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El nacimiento de una nación "EEUU"
Entretanto, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, la población de las colonias británicas de la costa oriental de Norteamérica había experimentado un fuerte incremento y una gran diversificación. Los originarios de Inglaterra dominaban la vida económica, social y política, pero grandes contingentes procedentes de otros países europeos contribuían a debilitar los lazos con la metrópoli. La coexistencia con una creciente población esclava y la lucha contra los nativos americanos había generado en las Trece Colonias una sociedad “de frontera”, dotada de un gran dinamismo y en cuyo seno había nacido un sentimiento de americanidad que cada vez admitía peor las decisiones procedentes de Londres.
A finales del XVIII, los tumultos populares, las agresiones a soldados y funcionarios y las reuniones de juntas de representantes de los distintos territorios fueron la respuesta a las leyes que la metrópoli trataba en vano de imponer. Era una dinámica dirigida por los sectores social y económicamente más poderosos e influyentes, una nueva aristocracia decidida a librarse del yugo de la Corona, pero en absoluto dispuesta a cuestionar el orden existente. Pero los soldados ingleses –los cada vez más detestados “casacas rojas”– eran para la población el símbolo de un poder lejano y opresor y contra ellos se dirigió la ira rebelde.
El 5 de marzo de 1770, la represión conocida como Masacre de Boston dio sus primeros mártires a la causa. Tres años después, los radicales independentistas tuvieron un nuevo motivo para volver a levantarse, debido a la imposición de una legislación conocida como Coercive Acts (Leyes Intolerables). El camino hacia la emancipación se había iniciado. En septiembre de 1774, se reunieron por primera vez en Filadelfia los delegados de todos los territorios. Los moderados, que en principio pretendían solo la anulación de las Leyes Intolerables, se unieron a los decididos partidarios de la ruptura total. En abril de 1775, la Batalla de Lexington fue el primer choque armado de una larga contienda.
Los episodios sangrientos comenzaron a decidir la escena y George Washington, comandante en jefe del Ejército Continental, se convirtió en el protagonista de la movediza situación. El 4 de julio de 1776, los 56 delegados del Congreso Continental de Filadelfia firmaron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América del Norte. Estos estaban constituidos en ese momento inicial por los territorios de los actuales estados de Carolina del Norte, Carolina del Sur, Connecticut, Delaware, Georgia, Maryland, Massachusetts, New Hampshire, Nueva Jersey, Nueva York, Pensilvania, Rhode Island y Virginia.
Los grandes ideólogos del proceso –Franklin, Jefferson y Adams– recuperaron las doctrinas de filósofos como Locke, Montesquieu y Rousseau que hablaban del derecho de la humanidad a la vida, la libertad, la búsqueda de la felicidad y la propiedad. La lucha armada se dotaba así de una justificación moral de gran envergadura, en la que los derechos naturales inherentes a la persona se situaban por encima de todo. Pero, aunque los Padres Fundadores bebían de las ideas de aquellos pensadores europeos, el paso que daban era verdaderamente revolucionario y único en la historia. Por vez primera, se convertían en ley unos principios que en el Viejo Continente hasta ese momento solamente habían sido asumidos por las minorías ilustradas y se encontraban todavía muy lejos de verse plasmados en la realidad de los países donde se habían generado. A lo largo de casi ocho años, la Guerra de Independencia presentó diversas alternativas y se decidió en escenarios muy diferentes. Dentro del bando de los independentistas, nunca dejarían de mostrarse profundas y debilitadoras disensiones. Sin embargo, estas se veían compensadas por las victorias en los campos de batalla, a pesar de que en algunas etapas fueron los ingleses los que llevaron ventaja. En 1778, la guerra alcanzó carácter internacional debido a que Francia –rival tradicional de Gran Bretaña– decidió apoyar a los rebeldes americanos. Un año después, la España borbónica seguía asimismo sus pasos.
El apoyo exterior –militar y diplomático– fue decisivo y, en paralelo a la actividad política, el Ejército Continental consiguió erigirse en el mejor símbolo de aquella voluntad emancipadora que implantaba unos principios que renovaban las relaciones entre los seres humanos. Finalmente, el 30 de noviembre de 1782, los hechos obligaron a la Corona británica a reconocer la segregación de sus antiguas colonias. El Tratado de Versalles – firmado por Francia, España y Gran Bretaña el 3 de septiembre de 1783– hizo posible la entrada del nuevo país como entidad estatal en la escena internacional.
En septiembre de 1787, se promulgaba la Constitución de los Estados Unidos de América. La primera gran revolución que abría las puertas del mundo contemporáneo organizó en ella una sociedad basada en los principios fundamentales de la democracia. Su sistema de separación y equilibrio de poderes hacía realidad lo que los pensadores políticos de la Ilustración habían imaginado como aspiración de difícil cumplimiento. Una aspiración que, en menos de dos años, agitaría Francia en la revolución más famosa de todos los tiempos.
¿Qué consecuencias tuvo la Revolución Francesa?
Después de la Revolución Francesa nada volvió a ser igual. La estructura social y política se modificó para siempre, pese a los numerosos intentos por volver al Antiguo Régimen.
La Francia de 1799 era totalmente distinta a la de 1789. En apenas una década, la Revolución había creado un estado completamente nuevo. De una monarquía absolutista se había pasado a una república. Ya no había súbditos, sino ciudadanos. La sociedad, antes capitaneada por aristocracia y clero, tenía ahora en la burguesía su motor principal. Tan irreconocible estaba la nación y tan original era el modo en que se había organizado que hubo de remontarse a la Roma clásica para dar nombre a sus nuevas instituciones: Senado, Consulado, Tribunado, Prefectura...
Las leyes y la economía, el arte y la ciencia, la educación, el ejército, el papel de la Iglesia, la administración territorial... todos los aspectos del estado habían cambiado respecto del Antiguo Régimen. E, inevitablemente, el modelo de esta renovación integral se tomó como ejemplo en aquellas otras latitudes en que también se perseguía la soberanía del pueblo en los asuntos colectivos, la libertad política y la igualdad ante la ley. Francia estaba de estreno tras el vendaval revolucionario y el mundo la miraba fascinado.
La hora de la burguesía
El establecimiento del régimen republicano en 1792 había abolido los privilegios de casta imperantes desde la Edad Media. Con la caída del máximo exponente de esta estructura feudal, el rey, desaparecieron derechos arbitrarios, como el contundente peso político de los nobles sobre el resto de la población. También se suprimieron los diezmos, esa parte de la cosecha que se destinaba como tributo a la Iglesia o a la Corona, y se eliminó la primacía de los hijos mayores en la herencia de las propiedades.
Los grandes beneficiarios de estos cambios fueron quienes los habían provocado, los burgueses. En la práctica, la mejora de su situación se manifestó en una redistribución, favorable a su clase, del poder político y la propiedad privada. La posesión de bienes, libre de los condicionamientos señoriales, hizo que cualquier francés económicamente independiente fuese un elector y un posible miembro del gobierno del estado: un ciudadano.
Así, la antigua estructura de la sociedad, vertical y estanca, dio paso aun activo esquema horizontal, donde cualquiera podía acceder a los cargos públicos y a la propiedad. El país galo, donde las tierras y las riquezas pronto estuvieron repartidas entre muchos más titulares que poco antes, se convirtió en el europeo con mayor cantidad de pequeños propietarios.
Esta realidad socio económica tuvo su expresión política fundamental en la constitución de asambleas de representantes. Los ciudadanos, mediante elecciones, delegaban libremente su cuota de poder público en diputados que abogaban por sus intereses. Estas cámaras, lo mismo que sus homólogas en Estados Unidos, fueron los primeros antecedentes modernos de los actuales parlamentos democráticos.
La ideología fraternal de la Revolución se dejó sentir con toda su fuerza en el tratamiento de las personas por parte de la ley.
El mismo concepto igualitario se introdujo en la maquinaria impositiva. Tras la Revolución, el sistema fiscal se rigió por contribuciones equitativas de la ciudadanía, proporcionales a sus ingresos. El nuevo orden económico, fruto del concepto de una nación participativa, tuvo su reflejo en una institución fundada por Napoleón: el Banco de Francia. Todavía hoy encarna al estado galo en materia monetaria, crediticia y de tesoro público.
El cielo, la tierra y el hombre
La Revolución también replanteó las competencias de la Iglesia y el Estado, en el pasado compenetrados. Por un tiempo separó a este último de la religión, sobre la base de las libertades de culto, conciencia y expresión. Prueba de este nuevo enfoque fueron los derechos civiles que se concedieron a protestantes y judíos, antes marginados. O, tras el concordato firmado por Napoleón, el trato entre iguales entablado entre París y la Santa Sede.
En el campo administrativo, ya en 1790 se había reordenado el territorio en un centenar de departamentos que barrieron la antigua división en señoríos. Los departamentos estaban regidos por un consejo general y un presidente, dos títulos de resonancias republicanas. En la era napoleónica –o de la consolidación revolucionaria– sumaron a su organigrama un prefecto. Era un delegado del gobierno central, que de este modo cohesionaba el tejido burocrático del país, radial y con eje en la capital. La Francia actual mantiene esta disposición.
Como no podía ser de otra forma, la ideología fraternal de la Revolución se dejó sentir con toda su fuerza en el tratamiento de las personas por parte de la ley. La igualdad ante la justicia, la presunción de inocencia, la asistencia de un letrado en los tribunales o el derecho de hábeas corpus (de libertad individual y de protección ante las detenciones arbitrarias) fueron manifestaciones patentes de la profunda transformación experimentada por el estado en temas procesales.
El ejército no sufrió menos modificaciones. Ahora lo integraban ciudadanos reclutados para defender la nación, no los intereses de la Corona. Si demostraban talento y valor, podían convertirse en oficiales, antes un privilegio de la aristocracia. Además, solían incorporarse a las fuerzas armadas mediante levas masivas, precursorasd el servicio militar moderno.
Signos de una era nueva
Una sociedad que impulsaba cambios tan radicales como los que desarticularon el Antiguo Régimen no podía ignorar la remodelación de la educación. La formación de las nuevas generaciones en los ideales revolucionarios era un asunto prioritario. Ya la Convención había establecido la escolarización obligatoria y gratuita. Los gobiernos sucesivos prosiguieron este camino para garantizar el acceso de todos los ciudadanos a los beneficios de la instrucción, antes reservada a los estamentos que podían costearse la enseñanza de forma privada.
De igual modo, se estableció un profesorado seleccionado a través de exámenes, basado en el mérito intelectual, y no en las ventajas de la cuna o la fortuna. Se fundaron, por otro lado, instituciones como la École Normale, el Institut de France o la Universidad de Francia, determinantes en la preparación de investigadores y docentes tan capacitados como laicos.
Los ecos de la Revolución propiciaron plataformas liberales que, en un momento u otro del siglo XIX, manifestaron sus reivindicaciones.
También se abrió a las masas la gran cultura. Las obras de arte, antes enclaustradas para placer exclusivo de los poderosos que las encargaban, fueron expuestas a la ciudadanía en espacios acondicionados expresamente con ese fin. Había nacido el museo público. El más importante de ellos fue el Louvre, ubicado en una antigua residencia real de París, cuyos cuadros y esculturas fueron en otros tiempos patrimonio de monarcas y magnates.
El arte del momento también se hizo eco de los nuevos tiempos. Con la Revolución triunfó el Neoclasicismo, que, con lienzos de Jacques Louis David o Jean Auguste Ingres y mármoles y bronces de Antonio Canova o Bertel Thordvalsen, imprimiría una monumentalidad grecorromana a los ideales republicanos y los héroes del día, Napoleón el primero.
Los símbolos eran importantes. Había que borrar del inconsciente colectivo los signos de la época superada. Se había adoptado la bandera tricolor que añadía el rojo y el azul del blasón parisino al blanco de los Borbones, y se había dado carácter de himno nacional a La Marsellesa. El mismo año de la composición, dado que el rey no era válido como figura con que representar al estado nacido de la Revolución, se encarnó a la patria en Marianne, una muchacha de aspecto saludable tocada con un gorro frigio. Era la personificación de la República francesa.
Por otra parte, el experimento galo influía notablemente en otros países. Lo hacía mediante la guerra, con las conquistas napoleónicas, o bien como modelo a seguir por aquellos pueblos que pretendían sacudirse de encima una corona o independizarse de una metrópoli. La burguesía europea tomaba buena nota de los progresos obtenidos en Francia. También las colonias españolas en América aprendieron la lección.
En el primer caso, los ecos de la Revolución propiciaron plataformas liberales que, en un momento u otro del siglo XIX, manifestaron sus reivindicaciones. El año clave fue 1848, cuando las poblaciones de diversos países se levantaron en armas contra sus jerarcas para lograr avances democráticos que rompieran los lazos serviles heredados de la Edad Media. Pero el coletazo revolucionario también pudo sentirse previamente, por ejemplo en la España de 1820. El general Riego, cabeza militar del movimiento, acabó ejecutado, pero antes consiguió que el absolutista Fernando VII jurara la Constitución gaditana de 1812 (aunque la rechazara luego).
La propia Francia volvió los ojos a su historia reciente cuando en 1830 se alzó contra el desfasado despotismo de Carlos X. Los resultados logrados en Hispanoamérica fueron más extremos y perdurables. Las corrientes libertadoras protagonizadas por Simón Bolívar en el norte o por José de San Martín en el sur actuaron inspiradas en cierto modo en la guía práctica que supuso la Revolución Francesa para los republicanos de todo el mundo.
Aprovechando los efectos de la invasión napoleónica de la península ibérica, arremetieron desde los primeros años del siglo XIX contra el poder colonial. Así se consiguió la independencia de la Corona española en territorios que, además, se constituyeron en repúblicas. La luz revolucionaria iluminó ese amplio proceso de emancipación igualitaria.
De algún modo, el ciclo iniciado en Francia en 1789 continuó proyectándose en el siglo XX con las revoluciones rusas de 1905 y 1917 o la mexicana de Zapata y Pancho Villa. Y la estela de la Bastilla se prolonga hasta la actualidad, cuando las democracias modernas se reconocen hijas, o al menos nietas, de la Revolución Francesa. Lo mismo sucede con algunas recientes demandas indigenistas y con toda reivindicación de autodeterminación y justicia social.
Incluso el concierto internacional que encarna la ONU puede considerarse deudor del ideario de la libertad, la igualdad y la fraternidad. La Declaración de los Derechos del Hombre adoptada en 1948 tuvo un valioso borrador en la del Hombre y del Ciudadano de 1789. No en vano, la historiografía marca el ciclo revolucionario como división entre Edad Moderna y Contemporánea, entre la del absolutismo y la de la igualdad.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 457 de la revista Historia y Vida.
BIOGRAFÍAS
George Washington
- Como acontecimiento precursor de la Revolución Francesa y de la emancipación de América, la independencia de los Estados Unidos fue uno de los sucesos trascendentales del tránsito a la Edad Contemporánea. En este sentido pocos personajes merecen tanto el calificativo de «figura histórica» como George Washington, máximo responsable de las campañas militares de la guerra de Independencia (1775-1783) y principal artífice de la construcción desde bases democráticas de la nueva nación, que lo eligió primer presidente de los Estados Unidos de América (1789-1797).
George Washington nació el 22 de febrero de 1732 a orillas del río Potomac, en la finca de Bridge's Creek, en el antiguo condado de Westmoreland, en el actual estado de Virginia. Pertenecía a una distinguida familia inglesa, oriunda de Northamptonshire, que había llegado a América a mediados del siglo XVII y había logrado amasar una considerable fortuna. Su padre, Augustine, dueño de inmensas propiedades, era un hombre ambicioso que había estudiado en Inglaterra y que al enviudar de su primera mujer (Jane Butler, que le había dado cuatro hijos) contrajo segundas nupcias con Mary Ball, miembro de una respetable familia de Virginia que le dio otros seis vástagos, entre ellos George.
Poco se sabe de la infancia del futuro presidente, salvo que sus padres lo destinaban a una existencia de colono y por ello no fue más allá de las escuelas rurales de aquel tiempo: entre los siete y los quince años estudió de modo irregular, primero con el sacristán de la iglesia local y luego con un maestro llamado Williams. Alejado de toda preocupación literaria o filosófica, el muchacho recibió una educación rudimentaria en lo libresco, pero sólida en el orden práctico, al que lo inclinaba su activo temperamento.
Ya en la temprana adolescencia estaba suficientemente familiarizado con las tareas de los colonos como para cultivar tabaco y almacenar las uvas. En esa época, cuando tenía once años, murió su padre y pasó a la tutela de su hermanastro mayor, Lawrence, un hombre de buen carácter que, en cierta forma, fue su tutor. En su casa, George conoció un mundo más amplio y refinado, pues Lawrence estaba casado con Anne Fairfax, una de las grandes herederas de la región, y acostumbraba codearse con la alta sociedad de Virginia.
Un colono con vocación militar
Escuchando los relatos de su hermanastro se despertó en George una temprana vocación militar, y a los catorce años quiso hacerse soldado, aunque tuvo que desechar la idea ante la férrea oposición de su madre, quien se negó a que siguiera la carrera de las armas. Dos años más tarde comenzó a trabajar de agrimensor, como asistente de una expedición para medir las tierras de lord Fairfax en el valle de Shenandoah.
A partir de entonces las agotadoras jornadas en campo abierto, sin comodidades y expuesto a los peligros de la vida salvaje, le enseñaron no sólo a conocer las costumbres de los indios y las posibilidades de colonización del Oeste, sino a dominar su cuerpo y su mente, templándolo para la tarea que el futuro le reservaba. Aunque las preocupaciones políticas no le perturbaban (el joven Washington era un fiel súbdito de la corona inglesa), pudo por entonces sentirse algo molesto por las limitaciones impuestas por la metrópoli a la colonización, ya que George y su hermanastro proyectaban llevar sus negocios a las tierras del Oeste.
A los veinte años un triste suceso dio un giro a su vida al convertirlo en cabeza de la familia: una tuberculosis acabó con la vida de Lawrence en 1752 y George heredó la plantación de Mount Vernon, una vasta finca de 8.000 acres con dieciocho esclavos. Washington pasó a ser uno de los hombres más ricos de Virginia, y como tal actuaba: pronto se distinguió en los asuntos de la comunidad, fue un activo miembro de la Iglesia episcopal y se postuló como candidato, en 1755, a la Cámara de los Burgueses del distrito. También sobresalía en las diversiones; era un magnífico jinete, alto y de ojos azules, un gran cazador y mejor pescador; amaba el baile, el billar y los naipes y asistía a las carreras de caballos (tenía sus propias cuadras) y a cuantas representaciones teatrales se daban en la región. Pero su vocación de soldado no había muerto, y entre sus planes figuraba ser también un brillante militar.
Por entonces, ingleses y franceses se disputaban el dominio de América del Norte, y la controversia sobre las rutas de la cabecera del Ohio había conducido a una extrema tensión entre los colonos. Washington se alistó en el ejército, y poco después de la muerte de su hermanastro fue nombrado por el gobernador Robert Dinwiddie comandante del distrito, con un sueldo de 100 dólares anuales. Ante las invasiones de los franceses por la frontera, en 1753 el gobernador le encargó la misión de practicar un reconocimiento en la zona limítrofe. A mediados de noviembre, Washington se puso en marcha al frente de seis hombres por el valle del Ohio, una región inhóspita poblada de tribus salvajes y múltiples peligros. A pesar del frío y las nieves, pudo llevar a cabo la dura travesía hasta alcanzar Fort Le Boeuf en Pennsylvania, una hazaña que comenzó a cimentar su fama.
Declarada en 1754 la guerra de los Siete Años, que para los colonos ingleses en América suponía la lucha por su expansión frente al predominio francés, Washington fue designado teniente coronel del regimiento de Virginia, a las órdenes del general Fry. Al morir el general en combate, Washington le sucedió como jefe supremo de las fuerzas armadas del condado, pasando poco después a formar parte del estado mayor del general Braddock, que dirigía las tropas regulares enviadas por Inglaterra. El 9 de julio de 1755 se distinguió en la batalla de Monongahela por su coraje y capacidad de decisión, si bien ésta acabó en un desastre para los ingleses.
La derrota repercutió de tal forma en su ánimo que el joven militar se retiró a Mount Vernon con el firme propósito de no volver a tomar las armas. Pero no pudo llevarlo a cabo, pues los notables de Virginia le pidieron que se hiciera cargo de las tropas, a pesar de que sólo contaba con veintitrés años de edad. Washington conservó el mando entre 1755 y 1758, época en que también fue elegido como representante del condado de Frederic para la Cámara de los Burgueses de Virginia. Su nombre ya era popular, se le admiraba por su experiencia y tacto, y comenzaba a labrarse un sólido prestigio político interviniendo activamente en las deliberaciones de la asamblea.
Tras algunos sinsabores, desilusionado ante el curso de la guerra con Francia y la conducta de los comandantes británicos, Washington renunció a su cargo militar para regresar a Mount Vernon y al poco tiempo, el 6 de enero de 1759, se casó con Martha Dandridge, una mujer tan rica como bella, viuda del coronel Parke Custis y dueña de una de las mayores fortunas de Virginia. Poseía un gran número de esclavos, 15.000 valiosos acres y dos hijos de seis y cuatro años, que se convirtieron en la verdadera familia de Washington.
En Mount Vernon la pareja, unida más por una armoniosa felicidad que por un amor apasionado, llevaba la vida de los ricos propietarios, atentos a la prosperidad de sus tierras y al papel prominente que desempeñaban en la vida social de la región. Todo se hacía a lo grande, la ropa se compraba en Londres, las fiestas eran espléndidas y los huéspedes se contaban por cientos. Pero esta vida rumbosa se vería interrumpida por el vendaval político que pronto se abatió sobre la América del Norte.
La lucha por la independencia
El final de la guerra de los Siete Años, oficializado el 10 de febrero de 1762 con la firma del Tratado de París, significó la renuncia de Francia a sus pretensiones sobre Acadia y Nueva Escocia y la plena soberanía de Inglaterra sobre Canadá y toda la región de Luisiana, salvo Nueva Orleans. Pero la discrepancia mercantil entre Londres y sus colonias aumentó a raíz de esta conclusión, pues el gobierno inglés consideró que todas sus posesiones habían de cooperar en la amortización de los gastos ocasionados por la guerra, ya que todas ellas se habían beneficiado de sus resultados.
El déficit originado por la contienda era enorme, y ya en marzo de 1765 el parlamento inglés votó un impuesto que hirió los derechos tradicionales de las colonias, imponiendo el uso de papel timbrado para toda clase de contratos. Con verdadera ceguera política, al año siguiente dictó una serie de derechos aduaneros sobre el papel, el vidrio, el plomo y el té, que provocaron la indignación del mundo comercial norteamericano y la formación de ligas patrióticas contra el consumo de mercancías inglesas. A la vanguardia de las luchas que precedieron al estallido revolucionario habían de colocarse los aristócratas de Virginia y los demócratas de Massachusetts. Washington se sintió irritado por tales medidas, pero continuó considerándose un súbdito leal a Inglaterra y un hombre de opiniones moderadas.
En 1773 la población de Boston protestó contra los impuestos arrojando los cargamentos de té al mar. El hecho, conocido como el Boston Tea Party, acabó de abrirle los ojos a Washington y de volcarle hacia la defensa de las libertades americanas. Cuando los legisladores de Virginia se reunieron al año siguiente en Raleigh, él estuvo presente y firmó las resoluciones. En la primera legislatura revolucionaria de ese año pronunció un elocuente discurso declarando: «Organizaré un ejército de mil hombres, los mantendré con mi dinero y me pondré al frente de ellos para defender a Boston». Ya había dejado de ser un moderado cuando, vestido de uniforme, representó a Virginia en el Primer Congreso Continental que se celebró en Filadelfia en 1774. Sus cartas muestran que aún se oponía a la idea de la independencia, pero que estaba decidido a no renunciar a «la pérdida de los derechos y privilegios que son esenciales a la felicidad de todo Estado libre y sin los cuales la vida, la libertad y la propiedad se tornan totalmente inseguras».
Comenzadas las hostilidades entre ingleses y americanos en la batalla de Lexington, el 19 de abril de 1775, los autonomistas declararon sus anhelos de independencia frente a la corona inglesa. Todas las colonias se consideraron en guerra contra la metrópoli y, en el Segundo Congreso reunido en Filadelfia ese año, confiaron el mando de las tropas al plantador virginiano George Washington. Su elección fue en parte el resultante de un compromiso político entre Virginia y Massachusetts, pero también la consecuencia de la fama ganada por Washington en la campaña de Braddock y del talento con que impresionó a los delegados del Congreso.
El flamante jefe de las fuerzas coloniales se vio entonces frente a la arriesgada tarea de crear un ejército en presencia del enemigo y casi desde la nada. Al llegar a Boston se encontró con más de quince mil hombres, pero se trataba sólo de una masa confusa de insurrectos indisciplinados, divididos en bandas hostiles entre sí, a menudo en harapos y mal armados. Faltaban víveres y vituallas, y además, cada asamblea provincial dictaba órdenes a su capricho. Aquí demostró Washington sus brillantes dotes de organización y su incansable energía, disciplinando y adiestrando a los voluntarios inexpertos, reuniendo provisiones y llamando a las colonias en su apoyo. De esa forma organizó al ejército de Massachusetts, con el que pudo ocupar Boston y expulsar de Nueva Inglaterra a los ingleses del general Howe en 1776. Ese año, ante la llegada de nuevas tropas enviadas por la metrópoli, los americanos habían proclamado solemnemente la independencia de los Estados Unidos.
Washington había ganado el primer round contra las tropas de la corona, pero aún faltaban varios años de guerra en que los soldados americanos serían puestos al borde de la aniquilación. Entre los factores decisivos para alcanzar la victoria figuraron en primer término su capacidad para infundir confianza a los soldados, su energía incansable y su gran sentido común. Nunca fue un genial estratega, ya que, como dijo Jefferson, «a menudo fracasó a campo abierto», pero supo mantener viva entre sus hombres la llama del patriotismo y escuchó siempre las opiniones de los generales a su mando, sin importarle dejar de lado su propio parecer.
Así, en un segundo momento, Washington retiró sus tropas al sur y esperó la contraofensiva británica en Long Island, pero decidió retirarse debido a su inferioridad numérica respecto a Howe. Desde entonces empleó en Pennsylvania una táctica de desgaste que le valió en 1776 las victorias de Trenton (tras cruzar sorpresivamente el río Delaware) y Princeton, aunque también las derrotas de Brandwine y Germantown del año siguiente. En retirada, contuvo a las fuerzas de Howe que avanzaban sobre Filadelfia. La ciudad no pudo resistir y cayó en manos del jefe británico, pero pronto los ingleses sufrieron un desastre considerable y el general Burgoyne fue obligado a capitular en Saratoga, el 17 de octubre, ante el asedio del jefe americano Gates.
Este éxito de la Revolución americana conmovió en Europa a los adeptos del enciclopedismo y a los partidarios del «hombre natural» de Rousseau. Voluntarios franceses como La Fayette, el conde de Rochambeau y François Joseph Paul de Grasse, polacos como Tadeusz Kościuszko y sudamericanos como Francisco de Miranda, acudieron en auxilio de las huestes de Washington, que vio así facilitada su tarea. Después del terrible invierno de Valley Forge, donde se dedicó a adiestrar a sus tropas, pudo reanudar victoriosamente la lucha gracias a los refuerzos recibidos. El gobierno francés vio en el conflicto la oportunidad de vengar la derrota de la guerra de los Siete Años y, en 1778, firmó una alianza con los Estados Unidos, a la que se sumó al año siguiente Carlos III de España.
El auxilio de las tropas francesas fue tan eficaz que Washington pudo recuperar Filadelfia, sitiar Nueva York y dirigirse al sur para cortar el avance de lord Cornwallis, que iba al frente de once mil hombres, el grueso de las tropas inglesas. El 19 de octubre de 1781 Cornwallis se vio obligado a capitular, luego de caer prisionero con su ejército. Esta rendición significó la definitiva victoria de los colonos y el reconocimiento de la independencia por parte de Inglaterra, antes de firmarse la paz en Versalles, el 20 de enero de 1783.
El constructor del Estado
En 1778, en plena guerra, el Congreso había promulgado la Ley de Confederación, primera tentativa para constituir un bloque homogéneo con los trece estados de la Unión. Pero esta fórmula política dio escasos resultados, pues la guerra y la posguerra exigían más un poder central fuerte que un gobierno sin atribuciones. En la cumbre del prestigio y la fama después de los triunfos militares, George Washington tuvo que hacer frente a los problemas de la reconstrucción nacional. Por un lado se negó a aceptar la corona que algunos notables le ofrecían, dedicándose a combatir la reacción monárquica de algunos sectores del país, y por otro proclamó la necesidad de establecer una constitución.
Su postura federalista, defensora de la implantación de un poder central eficiente que defendiera los intereses americanos en el exterior y equilibrara las tendencias partidistas de los territorios, supo conciliarse con la de los republicanos, partidarios de conservar la independencia política y económica de los estados. El acuerdo entre ambos grupos fue expresado por la Constitución del 17 de septiembre de 1787, la primera carta constitucional escrita que reguló la forma de gobierno de un país. Una vez más, las dotes de organización y dirigente de Washington hicieron que las esperanzas fueran puestas en él, y el Congreso lo eligió como primer presidente de los Estados Unidos en 1789.
La prudencia, la sensatez y sobre todo un respeto casi religioso a la ley fueron las notas dominantes de sus ocho años de gobierno. Al elegir a los cuatro miembros de su gabinete, Thomas Jefferson en la Secretaría de Estado, el general Henry Knox en la de Guerra, Alexander Hamilton en la del Tesoro y Edmund Randolph en la de Justicia, Washington estableció un cuidadoso equilibrio entre republicanos y federales, el cual posibilitó la puesta en marcha del aparato que habría de coordinar y dirigir la administración del país. Para hacer frente a los graves problemas económicos por los que éste atravesaba, aplicó una férrea política fiscal y se esforzó por asociar los grandes capitales con el Estado, a fin de comprometerlos en la estabilidad de la nación. Con idéntico objetivo creó el Banco de los Estados Unidos y, a fin de promover el desarrollo industrial, dictó una serie de medidas proteccionistas que le valieron el apoyo de la burguesía.
Elegido para un segundo mandato en 1793, fue Jefferson quien, ante sus dudas, lo convenció de que aceptara el cargo nuevamente. En esta segunda etapa de gobierno tuvo que resolver serios problemas, como el suscitado en el Oeste por la oposición a los impuestos sobre el aguardiente, que originó en 1794 la sublevación conocida como Whiskey Rebellion, la cual fue reprimida por las tropas enviadas por orden del presidente.
Otro elemento de desgaste fue el choque entre Jefferson y Hamilton, motivado por la radicalización de la Revolución francesa y el conflicto armado que asolaba Europa. Mientras que el secretario de Estado se inclinaba por el apoyo de Estados Unidos a la Francia revolucionaria, el secretario del Tesoro defendía la neutralidad ante la contienda. Washington, que al principio había tratado de mantener la armonía entre ambos, apoyó, una vez declarada la guerra europea, las posiciones de Alexander Hamilton y se decidió por la neutralidad. No tardó mucho tiempo en declarar sus simpatías pro británicas, a pesar de la enorme deuda que su país tenía con Francia, y ello trajo como consecuencia el debilitamiento de las relaciones con esta nación. Thomas Jefferson, por su parte, manifestó su disconformidad abandonando el gobierno y, ya desde la oposición, se opuso al centralismo del presidente.
Así fue cómo la estrella política de Washington comenzó a declinar, hasta ensombrecerse totalmente cuando se conocieron los términos de un acuerdo comercial firmado por Gran Bretaña, el Tratado Jay del 25 de junio de 1794, que provocó fuertes discusiones en el parlamento y una real merma de la popularidad presidencial. Aun así, fue elegido por tercera vez para ocupar el poder, pero en esta oportunidad se negó tajantemente, aduciendo que quería volver con su familia a la paz de la vida privada. En realidad, le frenaba el miedo a la tentación dictatorial que desvirtuaría el origen democrático de su lucha por la independencia, y no dudó en regresar a su plantación de Virginia.
Los dos últimos años de su vida, ya en la declinación de sus facultades físicas, los dedicó a cuidar de su familia y sus propiedades, salvo una breve interrupción en 1798, cuando se le nombró comandante en jefe del ejército ante el peligro de una guerra con Francia. En el invierno siguiente, Washington regresó a su casa agotado por una cabalgata de varias horas entre el frío y la nieve. Una aguda laringitis lo llevó a la muerte el 14 de diciembre de 1799. El prohombre de la independencia, el que fue «el primero en la guerra, el primero en la paz y el primero en el corazón de sus compatriotas», enfrentó el final con su serenidad característica, la misma que le había permitido afrontar el peligro de los campos de batalla con absoluta tranquilidad. Como escribió Jefferson, era un hombre inaccesible al temor.
John Adams
(Braintree, Massachusetts, 1735 - Quincy, id., 1826) Político estadounidense que fue el segundo presidente de los Estados Unidos de América (1797-1800). La negativa de George Washington a presentarse a las elecciones de 1796 abrió el camino de la presidencia a John Adams, hombre impetuoso y vehemente que había sido ya una figura determinante en el camino del país hacia la independencia.
Nacido el 30 de octubre de 1735 en Braintree, Massachusetts, John Adams se graduó en derecho en la Universidad Harvard, y adquirió notoriedad en 1765 con su artículo «Dissertation on the Canon and Feudal Law», («Disertación sobre el derecho canónico y feudal»), en el que negaba la legalidad de los impuestos de la Ley del Timbre, si bien se manifestaba contrario a la revuelta violenta contra la autoridad colonial británica.
Llevado por los acontecimientos hacia convicciones independentistas, John Adams fue elegido delegado del Congreso Continental de Filadelfia, ante el cual se encargó de defender la declaración de independencia en 1776. Tras un viaje a Europa en funciones diplomáticas, colaboró con su primo Samuel Adams en la elaboración de la constitución de la comunidad de Massachusetts, y participó, asimismo, en las conversaciones de paz con la antigua metrópoli.
Después de ejercer durante cuatro años la función de primer embajador de la nueva nación en Gran Bretaña, donde escribió su influyente Defence of the Constitutions of Government of the United States of America (1787-1788; Defensa de las constituciones de gobierno de los Estados Unidos de América), Adams regresó a su país en 1789. Durante los dos mandatos de George Washington desempeñó el cargo de vicepresidente, y en 1797 se convirtió en el segundo presidente de la historia estadounidense.
Afiliado al Partido Federalista, de tendencia conservadora, John Adams hubo de mantener un difícil equilibrio entre las presiones de sus correligionarios, disgustados por su negativa a declarar la guerra a la Francia revolucionaria, y las críticas de los radicales simpatizantes de la Revolución Francesa, contra quienes promulgó duras leyes represivas. Tras ser derrotado por Thomas Jefferson en las elecciones de 1800, Adams se retiró a Quincy, Massachusetts, donde se dedicó a la escritura y al estudio hasta su muerte, acaecida el 4 de julio de 1826.
Thomas Jefferson
Tercer presidente de los Estados Unidos de América (Shadwell, Virginia, 1743 - Monticello, Virginia, 1826). Thomas Jefferson pertenecía a la aristocracia de grandes hacendados del Sur, posición que había completado haciéndose abogado. Sus inquietudes intelectuales le acercaron a la filosofía de las Luces y a las ideas liberales, haciéndole abandonar la religión.
Empezó a participar en la política de Virginia desde 1769, defendiendo la tolerancia religiosa y una enseñanza pública igualitaria. Cuando se agravó el conflicto entre Gran Bretaña y sus trece colonias norteamericanas, Jefferson defendió los derechos de éstas, publicando un ensayo de corte radical (Breve análisis de los derechos de la América británica, 1774).
Durante la siguiente Guerra de Independencia, Thomas Jefferson fue elegido delegado de Virginia en la Convención continental de Filadelfia (1775), donde se distinguió como orador y como autor de declaraciones políticas. Redactó el borrador de la Declaración de Independencia (1776), donde plasmó las ideas de John Locke; justificó la rebelión por las transgresiones del rey Jorge III contra los derechos reconocidos a los ciudadanos por la constitución no escrita de Gran Bretaña; su defensa de la democracia, de la igualdad, del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos y del derecho natural de los hombres «a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad» han marcado la historia posterior de los Estados Unidos.
Otro documento fundamental del que fue inspirador fue la Ordenanza del Noroeste (1787): en ella se regulaba la forma de expansión de las trece colonias originarias hacia los amplios territorios por colonizar en el Oeste, estableciendo en ellos gobernadores nombrados por el Congreso hasta que alcanzaran entidad demográfica suficiente para ser admitidos como Estados de la Unión.
Thomas Jefferson fue gobernador de Virginia entre 1779 y 1781. Luego fue miembro del Congreso, defendiendo sin éxito la abolición de la esclavitud. Como embajador de Estados Unidos en París (1785-89), aprovechó su experiencia para asesorar al primer gobierno surgido de la Revolución francesa (1789). Más tarde fue nombrado por George Washington primer secretario de Estado (ministro de Asuntos Exteriores) de Estados Unidos (1790-93).
Desde esa época se enfrentó al secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, perfilando el primer sistema bipartidista americano: Hamilton, líder de los «federalistas centralistas» o simplemente «federalistas» (antecedente ideológico del Partido Republicano), proponía reforzar el poder del gobierno federal al servicio de la expansión de la Unión y de la hegemonía de los capitalistas del Norte; Jefferson, dirigente de los «federalistas republicanos» o simplemente «republicanos» (precursores del Partido Demócrata), defendía la autonomía de los Estados, especialmente para proteger los intereses del Sur, y un modelo democrático de pequeños propietarios independientes.
En 1796 Thomas Jefferson perdió las elecciones presidenciales frente al federalista John Adams, por lo que, en virtud de una disposición constitucional luego derogada, se convirtió en vicepresidente como segundo candidato más votado (1797-1801). Finalmente, ganó las elecciones en 1800 y 1804, por lo que fue presidente entre 1801 y 1809.
Lo más relevante de sus dos mandatos fue la consolidación de un reparto de funciones entre los poderes constitucionales, según el cual el gobierno federal se encargaría de la defensa y la política exterior, dejando a los Estados una amplia autonomía política interior; con ello llevó a la práctica sus convicciones filosóficas sobre la necesidad de limitar al poder para salvaguardar la libertad.
Jefferson también favoreció la futura expansión de los Estados Unidos, al adquirir a Francia el extenso territorio de Luisiana (1803) y potenciar las exploraciones hacia el oeste de Lewis y Clark (1804-06). Siguiendo el ejemplo de Washington, no se presentó a una tercera reelección (en 1808 se impuso el también republicano James Madison), se retiró a cultivar sus múltiples aficiones intelectuales (1809) y fundó la Universidad de Virginia (1819).
Benjamin Franklin
(Boston, 1706 - Filadelfia, 1790) Político, científico e inventor estadounidense. Estudioso de la electricidad y de cuanto atrajo su interés, inventor del pararrayos y de otros útiles artefactos, honesto y eficiente hombre público y destacado artífice de la independencia de los Estados Unidos, Benjamin Franklin fue acaso el personaje más querido de su tiempo en su país y el único americano de la época colonial británica que alcanzó fama y notoriedad en Europa.
Sólo desde la admiración es posible aproximarse a su figura, y al mismo tiempo es difícil pensar en Franklin sin experimentar una sensación de calor humano. Su apariencia era tan sencilla, su personalidad resultaba tan agradable y su sentido del humor brotaba tan espontáneamente que para la gente resultaba fácil quererlo y respetarlo. Unos grandes ojos grises y una boca propensa a la sonrisa adornaban el rostro de este dechado de virtudes, que fue capaz de sobresalir en cuantos campos se propuso.
"La voluntad, el talento, el genio y la gracia se reunían en él, como si la naturaleza al formarle se hubiese sentido derrochadora y feliz", afirmó uno de sus biógrafos. Más allá de esos dones, Franklin siempre creyó firmemente que era posible modificar los aspectos negativos del carácter mediante una disciplina a la vez suave y constante. En su juventud llevaba siempre consigo una lista de cualidades dignas de admiración, que más tarde se convirtió en un pequeño libro donde cada página estaba consagrada a una virtud. Franklin dedicaba una semana de atención a cada una de ellas, que releía en cuanto tenía ocasión, y volvía a empezar cuando llegaba al final.
Biografía
Decimoquinto hermano de un total de diecisiete, Benjamin Franklin cursó únicamente estudios elementales, que abandonó a la edad de diez años; la vasta erudición enciclopédica que exhibiría en su madurez fue el resultado de una curiosidad insaciable y de un esfuerzo autodidacta que compaginaría siempre con sus actividades profesionales. A los doce años comenzó a trabajar como impresor en una empresa propiedad de John Franklin, uno de sus hermanos.
En 1723, tras una disputa con su hermano, huyó a Filadelfia, donde, sin un céntimo en el bolsillo, halló trabajo en una tipografía. Tras haber desempeñado por espacio de dos años la misma actividad en Inglaterra, adonde había sido enviado con recomendaciones sin ningún valor, regresó a Filadelfia y trabajó por su cuenta como tipógrafo y editor. En 1727 fue responsable de la emisión de papel moneda en las colonias británicas de América. Más tarde fundó el periódico La Gaceta de Pensilvania, que publicó entre los años 1728 y 1748, y en 1732 emprendió la edición del Almanaque del pobre Richard (1732-1757).
Con la publicación del Almanaque, un tipo de anuario misceláneo frecuente en la época que incluía el santoral, horóscopos, consejos médicos y previsiones meteorológicas, se abrió en su vida un período de prosperidad. El propio Franklin ejercía como redactor, editor y director, aunque atribuía la autoría del mismo a un personaje ficticio que acabaría siendo famosísimo: el extravagante Richard Saunders, de donde procede el título de Almanaque del pobre Richard.
El tal Richard es un viejo "yanqui" provinciano de variable humor, un filósofo rústico con sus puntas y ribetes de misoginismo, que, con gran desesperación de su esposa Bridget, se pasa el tiempo entre polvorientos libros y cálculos astrológicos, en lugar de ganar dinero para sostener a su familia; decide editar el almanaque, precisamente, para poder conciliar sus aficiones con esa necesidad.
Junto a las secciones habituales, Franklin tuvo el acierto de incluir además toda clase de máximas, proverbios, sentencias y frases célebres, extraídas de fuentes variadas; en ocasiones, aplicando su genio y experiencia a la conducta humana, llegó a inventarlas él mismo, con tanta fortuna que acabaron pasando al acervo popular. Después de veinticinco años de publicación ininterrumpida, con tiradas que alcanzaron los diez mil ejemplares (una cifra impresionante para la época), Benjamin Franklin había conseguido un considerable patrimonio que le permitió abandonar la impresión.
El estadista
La época de más intensa actividad política de Benjamin Franklin se inició en 1757, una vez finalizada aquella larga etapa como impresor. Lo más importante de la misma fue su tarea como inspirador y activo factótum de la independencia. Puede atribuírsele la idea primigenia de unos Estados Unidos como nación única y no como un grupo de colonias separadas, ya que dos décadas antes de la guerra de independencia americana concibió un sistema de gobiernos estatales reunidos bajo una sola autoridad federal.
Previamente, convertido ya en uno de los más importantes personajes públicos de Filadelfia, había sido elegido miembro de la Asamblea legislativa; llevó a buen fin el tratado con los indios rebeldes, encontró un sistema racional para la limpieza de las calles y promovió numerosas iniciativas y mejoras. Su temperamento activo y polifacético lo impulsaría a participar en las cuestiones de ámbito local, por ejemplo, en la creación de instituciones como el cuerpo de bomberos de Filadelfia, la biblioteca pública y la Universidad de Pensilvania, así como la Sociedad Filosófica Americana. Como director general de Correos en Filadelfia, primero de importancia de los múltiples cargos públicos que desempeñaría con brillante eficiencia, Franklin alcanzó una serie de éxitos fulgurantes en la mejora del servicio, amplió considerablemente la frecuencia de los envíos y mejoró los caminos postales.
Cuando en 1757 fue enviado a Londres para defender los intereses de las colonias americanas ante la metrópoli, Benjamin Franklin inició una intensa labor política que acabaría dando los frutos apetecidos. En una famosa ocasión estuvo durante todo el día en la Cámara de los Comunes, contestando con gran habilidad las preguntas que le dirigían los miembros de tan honorable institución en torno a la resistencia de las colonias ante la muy odiada ley tributaria inglesa, que resultaba nefasta para los intereses de los colonos americanos. El resultado fue que el Parlamento revocó la ley (1766) y la guerra se retrasó diez años, dando a los independentistas tiempo suficiente para prepararse.
Ante las nuevas presiones fiscales y políticas ejercidas por la metrópoli, Benjamin Franklin dejó Londres; regresó a Filadelfia en 1775 y se adhirió decididamente al movimiento independentista. Ese mismo año fue nombrado diputado por Pensilvania ante el II Congreso Continental, en el que los representantes de las trece colonias norteamericanas decidieron formar un ejército para luchar contra Inglaterra. Al año siguiente redactó, conjuntamente con Thomas Jefferson y John Adams, la histórica Declaración de Independencia (1776).
Debido a su prestigio, se le escogió en diciembre de ese año para efectuar una gira por Europa (1776-1785) en busca de apoyo para la causa independentista. Era fundamental conseguir la ayuda de Francia, sin la cual la contienda podía prolongarse indefinidamente e incluso perderse. George Washington se había entregado a la organización de un ejército norteamericano, pero la metrópoli contaba con todo el poder, las armas e importantes aliados. Era preciso contrarrestar ese poderío consiguiendo el auxilio de Francia. Franklin no sólo convenció al reacio monarca francés, Luis XVI, de que enviara secretamente suministros al general Washington, sino que un año después (1778) logró que entrara abiertamente en la guerra como aliado después de firmar un tratado de amistad.
Finalizada la guerra y lograda la independencia efectiva, Benjamin Franklin fue partícipe en las conversaciones para concluir el tratado de paz que pondría fin al conflicto (1783). Tras su regreso a Filadelfia fue nombrado miembro de la convención encargada de la redacción de la Constitución estadounidense (1787). Franklin consiguió además resolver un problema que amenazaba con dificultar seriamente la formación del nuevo país: los pequeños Estados querían tener idéntica representación en el Congreso que los grandes y, a su vez, éstos pretendían que el número de delegados se eligiera según la población de cada Estado.
Franklin resolvió la dificultad aceptando la primera propuesta como base para el Senado y la segunda para la Cámara de Representantes; luego, cuando la Constitución estuvo lista, se encargó personalmente de que fuera ratificada por los distintos Estados, tarea para la que tuvo que poner en juego todas sus dotes de persuasión y sus capacidades de magistral razonador: ninguno de sus interlocutores se resistió a sus argumentos. Vuelto a Filadelfia, ya viejo y fatigado, y con la esperanza de un descanso bien merecido, se vio inmediatamente agobiado por nuevas responsabilidades públicas, llevando una vez más a cabo con su perfecto y admirable estilo las misiones confiadas.
El científico
El interés de Benjamin Franklin por los temas científicos comenzó a mediados del siglo y coincidió aproximadamente con aquella etapa de intensa actividad política. Durante una estancia en Francia, en 1752, llevó a cabo el famoso experimento de la cometa, que le permitió demostrar que las nubes están cargadas de electricidad y que, por lo tanto, los rayos son esencialmente descargas de tipo eléctrico.
Para la realización del experimento, no exento de riesgo, utilizó una cometa dotada de un alambre metálico unido a un hilo de seda que, de acuerdo con su suposición, debía cargarse con la electricidad captada por el alambre. Durante la tormenta acercó la mano a una llave que pendía del hilo de seda, y observó que, lo mismo que en los experimentos con botellas de Leyden que había realizado con anterioridad, saltaban chispas, lo cual demostraba la presencia de electricidad.
Este descubrimiento le permitió inventar el pararrayos, cuya eficacia dio lugar a que ya en 1782, en la ciudad de Filadelfia, se hubiesen instalado 400 de estos ingenios. Sus trabajos acerca de la electricidad le llevaron a formular conceptos tales como el de la electricidad negativa y positiva (a partir de la observación del comportamiento de las varillas de ámbar) o el de conductor eléctrico, entre otros. Expuso además una teoría acerca de la electricidad en la que consideraba que ésta era un fluido sutil que podía presentar un exceso o un defecto, descubrió el poder de las puntas metálicas al observar que un cuerpo con carga eléctrica se descarga mucho más deprisa si termina en punta, y enunció el principio de conservación de la carga eléctrica.
Benjamin Franklin inventó también la llamada estufa Franklin (1742), una estufa de hierro de mayor eficiencia y menor consumo, y las lentes bifocales. La gran curiosidad que sentía por los fenómenos naturales le indujo a estudiar, entre otros, el curso de las tormentas que se forman en el continente americano, y fue el primero en analizar la corriente cálida que discurre por el Atlántico norte y que en la actualidad se conoce con el nombre de corriente del Golfo.
Músico e instrumentista experto, escribió también sobre los problemas de la composición musical, en particular sobre los referentes a la adaptación de la música a la letra para que esta última pudiera ser inteligible. Una relación detallada de sus hallazgos resultaría interminable y agotadora, pues su capacidad creadora y su sentido de anticipación fueron absolutamente extraordinarios.
Benjamin Franklin falleció en Filadelfia a los 84 años de edad. Había permanecido activo prácticamente toda su vida; sólo dos años antes había decidido retirarse de la vida pública y completar su Autobiografía (iniciada hacia 1771), que vería la luz póstumamente. Una de las razones que lo llevaron a la longevidad fue su profundo conocimiento de los temas relativos a la salud. Daba largas caminatas en cuanto tenía ocasión, era un ejemplo de moderación en la mesa y, en contra de muchos prejuicios acatados por sus contemporáneos, tenía hábitos que resultaban insólitos para el americano medio, como la costumbre, considerada extravagante y perniciosa, de dormir con las ventanas abiertas de par en par.
Luis XVI
(Versalles, Francia, 1754 - París, 1793) Rey de Francia y duque de Berry. Heredero de Luis, delfín de Francia, y nieto de Luis XV, en 1770 contrajo matrimonio con la hija de la emperatriz de Austria, la archiduquesa María Antonieta, quien le dio cuatro hijos. Hombre de buenas intenciones pero débil de carácter, poco interesado en los asuntos políticos, se dejó influenciar por la reina y por una camarilla de cortesanos.
Luis XVI de Francia
En los primeros años de su reinado, las reformas económicas liberales que intentaron sacar adelante sus ministros Anne-Robert Jacques Turgot, Guillaume de Malesherbes y Jacques Necker para reducir el déficit público tropezaron con el recelo de la nobleza. En política exterior, ámbito regido por el conde de Vergennes, Francia desempeñó un excelente papel en la guerra de Independencia norteamericana (1778-1783).
La persistente resistencia de los privilegiados a la liberalización de la economía desencadenó una crisis política interna que obligó a convocar los Estados Generales, un cuerpo legislativo que no se reunía desde 1618 y que estaba formado por asambleas de representantes de los tres «estados» sociales: la nobleza, el clero y el «Tercer Estado» o pueblo, aunque en la práctica resultaron elegidos, para este último, numerosos miembros de la ascendente burguesía.
El rey fue mejor considerado tras decretar el voto doble del Tercer Estado, pero pronto fue atacado tanto por este estamento como por el de los privilegiados. Viendo desatendidas sus exigencias sobre el sistema de votaciones (el voto por estamentos implicaba que nobleza y clero podían bloquear cualquier propuesta), los miembros del Tercer Estado se constituyeron en Asamblea Nacional y se autoproclamaron únicos depositarios de la soberanía.
Presionado por la corte, Luis XVI emprendió los preparativos para disolver por la fuerza la Asamblea Nacional, y los acontecimientos se precipitaron. El 14 de julio de 1789, para proteger a la Asamblea de una inminente intervención del ejército real, las masas populares de París tomaron armas de los Inválidos y asaltaron la Bastilla. La Revolución Francesa había comenzado.
Tras el levantamiento de octubre de 1789, Luis XVI se instaló en París y fingió aceptar la Constitución de 1791, elaborada por la Asamblea Constituyente, por la que Francia pasaba del absolutismo a la monarquía constitucional; el establecimiento de la separación de poderes, con un poder judicial independiente y una Asamblea Legislativa elegida por sufragio censitario, limitaba el hasta entonces omnímodo poder de la corona. Sin embargo, tras su aparente conformidad, Luis XVI había pedido ayuda a los monarcas extranjeros e intentó huir de Francia, pero fue capturado en Varennes (21 de junio de 1791).
Se produjo entonces la suspensión de la realeza y una aguda polémica entre las facciones revolucionarias sobre la conveniencia de mantener a Luis XVI en el trono. Restablecido poco después por la Asamblea, volvió a reinar, aunque con unos poderes tan escasos que él mismo urdió intrigas para llevar el país hacia la anarquía. En 1792, tras el asalto al Palacio Real de las Tullerías, del que logró escapar, Luis XVI fue suspendido definitivamente, juzgado por el delito de traición y condenado a morir en la guillotina (21 enero de 1793); la misma suerte correría la reina María Antonieta, ejecutada el 16 de octubre del mismo año.
María Antonieta
(Viena, 1755 - París, 1793) Reina de Francia. Hija de los emperadores de Austria, Francisco I y María Teresa, contrajo matrimonio en 1770 con el delfín de Francia, Luis, que subió al trono en 1774 con el nombre de Luis XVI. Mujer frívola y voluble, de gustos caros y rodeada de una camarilla intrigante, pronto se ganó fama de reaccionaria y despilfarradora. Ejerció una fuerte influencia política sobre su marido (al que nunca amó), ignoró la miseria del pueblo y, con su conducta licenciosa, contribuyó al descrédito de la monarquía en los años anteriores a la Revolución Francesa.
Pero quizá lo que más se recuerda de María Antonieta es su dramático final: detenida junto con el rey y otros nobles cuando trataban de huir de París, fue juzgada por el Tribunal Revolucionario y condenada a morir en la guillotina. A las diez y media de la mañana del día 16 de octubre de 1793, el pintor David, cómodamente instalado en la terraza del café La Régence, en la parisina calle de Saint-Honoré, realizó un apunte del natural de la reina María Antonieta camino del patíbulo. La llevaban sentada en una carreta e iba a ser ejecutada en la guillotina tras más de un año de calvario.
El dibujo presenta a la reina como un fantoche patético tocado con una ridícula cofia de fámula bajo la cual asoman unos mechones de pelo lacio. En sus labios, crispados por la agonía, se muestra aún un orgullo que parece desafiar a la plebe. Es un apunte cruel, en el que el artista quiso desposeer a su víctima de todo residuo de esplendor o hermosura, mostrando en ella la fiera cautiva que ya no podría ejercer más sus perversidades. Para la multitud que la contempló ese día, María Antonieta era la encarnación del Mal; para muchos otros fue una reina mártir y un símbolo de la majestad y la entereza. Aquel despojo que David vio pasar rumbo al cadalso había sido, sin duda, una de las reinas más bellas que tuvo Europa y la más primorosa joya de Francia.
Biografía
Desde su nacimiento en 1755, María Antonieta Josefa Ana de Austria, más conocida como María Antonieta de Austria, había vivido sumergida en la suntuosidad de la corte vienesa, rodeada de atenciones y ternura. Su padre, el emperador Francisco I de Austria, la adoraba. La emperatriz María Teresa de Austria, como el país entero, estaba embelesada con su hija y no podía negarle ningún capricho. Sus dos diversiones preferidas eran jugar con sus numerosos hermanos por los jardines del palacio de Schoenbrunn y esconderse de sus maestros. El compositor Christoph Willibald Gluck apenas consiguió hacer de ella una ejecutante mediocre de clavecín, y sus profesores de idiomas sólo lograron que hablara francés bastante mal y que se expresara en alemán correctamente, pero nunca pudieron enseñarle ortografía, porque la princesa se ponía triste y los desarmaba con encantadores mohínes.
A los 12 años supo que iba a ser reina de Francia. Su madre se dispuso a hacer de ella una perfecta princesa parisina y le asignó dos expertos que se ocuparan a fondo de la futura cabeza real: un preceptor eclesiástico y un ilustre peluquero. El primero debía reforzar su fe y su francés; al segundo se le encomendó la no menos delicada misión de edificar en la cabellera de la infanta una versallesca torre dorada llena de bucles. Una semana después, ambos se confesaron derrotados. El preceptor aseguraba que María Antonieta poseía un cerebro ingenioso y despierto, pero rebelde a toda instrucción; el peluquero no podía culminar su obra debido a la frente demasiado alta y abombada de la joven.
A los 14 años, cuando se casó con el duque de Berry, entonces Delfín y futuro rey Luis XVI, María Antonieta era ya una deliciosa muchacha espléndidamente formada, con un exquisito rostro oval, un cutis de color entre el lirio y la rosa, unos ojos azules y vivos capaces de condenar a un santo, un cuello largo y esbelto y un caminar digno de una joven diosa. Para el gusto francés, sólo su boca, pequeña y dotada del desdeñoso labio inferior de los Habsburgo, resultaba desagradable. El escritor inglés Horace Walpole, que apreció sus encantos durante la celebración de una boda, escribió: "Sólo había ojos para María Antonieta. Cuando está de pie o sentada, es la estatua de la belleza; cuando se mueve, es la gracia en persona. Se dice que, cuando danza, no guarda la medida; sin duda, la medida se equivoca..."
El matrimonio con el futuro rey de Francia fue bendecido el 16 de mayo de 1770. Hubo fastos, desfiles, grandiosas fiestas y solemnidades. Poco después, por la noche, no hubo nada. Al menos eso consignaría el Delfín en su diario en la mañana del día 17: "Rien." Una sola y enojosa palabra que seguirá escribiendo durante siete años, hasta que ella tenga el primero de sus cuatro hijos. María Antonieta, vital y poco inclinada a la santidad, se aburría soberanamente con su esposo y pronto comenzó a salir de incógnito por la noche, oculta tras la máscara de terciopelo o el antifaz de satén, y a resarcirse con algo más que simples galanterías.
Reina de Francia
En cuanto al Delfín, era robusto y bondadoso, pero también débil y no demasiado inteligente. Convertido en Luis XVI a los 20 años, María Antonieta escribirá a su madre: "¿Qué va a ser de nosotros? Mi esposo y yo estamos espantados de ser reyes tan jóvenes. Madre del alma, ¡aconseja a tus desgraciados niños en esta hora fatídica!". María Antonieta pronto se convirtió en símbolo escandaloso de la más licenciosa corte de Europa. Trataba de agradar y de obrar con acierto, pero no lo conseguía.
Sus faltas, exageradas por la opinión pública y consideradas como ejemplo vivo del desenfreno de la corte, no fueron otras que su desprecio a la etiqueta francesa, sus extravagancias y la constante búsqueda de placeres en el fastuoso grupo del conde de Artois, así como sus caprichosas interferencias en los asuntos de Estado para encumbrar a sus favoritas. Derrochadora, imprudente y burlona, la prensa clandestina comenzó a pintarla como un ser depravado y vendido a los intereses de la casa de Austria. La calumnia salpicaba su trono, siendo exagerada hasta el paroxismo por los libelos de la Revolución. Según los panfletos, la lista de sus amantes era interminable y sus excesos dignos de una Mesalina. Pronto fue conocida entre el pueblo con el despectivo mote de "la austríaca".
En 1785, un nuevo escándalo atribuido a su codicia vino a deteriorar su ya más que vapuleada fama. Todo el asunto giró alrededor de la más rica joya de la época. El célebre collar, realizado por los mejores orfebres de París para madame Du Barry, favorita del rey Luis XV, era una pieza insuperable. Sus más de mil diamantes, rubíes y esmeraldas parecían haber sido forjados pacientemente por los dioses en las entrañas de la tierra con el único fin de recibir la caricia del oro en un lugar preciso de la joya. Muerta la Du Barry antes de que se diera fin a la obra, la condesa de La Motte, aventurera que servía en la corte y pertenecía al círculo del tenebroso Conde Alessandro di Cagliostro, embaucó al cardenal Louis de Rohan, rico y disoluto cortesano caído en desgracia, haciéndole creer que María Antonieta deseaba obtener el magnífico collar y que, no disponiendo del dinero suficiente, estaba dispuesta a firmar un contrato de compra si él lo garantizaba.
El cardenal, deseoso de congraciarse con María Antonieta, se entrevistó con quien creía que era la reina, suplantada por una bella joven apellidada d'Oliva, accedió a su petición y el 1 de febrero de 1785 el collar fue trasladado a Versalles. Pero no llegó a manos de la reina, sino que por una sucesión de intrigas fue a parar a la condesa de La Motte, que desapareció de París con su marido y se dedicó a vender afanosamente las gemas por separado. Una vez descubierta la estafa, la condesa aseguró ser favorita íntima de María Antonieta y esgrimió unas cartas comprometedoras de la reina falsificadas. María Antonieta fue acusada de intrigante y ambiciosa, y aunque el juicio demostró su inocencia, la campaña política orquestada para desprestigiarla tuvo éxito. El cardenal de Rohan fue desterrado, la condesa de La Motte azotada públicamente y su esposo condenado a galeras, pero el castigo ejemplar no pudo borrar el nuevo baldón que había caído sobre la honorabilidad de la reina.
La Revolución
La caída de la monarquía se fraguó en pocos meses. Ni Luis XVI ni María Antonieta comprendieron el carácter de los cambios que se avecinaban, provocando así su propia ruina. Ya no había posibilidades de reconciliación entre el pueblo y el rey. El intento de huida de los monarcas no hizo sino acentuar esta ruptura y patentizar que el país había dado la espalda a la corona.
El conde sueco Axel de Fersen, amante fidelísimo de María Antonieta, se encargó de preparar el plan de fuga con un grupo de selectos y secretos monárquicos. La familia real debía huir de París saliendo de las Tullerías durante la noche por una puerta falsa y dejando una proclama de acentos tradicionales dirigida al pueblo de París: "Volved a vuestro rey; él será siempre vuestro padre, vuestro mejor amigo." Sólo consiguieron llegar hasta Varennes, donde fueron reconocidos y detenidos. Cuando Luis XVI leyó el decreto que le obligaba a regresar, dijo: "Ya no hay rey en Francia". La Asamblea Legislativa no tuvo más remedio que someterse a cabecillas revolucionarios como Robespierre y Danton. No pudo evitar el asalto por las masas de la residencia real, arrebató los poderes al rey y permitió que fuese encarcelado en la torre del Temple. Después, para la realeza, no quedaba sino un trágico epílogo.
María Antonieta acompañó a su esposo a la prisión haciendo gala de un valor que ennobleció su figura, rayana luego en el heroísmo al aceptar con patética serenidad la separación de sus hijos y la ejecución de su esposo en enero de 1793. Trasladada a la Conciergerie siete meses después y encerrada en una celda sin luz ni aire, sin abrigo, vigilada en todo momento por guardias muchas veces borrachos, sus nervios estuvieron a punto de quebrarse en vísperas del juicio. Pero resistió.
Durante el proceso intentó defenderse con sus últimos restos de dignidad, contestó en términos que confundieron a sus crueles enemigos y, ante la acusación suprema de haber corrompido a sus hijos, guardó primero silencio y luego, dirigiéndose hacia el público, exclamó: "¡Apelo a todas las madres que se encuentran aquí!" Las deliberaciones del tribunal duraron tres días y tres noches, siendo por fin declarada culpable de alta traición como "viuda del Capeto". El 16 de octubre de 1793, a media mañana, sería exhibida en carreta por París ante los ojos de la multitud y de Jacques-Louis David, "el pintor de la Revolución".
Ninguna imagen más expresiva ni más elocuente del enorme cambio que se había operado en ella que su famoso dibujo: no hay parecido alguno entre aquella ruina humana que marcha al encuentro de su destino y la mujer que había sido, según apreciara Walpole, la elegancia personificada. Luego subiría lentamente los peldaños del cadalso, redoblarían los tambores, caería la cuchilla y la cabeza ensangrentada, asida por los cabellos por uno de los verdugos, sería mostrada a la multitud vociferante.
Napoleón Bonaparte
- Pocas figuras han merecido en la historia un tratamiento tan amplio y apasionado como el hombre que, como Primer Cónsul y Emperador de Francia (1799-1804 y 1804-1814), rigió los destinos de Europa durante tres lustros: Napoleón Bonaparte. Genio indiscutible del arte militar y estadista capaz de construir un imperio bajo patrones franceses, Bonaparte fue, para sus admiradores, el hombre providencial que fijó las grandes conquistas de la Revolución Francesa (1789-1799), dotando a su país de unas estructuras de poder sólidas y estables con las que se ponía fin al caos político precedente. Sus enemigos, por el contrario, vieron en él «la encarnación del espíritu del mal» (Chateaubriand), un déspota sanguinario que traicionó la Revolución y sacrificó la libertad de los franceses a su ambición desmedida de poder, organizando un sistema político autocrático.
Las claves del rápido encumbramiento de Napoleón se encuentran en dos pilares fundamentales: su innegable genio militar y su capacidad para sustentar un sistema de gobierno en principios comúnmente aceptados por la mayoría de los franceses. Bonaparte fue primero, y ante todo, un estratega, cuyos métodos revolucionaron el arte militar y sentaron las bases de las grandes movilizaciones de masas características de la guerra moderna. Partiendo de una novedosa organización de las unidades y de una serie de principios (concentración de fuerzas para romper las líneas enemigas, movilidad y rapidez) que serían puntualmente ejecutados de acuerdo con unas maniobras tácticas planificadas y ordenadas por Napoleón en persona, sus ejércitos se convirtieron en máquinas de guerra invencibles, capaces de dominar Europa y de elevar a Francia hasta su máxima gloria.
Junto a la evidente relación entre los éxitos militares y la admiración popular, la consolidación del poder napoleónico también obedeció a que su principal protagonista supo captar los deseos de una sociedad que, como la francesa, se sentía exhausta tras la anarquía y el desorden que habían caracterizado la dirección política del Estado durante el decenio revolucionario (1789-1799). Al servicio del Directorio, el general corso había obtenido brillantes victorias en sus campañas contra las monarquías absolutas europeas, aliadas contra Francia en un intento de acabar con la Revolución. Cuando, al amparo de su inmenso prestigio, Napoleón dio el golpe de Brumario e instauró primero el Consulado (1799-1804) y luego el Imperio (1804-1814), regímenes autocráticos que encabezó como Primer Cónsul y Emperador, encontró un amplísimo apoyo en los más diversos sectores sociales, claramente manifiesto en los arrolladores resultados de los plebiscitos que se convocaron para su ratificación.
Biografía
Napoleón nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, capital de la actual Córcega, en el seno de una familia numerosa de ocho hermanos. Cinco de ellos eran varones: José, Napoleón, Lucien, Luis y Jerónimo. Las niñas eran Elisa, Paulina y Carolina. Gracias a la grandeza del futuro emperador Napolione (así lo llamaban en su idioma vernáculo), todos ellos iban a acumular honores, riqueza y fama, y a permitirse asimismo mil locuras. La madre de los hermanos Bonaparte (o, con su apellido italianizado, Buonaparte) se llamaba María Leticia Ramolino y era una mujer de notable personalidad, a la que Stendhal elogiaría por su carácter firme y ardiente en su Vida de Napoleón (1829).
Carlos María Bonaparte, el padre, siempre con agobios económicos por sus inciertos tanteos en la abogacía, sobrellevados gracias a la posesión de algunas tierras, demostró tener pocas aptitudes para la vida práctica. Sus dificultades se agravaron al tomar partido por la causa nacionalista de Córcega frente a su nueva metrópoli, Francia. Congregados en torno a un héroe nacional, Pasquale Paoli, Carlos María Bonaparte apoyaba a los isleños que defendían la independencia con las armas y que terminaron siendo derrotados por los franceses en la batalla de Ponte Novu, encuentro que tuvo lugar en 1769, el mismo año en que nació Napoleón.
A causa de la derrota de Paoli y de la persecución de su bando, la madre de Napoleón tuvo que arrostrar durante sus primeros alumbramientos las incidencias penosas de las huidas por la abrupta isla; de sus trece hijos, sólo sobrevivieron aquellos ocho. Sojuzgada la revuelta, el gobernador francés Louis Charles René, conde de Marbeuf, jugó la carta de atraerse a las familias patricias de la isla. Carlos María Bonaparte, que religaba sus ínfulas de pertenencia a la pequeña nobleza con unos antepasados en Toscana, aprovechó la oportunidad: viajó con una recomendación de Marbeuf hacia la metrópoli para acreditar su hidalguía y logró que sus dos hijos mayores, José y Napoleón, entraran en calidad de becarios en el Colegio de Autun.
Los méritos escolares de Napoleón en matemáticas, a las que fue muy aficionado y que llegaron a constituir en él una especie de segunda naturaleza (de gran utilidad para su futura especialidad castrense, la artillería), facilitaron su ingreso en la Escuela Militar de Brienne. De allí salió a los diecisiete años con el nombramiento de subteniente y un destino de guarnición en la ciudad de Valence. En aquellos años, el muchacho presentaba un aspecto semisalvaje y apenas hablaba otra cosa que no fuera el dialecto de su añorada isla. Sus compañeros, hijos de la aristocracia francesa, veían en él a un extranjero raro y mal vestido, al que hacían blanco de toda clase de burlas; no obstante, su carácter indómito y violento imponía respeto tanto a sus camaradas como a sus profesores. Lo que más llamaba la atención era su temperamento y su tenacidad; uno de sus maestros en Brienne diría de él: «Este muchacho está hecho de granito, y además tiene un volcán en su interior».
Juventud revolucionaria
Al poco tiempo sobrevino el fallecimiento del padre y, por este motivo, el traslado de Napoleón a Córcega y la baja temporal en el servicio activo. Su agitada etapa juvenil discurrió entre idas y venidas a Francia, nuevos acantonamientos con la tropa (esta vez en Auxonne), la vorágine de la Revolución Francesa (cuyas explosiones violentas conoció durante una estancia en París) y los conflictos independentistas de Córcega.
En el agitado enfrentamiento de las banderías insulares, Napoleón se creó enemigos irreconciliables, entre ellos el mismo Pasquale Paoli. El líder independentista había sido amnistiado en 1791 y nombrado gobernador de la ciudad corsa de Bastia; dos años después, sin embargo, rompería con la Convención republicana y proclamaría la independencia, mientras el entonces joven oficial Napoleón Bonaparte se decantaba por las facciones afrancesadas. La desconfianza hacia los paolistas en la familia Bonaparte se había ido trocando en furiosa animadversión. Napoleón se alzó mediante intrigas con la jefatura de la milicia y quiso ametrallar a sus adversarios en las calles de Ajaccio. Pero fracasó y tuvo que huir con los suyos, para escapar al incendio de su casa y a una muerte casi segura a manos de sus enfurecidos compatriotas.
Instalado con su madre y sus hermanos en Marsella, malvivió entre grandes penurias económicas, que en algunos momentos rozaron el filo de la miseria; el horizonte de las disponibilidades familiares solía terminar en las casas de empeños, pero los Bonaparte no carecían de coraje ni recursos. María Leticia Ramolino, la madre, se convirtió en amante de un comerciante acomodado, François Clary. El hermano mayor, José Bonaparte, se casó con una hija del mercader, Marie Julie Clary; el noviazgo de Napoleón con otra hija, Désirée Clary, no prosperó.
Con todo, las estrecheces sólo empezaron a remitir cuando un hermano de Robespierre, Agustín, le deparó su protección. Napoleón consiguió reincorporarse a filas con el grado de capitán y adquirió un amplio renombre con ocasión del asedio a la base naval de Tolón (1793), donde logró sofocar una sublevación contrarrevolucionaria apoyada por los ingleses. Suyo fue el plan de asalto propuesto a unos inexperimentados generales, basado en una inteligente distribución de la artillería, y también la ejecución y el rotundo éxito final.
En reconocimiento a sus méritos fue ascendido a general de brigada, se le destinó a la comandancia general de artillería en el ejército de Italia y viajó en misión especial a Génova. Esos contactos con los Robespierre estuvieron a punto de serle fatales al caer el Terror jacobino el 27 de julio de 1794 (el 9 de Termidor en el calendario republicano): Napoleón fue encarcelado por un tiempo en la fortaleza de Antibes, mientras se dilucidaba su sospechosa filiación. Liberado por mediación de otro corso, el comisario de la Convención Salicetti, el joven Napoleón, con veinticuatro años y sin oficio ni beneficio, volvió a empezar en París, como si partiera de cero.
Encontró un hueco en la sección topográfica del Departamento de Operaciones. Además de las tareas propiamente técnicas, efectuadas entre mapas, informes y secretos militares, esta oficina posibilitaba el trato directo con las altas autoridades civiles que la supervisaban. Y a través de dichas autoridades podía accederse a los salones donde las maquinaciones políticas y las especulaciones financieras, en el turbio esplendor que había sucedido al implacable moralismo de Robespierre, se entremezclaban con las lides amorosas y la nostalgia por los usos del Antiguo Régimen.
Allí encontró Napoleón a una refinada viuda de reputación tan brillante como equívoca, Josefina de Beauharnais, quien colmó también su vacío sentimental. Josefina Tascher de la Pagerie (tal era su nombre de soltera) era una dama criolla oriunda de la Martinica que tenía dos hijos, Hortensia y Eugenio, y cuyo primer marido, el vizconde y general de Beauharnais, había sido guillotinado por los jacobinos. Mucho más tarde Napoleón, que declaraba no haber sentido un afecto profundo por nada ni por nadie, confesaría haber amado apasionadamente en su juventud a Josefina, cinco años mayor que él.
Entre los amantes de Josefina Bonaparte se contaba Paul Barras, el hombre fuerte del Directorio surgido con la nueva Constitución republicana de 1795, que andaba por entonces a la búsqueda de una espada (según su expresión literal) a la que manejar convenientemente para defender el repliegue conservador de la república y hurtarlo a las continuas tentativas de golpe de Estado de los realistas, los jacobinos y los radicales igualitarios. A finales de 1795, la elección de Napoleón fue precipitada por una de las temibles insurrecciones de las masas populares de París, a la que se sumaron los monárquicos con sus propios fines desestabilizadores. Encargado de reprimirla, Napoleón realizó una operación de cerco y aniquilamiento a cañonazos que dejó la capital anegada en sangre.
Asegurada la tranquilidad interior por el momento, Paul Barras le encomendó en 1796 dirigir la guerra en uno de los frentes republicanos más desasistidos: el de Italia, en el que los franceses peleaban contra los austriacos y los piamonteses. Unos días antes de su partida, Napoleón se casó con Josefina en ceremonia civil, pero en su ausencia no pudo evitar que ella volviera a entregarse a Barras y a otros miembros del círculo gubernamental. Celoso y atormentado, Napoleón terminó por reclamarla imperiosamente a su lado, en el mismo escenario de batalla.
El militar exitoso
Desde marzo de 1796 hasta abril de 1797, el genio militar del joven Buonaparte se puso de manifiesto en la península italiana; Lodi (mayo de 1796), Arcole (noviembre de 1796) y Rivoli (enero de 1797) pasaron a la historia como los escenarios de las principales batallas en las que derrotó a los austríacos; Beaulieu, Wurmser y Alvinczy fueron los más destacados mariscales cuyas tropas fueron barridas por las de Napoleón.
El inexperto general llegado de París en la primavera de 1796 despertó la admiración de todos los maestros en estrategia de la época y se convirtió en un tiempo récord en el terror de los ejércitos de Austria. En cuanto a sus propios soldados, el recelo de los primeros días pronto se transformó en entusiasmo: comenzaron a llamarle admirativamente «le petit caporal» y a corear su nombre antes de iniciar la lucha. Fue en esos días victoriosos cuando Napoleón varió la ortografía de su apellido en sus informes al Directorio: Buonaparte dejó paso definitivamente a Bonaparte.
Aquel general de veintisiete años transformó unos cuerpos de hombres desarrapados, hambrientos y desmoralizados en una formidable máquina bélica que trituró el Piamonte en menos de dos semanas y, de victoria en victoria, repelió a los austriacos más allá de los Alpes. Sus campañas de Italia pasarían a ser materia obligada de estudio en las academias militares durante innúmeras promociones, pero tanto o más significativas que sus victorias aplastantes fue su reorganización política de la península italiana, que llevó a cabo refundiendo las divisiones seculares y los viejos estados en repúblicas de nuevo cuño dependientes de Francia.
El rayo de la guerra se revelaba así simultáneamente como el genio de la paz. Lo más inquietante era el carácter autónomo de su gestión: hacía y deshacía conforme a sus propios criterios y no según las orientaciones de París. El Directorio comenzó a irritarse. Cuando Austria se vio forzada a pedir la paz en 1797, ya no era posible un control estricto sobre un caudillo alzado a la categoría de héroe legendario. Napoleón mostraba una amenazadora propensión a ser la espada que ejecuta, el gobierno que administra y la cabeza que planifica y dirige: tres personas en una misma naturaleza de inigualada eficacia. Por ello, el Directorio columbró la posibilidad de alejar esa amenaza aceptando su plan de cortar las rutas vitales del poderío británico (concretamente, la que unía el Mediterráneo y la India) con una expedición a Egipto.
Así, el 19 de mayo de 1798, Napoleón embarcaba rumbo a Alejandría, y dos meses después, en la batalla de las Pirámides, dispersaba a la casta de guerreros mercenarios que explotaban el país en nombre de Turquía, los mamelucos, para internarse luego en el desierto sirio. Pero todas sus posibilidades de éxito se vieron colapsadas cuando la escuadra francesa fue hundida en Abukir por el almirante Horacio Nelson, el émulo inglés de Napoleón en los escenarios navales.
El revés lo dejó aislado y consumiéndose de impaciencia ante las fragmentarias noticias que recibía del continente. En Europa, la segunda coalición de las potencias monárquicas había recobrado las conquistas de Italia, y la política interior francesa hervía de conjuras y candidatos a asaltar un Estado en el que la única fuerza estabilizadora que restaba era el ejército. Finalmente, Napoleón se decidió a regresar a Francia en el primer barco que pudo sustraerse al bloqueo de Nelson. Nadie se atrevió a juzgarle por deserción y abandono de sus tropas; recaló de paso en su isla natal y repitió una vez más el trayecto de Córcega a París, ahora como héroe indiscutido.
Primer Cónsul
En pocas semanas organizó el golpe de Estado del 9 de noviembre de de 1799 (el 18 de Brumario según la nomenclatura del calendario republicano), para el que contó con la colaboración, entre otros, de Emmanuel Joseph Sieyès y de su hermano Luciano, el cual le ayudó a disolver la Asamblea Legislativa del Consejo de los Quinientos, en la que figuraba como presidente. El golpe barrió al Directorio, a su antiguo protector Paul Barras, al Consejo de Ancianos, a los últimos clubes revolucionarios y a todos los poderes existentes, e instauró el Consulado: un gobierno provisional compartido en teoría por tres titulares, pero en realidad cobertura de su régimen autocrático, sancionado por la nueva Constitución napoleónica del año 1800.
Aprobada bajo la consigna de «la Revolución ha terminado», la nueva Constitución restablecía el sufragio universal, que había sido recortado por la oligarquía del Directorio tras la caída de Robespierre. En la práctica, calculados mecanismos institucionales cegaban los cauces efectivos de participación real a los electores, a cambio de darles la libertad de ratificar los hechos consumados en entusiásticos plebiscitos. El que validó la ascensión de Napoleón a Primer Cónsul al cesar la provisionalidad arrojó menos de dos mil votos negativos entre varios millones de papeletas.
El Consulado terminó con una larga etapa de anarquía y desórdenes. En cuanto tuvo todo el poder en sus manos, Napoleón demostró que no era solamente un general audaz, preocupado por manipular mediante la diplomacia o la guerra los complejos resortes de la política internacional, sino que también estaba interesado por procurar bienestar a sus súbditos y podía actuar como un brillante legislador y administrador. En los años inmediatamente posteriores a su proclamación como cónsul, la obra de reforma, recuperación y reparación que realizó fue espectacular y admirable. Bonaparte introdujo cambios en la administración (dando a Francia instituciones que han llegado hasta hoy, como el Consejo de Estado, las prefecturas y la organización judicial), acabó con las guerras civiles que asolaban la zona oeste del país e instauró una política financiera eficaz que permitió poner fin al déficit acumulado durante la Revolución.
A estos logros en el interior se sumaron nuevos éxitos en el exterior. El 14 de junio de 1800 volvió a hacer un derroche de su genialidad como militar al aplastar de nuevo a los austríacos en la renombrada batalla de Marengo, obligándolos a firmar la paz de Lunéville al año siguiente. Además firmó con el papa el concordato de 1801, que preveía la reorganización de la Iglesia de Francia y favorecía el resurgimiento de la vida religiosa tras los desmanes cometidos en los momentos culminantes del período revolucionario. Napoleón no se contentó con alargar la dignidad de Primer Cónsul a una duración de diez años; apenas dos años después, en 1802, la convirtió en vitalicia. Era poco todavía para el gran advenedizo que embriagaba a Francia de triunfos (después de haber destruido militarmente a la segunda coalición en Marengo) y emprendía una deslumbrante reconstrucción interna.
Napoleón, Emperador
La heterogénea oposición a su gobierno fue desmantelada mediante drásticas represiones a derecha e izquierda a raíz de fallidos atentados contra su persona. El castigo más ejemplarizante y amedrentador fue el arresto y ejecución, el 20 de marzo de 1804, de un príncipe emparentado con los Borbones depuestos, el duque de Enghien, acusado de participar en un complot para asesinar a Napoleón y restaurar la monarquía. El corolario de este proceso fue el ofrecimiento de la corona imperial que le hizo el Senado al día siguiente.
La ceremonia de coronación se llevó a cabo el 2 de diciembre de 1804 en Notre Dame, con la asistencia del papa Pío VII, aunque Napoleón se ciñó la corona a sí mismo y después la impuso a Josefina; el pontífice se limitó a pedir que celebrasen un matrimonio religioso, en un sencillo acto que se ocultó celosamente al público. Sus enemigos describieron toda aquella magnificencia como «la entronización del gato con botas». Sus admiradores consideraron que nunca antes Francia había alcanzado mayor grandeza. Se asegura que, cuando el cortejo abandonaba la catedral majestuosamente, Napoleón, al pasar junto a su hermano Jerónimo, no pudo reprimir una sonrisa y le susurró al oído: «¡Si nos viera nuestro padre Buonaparte!» El mismo año, una nueva Constitución afirmó aún más su autoridad omnímoda.
La historia de la mayor parte del Imperio (1804-1814) es una recapitulación de sus victorias sobre las monarquías europeas, aliadas en repetidas coaliciones contra Francia y promovidas en último término por la diplomacia y el oro ingleses. En la batalla de Austerlitz, de 1805, Bonaparte abatió la tercera coalición; en la de Jena, de 1806, anonadó al poderoso reino prusiano y pudo reorganizar todo el mapa de Alemania en torno a la Confederación del Rin, mientras que los rusos eran contenidos en Friendland (1807). Al reincidir Austria en la quinta coalición, volvió a destrozarla en Wagram en 1809.
Nada podía resistirse a su instrumento de choque, la Grande Armée (el 'Gran Ejército'), y a su mando operativo, que, en sus propias palabras, equivalía a otro ejército invencible. Cientos de miles de cadáveres de todos los bandos pavimentaron estas glorias guerreras; cientos de miles de soldados supervivientes y sus bien adiestrados funcionarios esparcieron por Europa los principios de la Revolución francesa. En todas partes los derechos feudales eran abolidos junto con los mil particularismos económicos, aduaneros y corporativos, y se creaba un mercado único interior.
Del mismo modo quedó implantada por todos los dominios del Imperio la igualdad jurídica y política según el modelo del Código Civil francés, al que dio nombre: el Código de Napoleón o Napoleónico se convertiría en la matriz de los derechos occidentales, excepción hecha de los anglosajones; se secularizaban igualmente en todas partes los bienes eclesiásticos, se establecía una administración centralizada y uniforme y se reconocía la libertad de cultos y de religión, o la libertad de no tener ninguna. Con estas y otras medidas se reemplazaban las desigualdades feudales (basadas en el privilegio y el nacimiento) por las desigualdades burguesas (fundadas en el dinero y la situación en el orden productivo), y buena parte de las sociedades europeas entraban en la Edad Contemporánea.
La obra napoleónica, que liberó fundamentalmente la fuerza de trabajo, es el sello de la victoria de la burguesía en la Revolución Francesa y puede resumirse en una de las frases del estadista corso: «Si hubiera dispuesto de tiempo, muy pronto hubiese formado un solo pueblo, y cada uno, al viajar por todas partes, siempre se habría hallado en su patria común». Esta temprana visión unitarista de Europa, que es acaso la clave de la fascinación que ha ejercido su figura sobre tan diversas corrientes historiográficas y culturales, ignoraba las peculiaridades nacionales en una uniformidad supeditada por lo demás a la égida imperialista de Francia. Así, una serie de principados y reinos férreamente sujetos, mero glacis defensivo en las fronteras, fueron adjudicados a los hermanos y generales de Napoleón. El excluido fue Luciano Bonaparte, a resultas de una prolongada ruptura fraternal.
El Imperio napoleónico
A las numerosas infidelidades conyugales de Josefina durante sus campañas, por lo menos hasta los días de la ascensión al trono, apenas había correspondido Napoleón con algunas aventuras fugaces. Éstas se trocaron en una relación de corte muy distinto al conocer a la condesa polaca María Walewska en 1806, en el transcurso de una campaña contra los rusos. El intermitente pero largamente mantenido amor con la condesa dio a Bonaparte un hijo, León; el ansia de paternidad y de rematar su obra con una legitimidad dinástica se asoció a sus cálculos políticos para decidirle a divorciarse de Josefina y a solicitar la mano de la hija de Francisco II de Austria, la archiduquesa María Luisa de Austria o de Habsburgo-Lorena, emparentada con uno de los linajes más antiguos del continente.
Sin otro especial relieve que su estirpe, María Luisa de Austria cumplió lo que se esperaba del enlace al dar a luz en 1811 a Napoleón II (de corta y desvaída existencia, pues murió en 1832), que sería proclamado heredero y sucesor por su padre en sus dos sucesivas abdicaciones (1814 y 1815), pero que nunca llegó a reinar. Con el tiempo, María Luisa de Austria proporcionaría al emperador una secreta amargura al no compartir su caída; en 1814 regresó con el pequeño Napoleón II al lado de sus progenitores, los Habsburgo, y en la corte vienesa se hizo amante de un general austriaco, Adam Adalbert von Neipperg, con quien contrajo matrimonio en terceras nupcias a la muerte de Napoleón.
El ocaso
El matrimonio con María Luisa en 1810 pareció señalar el cenit napoleónico. Los únicos estados que todavía quedaban a resguardo eran Rusia y Gran Bretaña. El almirante Horacio Nelson había sentado de una vez por todas la hegemonía marítima inglesa en la batalla de Trafalgar (1805), arruinando los proyectos del emperador. Como réplica, Napoleón había intentado asfixiar económicamente a Gran Bretaña decretando el bloqueo continental (1806), es decir, prohibiendo el comercio entre la isla y el continente y cerrando los puertos europeos a las manufacturas británicas.
A la larga, la medida resultaría no sólo estéril, sino también contraproducente. Era una guerra comercial perdida de antemano, en la que todas las trincheras se mostraban inútiles por el activísimo contrabando y frente al hecho de que la industria europea, por entonces en mantillas respecto a la británica, era incapaz de surtir la demanda. Colapsada la circulación comercial, Napoleón se perfiló ante Europa como el gran estorbo económico, sobre todo cuando las restricciones mutuas se extendieron a los países neutrales.
El bloqueo continental también condujo en 1808 a invadir Portugal, el satélite británico, y su llave de paso, España. Los Borbones españoles fueron desalojados del trono en beneficio de su hermano, José Bonaparte, y la dinastía portuguesa huyó a Brasil. Ambos pueblos se levantaron en armas y comenzaron una doble guerra de Independencia que los dejaría destrozados para muchas décadas; pero, a la vez, obligaron a permanecer en la península a una parte de la Grande Armée y la diezmaron en una agotadora lucha de guerrillas que se extendió hasta 1814, sin contar el desgaste de las batallas a campo abierto que hubo de librar contra un moderno ejército enviado por Gran Bretaña. Por primera vez, el ejército napoleónico se mostró incapaz de controlar la situación; acostumbrados a rápidas contiendas contra tropas de mercenarios, sus soldados no pudieron acabar con aquellos guerrilleros que peleaban en grupos reducidos y conocían a la perfección el terreno.
La otra parte del ejército francés, en la que Napoleón había enrolado a contingentes de las diversas nacionalidades vencidas, fue tragada por las inmensidades rusas en la campaña de 1812 contra el zar Alejandro I. Al frente de un ejército de más de medio millón de hombres, Napoleón se adentró en las llanuras de Polonia al tiempo que sus enemigos se replegaban a marchas forzadas, obligándole a penetrar profundamente en las estepas rusas. Tras las victorias pírricas de Smolensko y Borodino, las tropas francesas entraron en Moscú, pero Bonaparte no pudo permanecer en la ciudad a causa de la falta de víveres y el desaliento de sus soldados. La retirada fue un completo desastre: el hambre y el crudo invierno se abatieron sobre los hombres y causaron aún más estragos que el acoso selectivo a que se vieron sometidos por el ejército del zar. El 16 de diciembre, tan sólo 18.000 hombres extenuados regresaban a Polonia; el emperador, cabizbajo sobre su caballo blanco, parecía una triste sombra de sí mismo.
La magnitud de la catástrofe acaecida en Rusia propició que todos sus enemigos se levantasen contra él al unísono. Europa se levantó contra el dominio napoleónico, y el sentimiento nacional de los pueblos se rebeló dando apoyo al desquite de las monarquías; en Francia, fatigada de la interminable tensión bélica y de una creciente opresión, la burguesía resolvió desembarazarse de su amo. El combate resolutorio de esta nueva coalición, la sexta, se libró en Leipzig en 1813. También llamada «la batalla de las Naciones», la de Leipzig fue una de las grandes y raras derrotas de Napoleón, y el prólogo de la invasión de Francia, la entrada de los aliados en París y la abdicación del emperador en Fontainebleau (abril de 1814), forzada por sus mismos generales. Las potencias vencedoras le concedieron la soberanía plena sobre la minúscula isla italiana de Elba y restablecieron en el trono francés la misma dinastía que había sido expulsada por la Revolución, los Borbones, en la figura de Luis XVIII.
El confinamiento de Napoleón en Elba, suavizado por los cuidados familiares de su madre y la visita de María Walewska, fue comparable al de un león enjaulado. Tenía cuarenta y cinco años y todavía se sentía capaz de hacer frente a Europa. Los errores de los Borbones (que a pesar del largo exilio no se resignaban a pactar con la burguesía) y el descontento del pueblo le dieron ocasión para actuar. En marzo de 1815 desembarcó en Francia con sólo un millar de hombres y, sin disparar un solo tiro, en un nuevo baño triunfal de multitudes, Napoleón volvió a hacerse con el poder en París.
Pero muy pronto, en junio de 1815, fue completamente derrotado en la batalla de Waterloo por los vigilantes Estados europeos (que no habían depuesto las armas, atentos a una posible revigorización francesa) y puesto nuevamente en la disyuntiva de abdicar. Así concluyó su segundo período imperial, que por su corta duración es llamado el Imperio de los Cien Días (de marzo a junio de 1815). Napoleón se entregó a los ingleses, que lo deportaron a un perdido islote africano, Santa Elena, donde sucumbió lentamente a las iniquidades de un tétrico carcelero, Hudson Lowe.
Antes de morir el 5 de mayo de 1821, escribió unas memorias, el Memorial de Santa Elena, en las que se describió a sí mismo tal como deseaba que lo viese la posteridad. La historia aún no se ha puesto de acuerdo ni siquiera en el retrato de su singular personalidad y en el peso relativo de sus múltiples facetas: el bronco espadón cuartelero, el estadista, el visionario, el aventurero y el héroe de la antigüedad obsesionado por la gloria. Convertido en héroe de epopeya por escritores de la talla de Victor Hugo, Balzac, Stendhal, Heine, Manzoni o Pushkin, su leyenda alcanzó la apoteosis en 1840, cuando sus cenizas regresaron a París para ser depositadas bajo la cúpula de la iglesia del Hôtel des Invalides, fundado dos siglos antes por el Rey Sol Luis XIV para acoger a los viejos soldados maltrechos por la guerra. Él había sido, sin lugar a dudas, uno de ellos.
Sacadas de https://www.biografiasyvidas.com/
La independencia de los EEUU
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