieblas que durante siglos habían rodeado a los hombres y oscurecido el mundo". Julio II, en su lecho de muerte, se declaró feliz porque Dios le había dado fuerzas para ver terminada la obra de Miguel Ángel, pudiendo así conocer de antemano a través de ella cómo era el reino de los cielos.
Buonarroti se había inspirado en la forma real de la bóveda para insertar en ella gigantescas imágenes de los profetas y las sibilas, situando más arriba el desarrollo de la historia del Génesis y dejando la parte inferior para las figuras principales de la salvación de Israel y de los antepasados de Jesucristo. Mediante una inmensa variedad de perspectivas y la adaptación libre de cada personaje a la profundidad de la bóveda, Miguel Ángel consiguió crear uno de los conjuntos más asombrosos de toda la historia del arte, una obra de suprema belleza cuya contemplación sigue siendo hoy una experiencia inigualable.
Misterio y poesía
Desaparecido Julio II y finalizada la Capilla Sixtina, Miguel Ángel quiso reemprender los trabajos para el mausoleo del pontífice, pero una serie de modificaciones sobre el proyecto primitivo y de pleitos con los herederos del fallecido impidieron su consecución, lo que contribuyó a mortificar su ya de por sí amargado carácter. De la célebre tumba quedarían tan sólo dos obras, insignificantes comparadas con la grandiosidad del conjunto pero extraordinarias por sí mismas: los portentosos Esclavos que se conservan en el Museo del Louvre y el famoso Moisés, que expresa con su atormentada energía el mismo ideal de majestad que había inspirado las figuras de la Capilla Sixtina.
A partir de 1520 trabajaría principalmente en la Capilla Médicis de San Lorenzo, preparando los sepulcros de los hermanos Juliano y Lorenzo de Médicis y de sus descendientes homónimos, Juliano, duque de Nemours, y Lorenzo, duque de Urbino. Es una de sus obras más orgánicas y armoniosas, en la que arquitectura y escultura se funden en un todo excepcionalmente unitario y equilibrado. Las estatuas del Día, la Noche, la Aurora y el Crepúsculo están envueltas en un halo de misteriosa hermosura que ya en su tiempo y durante siglos sería objeto de conjeturas e interpretaciones contradictorias.

La Noche (1526-1531)
Miguel Ángel, halagado por la admiración que suscitaban y a la vez cansado de escuchar hipótesis sobre lo que podían significar, quiso dar voz a sus esculturas y acallar a los parlanchines que tanto disputaban con estos hermosos y delicados versos:
Me es grato el sueño y más ser de piedra;
mientras dura el engaño y la vergüenza,
no sentir y no ver me es gran ventura;
mas tú no me despiertes; ¡habla bajo!
Fue precisamente en esta época cuando Miguel Ángel empezó a prodigarse como poeta. En 1536 emprendió la realización de un grandioso fresco destinado a cubrir la pared del altar de la Capilla Sixtina: el Juicio Final. Ese mismo año conoció a Vittoria Colonna, marquesa de Pescara. A ella iba a dedicarle sus mejores sonetos, en los que refleja al mismo tiempo su pasión platónica y su admiración por la que sería la única mujer de su vida.
Vittoria Colonna representó, para el alma desilusionada y solitaria de Miguel Ángel, un consuelo y un remanso de paz; se erigió en guía espiritual y moral del artista y dio un nuevo sentido a su vida. Incluso después de la muerte de su amiga, quizás el único ser que supo comprenderle y amarle, Miguel Ángel mantuvo una actitud muy distinta al constante y angustiado batallar que había caracterizado hasta entonces su existencia, con lo que pudo afrontar con un insólito sosiego el paso de la madurez a la ancianidad.
Arquitectura precursora
En los últimos años de su vida, Buonarroti se reveló como un gran arquitecto. Fue en 1546 cuando el papa Paulo III le confió la dirección de las obras de San Pedro en sustitución de Antonio da Sangallo el Joven. Primero transformó la planta central de Bramante y luego proyectó la magnífica cúpula, que no vería terminada.
La cúpula de la Basílica de San Pedro, una de las piezas más perfectas y más felizmente unitarias jamás concebidas, es junto al proyecto de la Plaza del Campidoglio y al Palacio Farnesio la culminación de las ideas constructivas de Miguel Ángel, que en este aspecto se mostró, si cabe, aún más audaz y novedoso que en el ámbito de la pintura o la escultura. En su arquitectura buscaba ante todo el contraste entre luces y sombras, entre macizos y vacíos, logrando lo que los críticos han denominado "fluctuación del espacio" y anticipándose a las grandes creaciones barrocas que más tarde llevarían a cabo grandes artistas como BerniniBorromini.

Cúpula de la Basílica de San Pedro
A partir de 1560, el polifacético e hipocondríaco genio comenzó a padecer una serie de dolencias y achaques propios de la ancianidad. Mientras los expertos empezaban a considerarle superior a los clásicos griegos y romanos y sus detractores le acusaban de falta de mesura y naturalidad, Buonarroti se veía obligado a guardar cama y era víctima de frecuentes desvanecimientos. A finales de 1563 se le desencadenó un proceso arteriosclerótico que le mantuvo prácticamente inmóvil hasta su muerte. Poco antes, aún tuvo tiempo de reunir, ayudado por su discípulo Luigi Gaeta, cuantos bocetos, maquetas y cartones había diseminados por su taller, con objeto de quemarlos para que nadie supiese jamás cuáles habían sido los postreros sueños artísticos del genio.
Apenas dos meses después, el 18 de febrero de 1564, se extinguió lentamente. Sus últimas palabras fueron: "Dejo mi alma en manos de Dios, doy mi cuerpo a la tierra y entrego mis bienes a mis parientes más próximos." Cuatro hombres le acompañaron en esos instantes: Daniello da Volterra, Tomaso dei Cavalieri y Luigi Gaeta, sus más fieles ayudantes, y su criado Antonio, que fue el único capaz de cerrar sus párpados cuando expiró. Con él moría toda una época y concluía ese portentoso momento histórico que conocemos como Renacimiento italiano.
Su epitafio bien podría ser aquel que el mismo Miguel Ángel escribió para su amigo Cechino dei Bracci, desaparecido en la flor de la edad:

Por siempre de la muerte soy, y vuestro
sólo una hora he sido; con deleite
traje belleza, mas dejé tal llanto
que valiérame más no haber nacido.

Rafael Sanzio

(Raffaello Santi, también llamado Rafael Sanzio o Rafael de Urbino; Urbino, actual Italia, 1483 - Roma, 1520) Pintor y arquitecto italiano. Por su clasicismo equilibrado y sereno basado en la perfección de la luz, la armonía en la composición y el dominio de la perspectiva, la obra de Rafael Sanzio constituye, junto con la de Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarrotti, una de las más excelsas realizaciones de los ideales estéticos del Renacimiento.

Detalle de un Autorretrato de Rafael (1506)
Su padre, que fue el pintor y humanista Giovanni Santi, lo introdujo pronto en las ideas filosóficas de la época y en el arte de la pintura, pero falleció cuando Rafael contaba once años; para ganarse la vida, a los diecisiete años trabajaba ya como artista independiente. No se conoce con exactitud qué tipo de relación mantuvo Rafael con Perugino, del que unos lo consideran discípulo y otros socio o colaborador. Sea como fuere, lo cierto es que superó rápidamente a Perugino, como se desprende de la comparación de sus Desposorios de la Virgen con los de este último. Desde 1504 hasta 1508 trabajó fundamentalmente en Florencia, en donde recibió la influencia del arte de Leonardo da Vinci y Miguel Ángel.
De entre sus obras de este período (El sueño del caballeroLas tres Gracias), las más celebradas son sus variaciones sobre el tema de la Virgen y la Sagrada Familia. Los personajes sagrados, dotados de cautivadores toques de gracia, nobleza y ternura, están situados en un marco de paisajes sencillos y tranquilos, intemporales. En estas telas, Rafael da muestras de su inigualable talento para traducir a un lenguaje sencillo y asequible los temas religiosos. Su maestría en la composición y la expresión y la característica serenidad de su arte se despliegan ya en plenitud en la Madona del gran duqueLa bella jardinera o La Madona del jilguero, entre otras obras.

La bella jardinera (1507), de Rafael
En 1508, el papa Julio II lo llamó a Roma para que decorara sus aposentos en el Vaticano. Aunque contaba sólo veinticinco años, era ya un pintor de enorme reputación. En las habitaciones de Julio II, conocidas en la actualidad como Estancias del Vaticano, Rafael pintó uno de los ciclos de frescos más famosos de la historia de la pintura.
Entre 1509 y 1511 decoró la Estancia de la Signatura, donde pintó las figuras de la Teología, la Filosofía, la Poesía y la Justicia en los cuatro medallones de la bóveda, para desarrollar de forma alegórica estos mismos temas en cinco grandes composiciones sobre las paredes: El triunfo de la EucaristíaLa escuela de AtenasEl ParnasoGregorio IX promulgando las Decretales y Triboniano remitiendo las pandectas a Justiniano, estas dos últimas alusivas a la justicia. En un espacio de gran amplitud, organizado con un perfecto sentido de la perspectiva, Rafael dispone una serie de grupos y figuras, con un absoluto equilibrio de fuerzas y una sublime elegancia de líneas. No se puede pedir mayor rigor compositivo ni un uso más magistral de la perspectiva lineal.

La escuela de Atenas (1511), de Rafael
En la Estancia de Heliodoro, decorada de 1511 a 1514, Rafael desarrolló cuatro temas históricos, acentuando en cada uno de ellos un rasgo plástico determinado: el claroscuro en La liberación de San Pedro, la riqueza del colorido en la Misa de Bolsena, etc. En la estancia del Incendio del Borgo (1514-1517) predomina ya la aportación de los discípulos sobre la del maestro, lo mismo que en la Estancia de Constantino, donde sólo la concepción del conjunto corresponde a Rafael.
El pintor simultaneó la decoración de las Estancias del Vaticano con la realización de otras obras, como los frescos de El triunfo de Galatea para la Villa Farnesina. A este período corresponden también numerosos cuadros de la Virgen con el Niño, algo más solemnes y menos cautivadores que los de la etapa florentina. Los retratos romanos, en cambio, superan en veracidad y penetración psicológica a los florentinos. En ambos casos, el dibujo es de una calidad inigualable y el colorido, discreto, servidor de la forma.

A partir de 1518, Rafael se ocupó de la decoración de las Logias del Vaticano con pequeñas escenas del Antiguo Testamento envueltas en paneles de grutescos. La Transfiguración, última obra del artista, es considerada por algunos el compendio perfecto de su arte. Sus trabajos arquitectónicos, de menor importancia que los pictóricos, incluyeron la dirección de las obras de San Pedro del Vaticano.

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