miércoles, 6 de marzo de 2024

4º ESO- EL PERIODO DE ENTREGUERRAS

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BIOGRAFÍAS

Franklin Delano Roosevelt

(Nueva York, 1882 - Warm Springs, Georgia, 1945) Trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos de América (1933-1945). Era primo lejano del también presidente Theodore Roosevelt, y, como su pariente, había estudiado en Harvard (también en la Universidad de Columbia) y había sido subsecretario de Marina (1913-1920); pero, a diferencia de su predecesor, Franklin se alineó con el Partido Demócrata. Aunque llegó a ejercer la abogacía, abandonó muy joven la profesión para dedicarse a la política. Fue elegido senador (1911) y gobernador del Estado de Nueva York (1928), destacando su política de lucha contra la pobreza.


Franklin D. Roosevelt

La crisis bursátil de 1929 y la honda depresión económica que provocó le dieron el espaldarazo definitivo para vencer a Herbert Hoover en las elecciones presidenciales de 1932, las primeras que ganaban los demócratas desde los tiempos de Woodrow Wilson. Rompiendo con el principio impuesto por Washington de que los presidentes renunciaran a ser reelegidos para más de dos mandatos, Roosevelt volvió a presentarse con éxito en las elecciones de 1936, 1940 y 1944; él mismo propuso poco antes de morir la enmienda constitucional que prohibía una tercera reelección presidencial (en vigor desde 1951), por lo que fue el único presidente norteamericano en gobernar durante cuatro mandatos seguidos (1933-1945), si bien la muerte le impidió completar el último.

Frente al reto de la «gran depresión», Roosevelt impulsó un programa político conocido como New Deal (nuevo acuerdo). Aconsejado por un entorno de intelectuales y técnicos progresistas, este programa aplicó de forma intuitiva las recetas de política económica que por los mismos años teorizó John M. Keynes. Promovió la intervención del Estado para sacar a la economía del estancamiento y para paliar los efectos sociales de la crisis, aunque fuera a costa de acrecentar el déficit público y romper con el tabú de la libertad de mercado. Acabó así con la edad dorada del ultraliberalismo americano, abriendo la del Estado de bienestar.

Entre sus medidas iniciales (1933) cabe destacar la reforma agraria, la Ley de Reconstrucción Industrial y la creación de la Autoridad del Valle del Tennessee (que suponía un ambicioso programa de obras públicas, arrogándose por primera vez el Estado una función planificadora). Durante una segunda fase (1935-1936) reguló las relaciones laborales a favor de los trabajadores, garantizó la libertad sindical, creó pensiones de paro, jubilación e invalidez, e instauró la semana laboral de cuarenta horas y el salario mínimo.

Este intervencionismo público y la propia popularidad del presidente le hicieron acumular un gran poder, que sus adversarios intentaron frenar; algunas de sus medidas fueron declaradas anticonstitucionales por el Tribunal Supremo. Roosevelt consiguió crear un sistema de seguridad social y reformar el capitalismo americano en un sentido moderno, que evitó estallidos sociales y permitió al país recuperar la confianza; pero en el terreno estrictamente económico, no consiguió relanzar el crecimiento hasta que la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) puso en marcha el rearme norteamericano.

Efectivamente, después de la superación de la crisis económica, el gran reto de Roosevelt fue la lucha por la supremacía a escala mundial. Estableció relaciones diplomáticas con la Unión Soviética e instauró una política de buena vecindad con los países tradicionalmente sometidos (renunciando al control de Cuba, Filipinas y Haití). Pero, ante la agresividad demostrada por la Alemania nazi desde la llegada de Hitler al poder (1933), Roosevelt hizo frente al aislacionismo dominante en el Congreso, puso en marcha el rearme (1938) y alineó a Estados Unidos con el bando aliado en defensa de las libertades (Ley de Crédito y Arriendo y Carta Atlántica, ambas de 1941).

Preparó así la intervención norteamericana en la guerra, que se produjo después del ataque japonés a Pearl Harbour (1941). Instauró una economía de guerra regulada por el gobierno federal, gracias a la cual movilizó todos los recursos del país y acabó imponiendo su superioridad demográfica e industrial sobre Alemania y Japón. Vencidas las potencias del Eje, Roosevelt negoció con sus aliados Churchill y Stalin la organización del mundo de la posguerra en las Conferencias de Teherán (1943), Dumbarton Oaks (1944) y Yalta (1945).

Conforme a sus ideas de entendimiento pacífico entre las naciones, Roosevelt sacó adelante su proyecto de creación de una Organización de las Naciones Unidas (ONU) y se mostró conciliador hacia Stalin; pero no pudo evitar que éste adoptara una posición de fuerza, consolidando la potencia mundial de la Unión Soviética y determinando la bipolarización de la inmediata «guerra fría». Sostenido hasta el final por su esposa Eleanor (que le auxilió como una estrecha colaboradora política), Roosevelt murió de una hemorragia cerebral en plena negociación, sucediéndole su vicepresidente, Harry S. Truman.


Benito Mussolini

(Dovia di Predappio, Italia, 1883 - Giulino de Mezzegra, id., 1945) Líder político italiano que instauró el régimen fascista en Italia (1922-1943).


Benito Mussolini

Después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la crisis de las democracias liberales, agravada por el crac económico de 1929, favoreció un fenómeno que caracterizaría a la Europa de entreguerras: el auge de los totalitarismos. Su primera manifestación fue el fascismo, denominación que procede de los fasci di combattimento creados en 1919 por Benito Mussolini, quien se hizo con el poder en 1922 e impuso una dictadura de partido único. El régimen fascista italiano se convertiría en el principal aliado de Adolf Hitler en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y corrió su misma suerte tras la derrota.

Biografía

Hijo de una familia humilde (su padre era herrero y su madre maestra de escuela), Benito Mussolini cursó estudios de magisterio, a cuyo término fue profesor durante períodos nunca demasiado largos, pues combinaba la actividad docente con continuos viajes. Pronto tuvo problemas con las autoridades: fue expulsado de Suiza y Austria, donde había iniciado contactos con sectores próximos al movimiento irredentista.

En su primera afiliación política, sin embargo, Mussolini se acercó al Partido Socialista Italiano, atraído por su ala más radical. Del socialismo, más que sus postulados reformadores, le sedujo la vertiente revolucionaria. En 1910 fue nombrado secretario de la federación provincial de Forlì y poco después se convirtió en editor del semanario La Lotta di Classe (La lucha de clases). La victoria del ala radical sobre la reformista en el congreso socialista de Reggio nell'Emilia, celebrado en 1912, le proporcionó mayor protagonismo en el seno de la formación política, que aprovechó para hacerse cargo del periódico milanés Avanti, órgano oficial del partido. Aun así, sus opiniones acerca de los enfrentamientos armados de la «semana roja» de 1914 motivaron cierta inquietud entre sus compañeros de filas, atemorizados por su radicalismo.

La división entre Mussolini y los socialistas se acrecentó con la proclama de neutralidad que lanzó el partido contra la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial en agosto de 1914. Mussolini, que había sido uno de los opositores más radicales a la guerra de Libia y a la participación de Italia en la Gran Guerra, cambió súbitamente de opinión y defendió abiertamente una postura belicista, lo que le valió la expulsión del Partido Socialista. En noviembre del mismo año fundó el periódico Il Popolo d'Italia, de tendencia ultranacionalista. Sobre la vacilaciones del parlamento italiano respecto a la entrada en la guerra, llegó a escribir que "hubiera sido necesario fusilar a una media docena de diputados" para dar un ejemplo "saludable" a los demás. En septiembre de 1915 se enroló voluntariamente, y sirvió en el ejército hasta que fue herido en combate en febrero de 1917.

Los fasci di combattimento y la Marcha sobre Roma

Finalizada la contienda, y pese a formar parte de la alianza vencedora, Italia se vio relegada a la irrelevancia en las negociaciones de los tratados de paz, que no otorgaron al país los territorios reclamados al Imperio austrohúngaro. Benito Mussolini quiso capitalizar el sentimiento de insatisfacción que se apoderó de la sociedad italiana haciendo un llamamiento a la lucha contra los partidos de izquierdas, a los que señaló como culpables de tal descalabro. En 1919 creó los fasci di combattimento, escuadras o grupos armados de agitación que actuaban casi con total impunidad contra militantes de izquierda y que fueron el germen del futuro Partido Nacional Fascista, fundado por el mismo Mussolini en noviembre de 1921.

En un contexto marcado por la frustración colectiva tras los inútiles sacrificios de la Gran Guerra, por el descrédito general del régimen parlamentario, por la crisis económica y la elevada conflictividad social (el creciente desarrollo del movimiento obrero y campesino, con ocupaciones de fábricas y tierras, inquietaba a las clases acomodadas, temerosas de la revolución social), los fascistas alzaron la voz contra la democracia y la lucha de clases, que a su juicio debilitaban y dividían a la nación. Opuestos frontalmente al liberalismo y al marxismo, propugnaron la solidaridad nacional y la acción colectiva en torno a la figura de un líder carismático, y se presentaron como defensores de los valores de la patria, la ley y el orden, enfrentándose violentamente a la izquierda italiana.

Mussolini consiguió ganarse el favor de los grandes propietarios y salir elegido diputado en las elecciones de mayo de 1921, si bien su partido obtuvo tan sólo treinta y cinco de los quinientos escaños que conformaban la cámara. La impotencia del gobierno para reconducir la situación en que se encontraba el país y la disolución del Parlamento allanaron el camino para la denominada Marcha sobre Roma, iniciada el 22 de octubre de 1922. El 28 de octubre de 1922, en una acción coordinada, cuarenta mil fascistas confluyeron sobre la capital desde diferentes puntos de Italia. El primer ministro, Luigi Facta, declaró el estadio de sitio para hacer frente a la amenaza que se cernía sobre la capital, y ante la negativa del rey Víctor Manuel III a firmar el decreto, presentó la dimisión.

El 29 de octubre, presionado por los acontecimientos, el rey hubo de firmar el nombramiento de Benito Mussolini como primer ministro. El líder fascista, que desde hacía algún tiempo había renunciado a su feroz republicanismo, reconociendo el papel de la monarquía, formó un gobierno de coalición el 30 de octubre, el mismo día en que los camisas negras, como eran llamados los fascistas por el color de su uniforme, hacían su entrada triunfal en Roma. Amparándose en una calculada imagen de moderación, Mussolini consiguió el apoyo parlamentario de una débil cámara que el 25 de noviembre le otorgó, de forma provisional, poderes de emergencia con el objeto de restaurar el orden, obteniendo a cambio el fingido compromiso de Mussolini de respetar el sistema parlamentario.

Mussolini en el poder

El fascismo había llegado al poder con el apoyo de los ambientes conservadores, principalmente del latifundismo agrícola, y se reforzó gracias a su capacidad de presentarse como el núcleo central de un bloque de orden conservador, capaz de defender a la burguesía nacional de los peligros democráticos representados, sobre todo, por los socialistas, con su facción comunista. Con la reunión, por primera vez en diciembre de 1922, del Gran Consejo Fascista, se inició el fortalecimiento del partido, que pronto dejaría atrás su extremo anticlericalismo con gestos de acercamiento hacia el catolicismo y la Santa Sede, al mismo tiempo que aumentaba la represión política.

El nuevo gobierno encontró en los "escuadristas" (las Milicias Voluntarias para la Seguridad Nacional) una fuerza que impuso por la violencia y el terrorismo sus posiciones en la campaña para las elecciones de abril de 1924, en las que el Partido Nacional Fascista obtuvo el 69 por ciento de los votos emitidos. A partir de ese momento, la violencia política fue en aumento, y gradualmente (aunque con mayor ímpetu tras el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti en 1924) Benito Mussolini se erigió como único poder, aniquiló cualquier forma de oposición y acabó por transformar su gobierno en un régimen dictatorial; tras ser ilegalizadas en 1925 todas las fuerzas políticas a excepción del Partido Nacional Fascista, el proceso de fascistización del Estado culminó con las leyes de Defensa de noviembre de 1926.

A falta de una ideología coherente, el fascismo desarrolló una retórica que insistía en una serie de motivos: el nacionalismo y el culto al poder, a la jerarquía y a la personalidad del Duce ('Líder' o 'Jefe', título adoptado por Mussolini en 1924); el militarismo y el expansionismo colonialista (con más de un siglo de retraso); la xenofobia y la exaltación de un pasado glorioso remontado al Imperio romano y a la romanidad como idea civilizadora.

Suprimidos el derecho de huelga y los sindicatos y patronales, patronos y obreros hubieron de incorporarse a las organizaciones corporativas creadas por el gobierno. El régimen impuso una estructura social de corporaciones que anulaba los derechos individuales y que otorgaba al Estado todo el control; trabajo, vida económica y ocio estaban regulados por el gobierno, a lo que se unía la paramilitarización de la sociedad, los actos propagandísticos de masas, el control de los medios de comunicación y la educación de los niños bajo un credo fascista. Pero tampoco en el tejido productivo se dieron cambios de fondo; el poder económico se mantuvo en manos de quienes ya lo poseían antes de la Primera Guerra Mundial, y el corporativismo quedó reducido a una ideología de fachada.

Apoyado por un amplio sector de la población y con la baza a su favor de aquel eficaz aparato propagandístico, el régimen fascista realizó fuertes inversiones en infraestructuras. Pero en líneas generales el fascismo, matizado en lo económico por un fuerte intervencionismo estatal y una tendencia a la autarquía que se acentuó tras el crac del 29, fue incapaz de proporcionar a lo largo de las décadas de 1920 y 1930 el pretendido y proclamado progreso material, en aras del cual demandaba a los italianos el sacrifico de la libertad individual.

Sí supo, en cambio, sustituirlo por una generalizada euforia psicológica, en la que el pueblo italiano se vio imbuido por la convicción de que su país experimentaba un nuevo resurgir nacional. En apoyo de tal sentimiento, y tratando de aportar triunfos sensacionales en política exterior con los que magnetizar a los italianos, Benito Mussolini recuperó viejos proyectos expansionistas, como la conquista de Abisinia (1935-1936) y la anexión de Albania (1939). Abisinia (la actual Etiopía) era considerada por el Duce como una zona natural de expansión y nexo lógico entre las colonias italianas de Eritrea y Somalia; la pasividad de Francia e Inglaterra ante la invasión creó un mal precedente.

La Segunda Guerra Mundial

Tras la llegada al poder de Adolf Hitler en Alemania, Mussolini fue acercándose al nazismo; de hecho, el dirigente nazi se había inspirado en sus ideas, y ambos líderes se admiraban mutuamente. Tras un primer tratado de amistad en 1936, la alianza entre Roma y Berlín quedó firmemente establecida en el Pacto de Acero (1939). Hitler y Mussolini brindaron abiertamente apoyo militar al general Francisco Franco en la Guerra Civil Española (1936-1939), preludio de la conflagración mundial. La agresiva política expansionista de Hitler provocó finalmente la reacción de franceses y británicos, que declararon la guerra a Alemania tras la ocupación de Polonia.

Estallaba así la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y tras las primeras victorias alemanas, que juzgó definitivas, Mussolini validó su pacto con Hitler y declaró la guerra a los aliados (junio de 1940). Sin embargo, el fracaso del poco preparado ejército italiano en Grecia, Libia y África oriental, así como el posterior avance de las tropas aliadas (que el 10 de julio de 1943 habían iniciado un imparable desembarco en la isla de Sicilia, con el propósito de invadir Italia), llevaron al Gran Consejo Fascista a destituir a Mussolini (25 de julio de 1943). Al día siguiente Víctor Manuel III ordenó su detención y encarcelamiento. Dos meses después el nuevo primer ministro, Pietro Badoglio, firmaba un armisticio con los aliados.

Liberado por paracaidistas alemanes (12 de septiembre de 1943), todavía creó Mussolini una república fascista en los territorios controlados por Alemania en el norte de Italia (la República de Salò, así llamada por la ciudad en que el gobierno tenía su sede). En los juicios de Verona, Mussolini hizo condenar y ejecutar a aquellos miembros del Gran Consejo Fascista que habían promovido su destitución, entre ellos su propio yerno, Galeazzo Ciano. El avance final de los aliados le obligó a emprender la huida hacia Suiza; intentó cruzar la frontera disfrazado de oficial alemán, pero fue descubierto en Dongo por miembros de la Resistencia (27 de abril de 1945), y al día siguiente fue fusilado con su compañera Clara Petacci; sus cadáveres fueron expuestos para escarnio público en la plaza Loreto de Milán.


Adolf Hitler

La Primera Guerra Mundial dejó una Alemania derrotada política y económicamente. El antiguo Imperio alemán, prácticamente desmantelado, había dado paso a la República de Weimar, pero la inoperancia de aquel sistema liberal sólo causaría frustración, especialmente tras la crisis económica de 1929. Las onerosas reparaciones de guerra y demás condiciones humillantes del Tratado de Versalles alimentaban en la población un sentimiento revanchista. Todo ello, unido al arraigo de su tradición militar y del nacionalismo romántico según el cual el Estado era la encarnación del espíritu del pueblo, así como ciertos hábitos autoritarios de la sociedad alemana, constituía un excelente caldo de cultivo para la emergencia de los nuevos totalitarismos que empezaban a imponerse en la Europa de entreguerras, como el fascismo italiano.


Adolf Hitler

Adolf Hitler añadió al fascismo el orgullo racial para formar la mezcla explosiva y paranoica que galvanizaría a toda una nación. Consiguió el apoyo de un ejército herido en su honor; de los industriales enfrentados a los sindicatos y temerosos de la ideología marxista; de una frustrada clase media y del proletariado «víctima de los sindicatos y de los partidos políticos». Supo proponerles a todos la superioridad de la raza aria, única legitimada para dominar el mundo, y también concitar en todos el odio a los judíos como elemento cohesionador.

Su obra Mein Kampf (Mi lucha) se convirtió en evangelio de masas, sin ser un tratado de política, y en el libro santo de la vida e ideas del jefe supremo, sin ser ninguna confesión del autor, a pesar del título. Según lo expuesto en él, la raza aria es superior por naturaleza; el Estado es la unidad de «sangre y suelo»; el «Führer» (caudillo) es la encarnación del Estado y por tanto del pueblo... Ninguna de estas ideas era nueva, pero igualmente acabaron ocasionando la devastación de Europa, la más cruel derrota del pueblo que las abrazó y el mayor genocidio de la historia.

Lazos de sangre

La búsqueda de unos antecedentes familiares que pudieran justificar el desequilibrio de Hitler indujo a la construcción de diversas historias acerca de sus orígenes. La oscuridad de los pocos datos reales y la escasa fiabilidad de algunos de los vertidos por él mismo en su libro Mein Kampf contribuyeron a suscitarlas. Así, se ha especulado sobre el posible alcoholismo de su padre, sobre que éste murió confinado en un manicomio, o que su madre fue una prostituta y tuvo un abuelo judío. Ninguna de estas hipótesis ha podido probarse; sólo se puede afirmar con absoluta certeza que Adolf Hitler nació el 20 de abril de 1889 en Braunau am Inn, pueblo fronterizo de la Alta Austria, y que fue el tercer hijo del matrimonio formado por el inspector de aduanas Alois Hitler y su tercera esposa, Klara Pólzl.

Se supone que su abuelo paterno fue Johann-Georg Hiedler, molinero de la Baja Austria que en 1842 se casó con una campesina, Maria Anna Schicklgruber, quien ya tenía un hijo natural de cinco años, Alois, cuyo padre no era otro, al parecer, que el propio Hiedler, aunque no le dio su apellido. Casi cuarenta años más tarde, en 1876, Johann-Nepomuk Hiedler, hermano del anterior, se presentó con Alois ante el párroco de Dóllersheim y le pidió que borrase del registro la palabra «ilegítimo» y lo inscribiera como Alois Hiedler por deseo expreso del padre. Johann-Georg Hiedler llevaba veinte años enterrado y la madre treinta, pero el cura accedió. Al año siguiente de su legitimación, Alois cambió su apellido Hiedler, de origen checo, por el de Hitler, de grafía similar a su fonética.

Alois Hitler había ingresado a los dieciocho años en el Servicio Imperial de Aduanas y hasta 1895 trabajó como oficial en distintos pueblos de la frontera austrobávara. Había contraído matrimonio en 1864 con Anna Glass, mujer mucho mayor que él que murió sin haberle dado descendencia en 1883. Un mes después, Alois Hitler se casaba con Franziska Matzelberger, quien ya le había dado un hijo, Alois, y tres meses después de la boda le dio una hija, Angela, la única con quien Adolf Hitler había de mantener relación durante toda su vida, y de cuya hija Geli Raubal llegó a enamorarse. Esta segunda esposa fallecería también poco más tarde de una tuberculosis.

En enero de 1885, Alois Hitler se casó con Klara Pólzl en terceras nupcias. En mayo nacía Gustav; tanto Gustav como una hija nacida en 1887 murieron en la infancia. En 1889 nació Adolf, y más tarde Paula. Adolf Hitler tenía seis años cuando su padre se jubiló. La familia dejó entonces Passau (su último destino), se mudó a Hafeld-am-Traun, luego a Lambach y por último compraron una casa en Leonding, aldea en las afueras de Linz. Allí pasó Hitler su infancia, razón por la que Linz fue considerada la «ciudad natal del Führer» y se convirtió en centro de peregrinación nazi. Su padre murió el 3 de enero de 1903, dejando una pensión a su viuda. Dos años después, la madre vendió la casa por diez mil coronas y se establecieron en Linz.

En el verano de 1905, el joven Adolf abandonó la enseñanza secundaria sin pena ni gloria: su mediocre rendimiento en la Realschule le había valido la expulsión antes de conseguir título alguno. Cuando su madre murió en 1907, se trasladó a Viena con el dinero de la herencia. Dibujaba por afición y esperaba convertirse en un pintor académico. Se inscribió para las pruebas de acceso en la Academia de Artes Plásticas, pero fracasó en el examen de ingreso. Al año siguiente reunió sus dibujos y volvió a presentarse en la Academia, pero esta vez la institución, tras observarlos, ni siquiera lo admitió a examen.

De la milicia a la política

Fue entonces, a finales del año 1908, cuando Adolf Hitler entró en contacto con el antisemitismo a través de las teorías de Jörg Lanz von Liebenfels. En los textos de este monje austriaco se vislumbra ya el germen de su ideología posterior: Liebenfels llamaba Arioheroiker ('héroes arios') a la raza rubia de los señores, y los enfrentaba a los seres inferiores, los Affingen ('simiescos'), para concluir que la necesidad de diezmar a estos últimos estaba biológicamente justificada, pues acabaría con el engendro del mestizaje.

Durante todo el año siguiente Hitler consumió una gran cantidad de esos panfletos racistas. Ya entonces vivía miserablemente, había agotado su herencia y no trabajaba; se alojaba en una residencia para indigentes y pasaba hambre en sus vagabundeos por Viena. Desatendió los reiterados llamamientos para cumplir el servicio militar, y a los veinticuatro años (edad en la que cesaba la obligación de ingresar a filas), cruzó la frontera alemana, instalándose en Múnich. Ese mismo año (1913) las autoridades austriacas averiguaron su paradero y lo obligaron a comparecer primero en su consulado en Múnich y luego ante la comisión de reclutamiento de Salzburgo. Allí, dado su débil estado físico, fue declarado no apto e inútil para la milicia.

La paulatina gestación de su ideario había llevado al joven Hitler a sentir un profundo desprecio por el ejército de su Austria natal, al que juzgaba débil e irrelevante en la Europa de aquel tiempo; admiraba, en cambio, el vigor y pujanza de las guarniciones alemanas. Por ello no debe sorprender que, tras haber eludido durante tres años el servicio militar austriaco, se enrolase voluntariamente en el ejército alemán el 16 de agosto de 1914, al poco de iniciarse la Primera Guerra Mundial.

Herido y gaseado en el frente, fue condecorado con sendas cruces de hierro al mérito militar de segunda y de primera clase, honor este último muy raramente concedido en un rango como el de sargento, que Hitler había alcanzado. Según testimonios, fue un soldado valiente y se ganó pronto la simpatía de sus superiores gracias a su marcado antisemitismo. Acabada la guerra con la humillante derrota de Alemania, Hitler vio desvanecerse la soñada grandeza de su patria adoptiva y la camaradería y demás alicientes de su vida aventurera de soldado. Todavía permanecería dos años en los cuarteles: fue nombrado oficial de propaganda del Reichswehr, el ejército regular, y se dedicó a predicar el ideal nacionalista y la lucha contra los bolcheviques entre los soldados, impartiendo numerosas conferencias.

El 12 de septiembre de 1919 fue comisionado para asistir a una asamblea del incipiente Partido Obrero Alemán (DAP) con el objeto de recabar información sobre dicha asociación. Hitler intercambió impresiones con el presidente del DAP, Anton Drexler, y todo habría terminado allí, quizá, si no hubiese recibido poco después una tarjeta postal en que la dirección del partido (el cual no contaba entonces con más de cincuenta afiliados) le comunicaba su ingreso en el mismo. Notable era sin duda su afinidad con aquella pequeña formación ultraderechista, que incluía entre sus orientaciones ideológicas el ideal expansionista pangermánico, el racismo antisemita y el rechazo frontal a las imposiciones del Tratado de Versalles.

En marzo del año siguiente abandonó la milicia para dedicarse por entero a su actividad política. Fue entonces cuando el partido añadió «nacionalsocialista» a su denominación (convirtiéndose en el Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, de cuya abreviatura surgiría la palabra «nazi») y Hitler se convirtió en su jefe de propaganda. Como tal consiguió reclutar a personajes destacados de la sociedad muniquesa, esencialmente nacionalistas, y también a trabajadores, contribuyendo al por entonces modesto crecimiento del grupo. En 1921, Hitler se hizo con la presidencia del NSDAP, tras eliminar a Drexler; pronto instauró en el partido algunos de sus rasgos más visibles: el culto a la personalidad del «Führer» («líder» o «caudillo», es decir, el propio Hitler), la cruz gamada y el saludo con el brazo en alto.

En noviembre de 1923, siguiendo el ejemplo de Benito Mussolini en Italia, Adolf Hitler intentó el golpe de Estado conocido como el putsch de Múnich. Los dos cabecillas de la intentona, Hitler y Erich Ludendorff, fueron detenidos y juzgados; su fracaso le valió una sentencia de cinco años de prisión, de los que sólo cumplió once meses gracias a la presión de sus camaradas. De esa estancia en la cárcel de Landsberg surgió la primera redacción de Mein Kampf, dictada a Rudolf Hess, compañero de celda también condenado por la tentativa golpista que desempeñaría altos cargos en la Alemania nazi.

Una vez puesto en libertad, y pese a las ideas expresadas en el libro (el expansionismo pangermánico, la doctrina del «espacio vital», la superioridad de la raza aria y el exterminio de las razas «inferiores»), nadie impidió a Hitler reorganizar su partido y continuar su incesante labor propagandística; era solamente otro ultranacionalista exaltado al frente de un grupo marginal.

El ascenso al poder

Pero la crisis económica de 1929 y su reguero de paro, privaciones y descontento entre las clases medias y bajas permitieron al partido nazi un desarrollo más que considerable: de un 2,6% de votos en 1928 pasó a obtener el 18,3% (seis millones de papeletas) y 107 diputados en los comicios de 1930. A partir de ese momento el partido comenzó a recibir ayudas de los magnates del Ruhr (Von Thyssen, Otto Wolff, Voegeler) y de otros grandes grupos industriales, los cuales, como había sucedido en Italia, vieron en el virulento anticomunismo y antisindicalismo de los nazis un instrumento que podía alejar una revolución obrera y disuadir a los sindicatos de sus reivindicaciones. En los dos procesos electorales de 1932, el Partido Nacionalsocialista no llegó a conseguir suficientes diputados para gobernar en solitario, pero se convirtió en la fuerza más votada (37,3 y 33,1%). En enero de 1933, presionado por el ejército y los sectores conservadores, el presidente de la República, Paul von Hindenburg, nombró a Hitler canciller.

Ya en el poder, Hitler procedió sistemáticamente a la liquidación del sistema parlamentario y de toda posible oposición política fuera y dentro de las filas de su partido, apoyándose especialmente en la violencia de las Schutz Staffel (las «Escuadras de Defensa», más conocidas por las siglas SS, la policía militarizada del partido nazi). Primeramente, acusándolo de la autoría del incendio del Reichstag (27 de febrero de 1933), declaró ilegal al partido comunista, y tras salir reforzado de las elecciones de marzo de 1933, en que las obtuvo el 43,9% de los votos, exigió al Reichstag plenos poderes por cuatro años, que le fueron concedidos con la oposición del partido socialista.

El parlamento ya no volvería a reflejar la pluralidad ideológica, ni se convocarían nuevas elecciones: Hitler suprimió de inmediato los sindicatos obreros y las restantes formaciones políticas. Siguiendo los pasos necesarios para acabar con sus oponentes, promulgó una ley destinada vagamente a restablecer «el funcionamiento de carrera», pero que sirvió en realidad para depurar de judíos y marxistas los servicios del Estado, y en general para apartar a todo aquel que ocupase un puesto codiciado por los nuevos jefes nazis.

Tras su primer encuentro con Mussolini (el 14 de junio de 1934, en Venecia), Hitler y la jefatura del nacionalsocialismo (Joseph Goebbels, Hermann Göring, Reinhard Heydrich y Heinrich Himmler) se deshicieron de su otrora apreciado Ernst Röhm y de otros opositores al régimen (Gregor Strasser, Kurt von Schleicher, Gustav von Kahr, a la cabeza de un centenar). Todos ellos fueron ejecutados a quemarropa en la llamada «Noche de los cuchillos largos» (30 de junio de 1934). El vicecanciller Franz von Papen se libró de la quema gracias a la protección del mariscal Paul von Hindenburg, todavía presidente de la República; no obstante, se aprestó a dimitir de su cargo, partió a Viena como embajador y más tarde siguió sirviendo a Hitler en Ankara.

El 2 de agosto de 1934 murió el anciano Paul von Hindenburg, presidente de la República. Hitler promulgó al instante una ley que unificaba ambos ministerios (presidencia y cancillería) y se convirtió en jefe supremo del Estado; el ejército juró fidelidad al «Führer y canciller Adolf Hitler». En ese momento las SS contaban con más de cien mil hombres dirigidos por un ex agricultor fanático que, según algunos, superó en temeridad al propio Führer: Heinrich Himmler.

El Tercer Reich

Bajo la finta del culto al deber y la jerga prusiana, el nuevo régimen reflejaba los rasgos de su creador: desordenado pero eficaz, enérgico y centralizado. Hitler fue fiel a sus costumbres vienesas: se levantaba a las doce, y amparado por un gran número de secretarios privados con rango ministerial que filtraban a sus visitantes, recibía únicamente a quien le apetecía y sólo por un par de minutos. Su vitalidad aparecía durante la noche, cuando su terror a la soledad le conducía a mantener extensos monólogos hasta la madrugada.

No existían reuniones de gobierno. Las leyes se promulgaban mediante sus escuetas órdenes, y más tarde bastaría sólo con una observación caprichosa. Sus incondicionales anotaban todas sus ocurrencias espontáneas y las transmitían a la nación como órdenes del Führer. Existe una anécdota a este respecto que, fundada o no, resulta sin duda ilustrativa: frente a la iglesia de San Mateo de Múnich, Hitler advirtió a sus acompañantes que la próxima vez no quería ver «esa pila de piedras». El Führer se refería a un montón de adoquines que estaban apilados cerca de la entrada, pero su observación se interpretó como una alusión a la iglesia, que fue demolida sin más al día siguiente.

Así funcionaban los mecanismos de gobierno de una nación de setenta millones de habitantes, y a pesar de todo, funcionaban; gracias a su intuición, a su olfato y a su elección sistemática de soluciones viables. Su política social surtía un efecto extraordinario sobre las masas. Ordenaba medidas que, según él, contraponían al «socialismo teórico» el «socialismo de los hechos»: préstamos «al matrimonio» que impulsaban la creación de nuevas familias; protección y descanso a las madres; envío masivo de niños (el primer año 370.000) a colonias de vacaciones; casas-cuna, guarderías; obras con denominaciones tan extrañas como «de socorro invernal», «del hogar», «fortaleza mediante la alegría», y campañas con títulos como «buena iluminación», «zonas verdes en la empresa», «educación popular», «departamento del ocio» o «belleza del trabajo», todas ellas pensadas con una estratégica visión de futuro y para un pueblo que salía de la miseria.

Entretanto, Heinrich Himmler recluía a medio millón de personas en los veinte campos de concentración y los ciento sesenta campos de trabajo. Posteriormente, millones de judíos, polacos, prisioneros de guerra soviéticos, sospechosos de semitismo y subversivos pasarían por los campos para perecer en las cámaras de gas o ser aniquilados por el trabajo. Infinidad de testimonios aparecerían tras la guerra tanto de la monstruosa atrocidad de los nazis como de la inocencia de sus víctimas, empezando por el célebre Diario de Ana Frank. Primero de forma clandestina, luego más abierta, el exterminio respondía a los objetivos expuestos en Mein Kampf. Y también su política exterior; como Mussolini, Hitler ayudó al general golpista Francisco Franco en su lucha contra la República española. Luego camufló, con el nombre de «lucha contra el bolchevismo», la alianza con los dictadores. Lograda con la constitución del Eje Berlín-Roma-Tokio la adhesión del Japón, pudo amenazar la retaguardia de la Unión Soviética, que, con Francia, eran sus mayores amenazas.

Decidido a realizar por la fuerza el ideal pangermánico, Hitler había retirado a Alemania de la Sociedad de Naciones en 1933 e impulsado el fortalecimiento y modernización del ejército, ignorando las limitaciones impuestas unilateralmente por los vencedores en el Tratado de Versalles; a fines de 1937 resolvió reunir todos los países y territorios de lengua alemana antes de que las potencias occidentales acabasen de rearmarse. Ante la alarma del ala más conservadora del ejército, hostil a las SS, se deshizo de Blomberg y de Von Neurath y destituyó al comandante en jefe de la Wehrmacht, Werner von Fritsch, acusándolo de homosexual, y al jefe del estado mayor Ludwig Beck, asumiendo él mismo el mando.

Seguro de la adhesión del Duce, en marzo de 1938 se apoderó de Austria. En septiembre, contando a su favor con el miedo a la guerra y al comunismo de las democracias occidentales, obtuvo la firma del Acuerdo de Múnich, con el cual ganó una cuarta parte de Checoslovaquia. El 15 de marzo de 1939, ya organizada la secesión eslovaca, Hitler ignoró los acuerdos y ocupó no solamente la región de los Sudetes, sino también el resto de Checoslovaquia, donde instauró el Protectorado alemán de Bohemia y Moravia. Invadió asimismo el territorio de Memel (Lituania) y a partir de abril reclamó los distritos alemanes de Polonia. Al mismo tiempo reforzó su alianza con Italia mediante el Pacto de Acero del 22 de mayo y firmó con la Unión Soviética el acuerdo Ribbentrop-Molotov (23 de agosto de 1939), un pacto de no agresión que aseguraba la no intervención de los rusos a cambio del reparto de Polonia. El 1 de septiembre de 1939, Hitler ordenó la invasión de Polonia, desencadenando la Segunda Guerra Mundial.

La Segunda Guerra Mundial

La primera fase de la contienda, conocida como la «guerra relámpago» (desde septiembre de 1939 hasta mayo de 1941), reveló no solamente el poderío armamentístico alemán, sino también la superioridad de la estrategia que le dio ese nombre: en lugar de movilizar pesadamente grandes contingentes de soldados hacia el frente, la aviación, los tanques y los carros de combate alemanes penetraban como armas de choque decisivas en territorio enemigo, abriendo paso a la infantería y avanzando velozmente por la desprotegida retaguardia hacia sus objetivos finales. En menos de dos años toda Europa, incluida Francia, se sometió al dominio de Hitler: Polonia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Francia, Yugoslavia y Grecia cayeron sucesivamente en manos del Reich; los restantes países eran aliados de Alemania o neutrales. Después de una batalla aérea que no había dado los frutos esperados, sólo Inglaterra resistía. Hitler cometió entonces el error de volver los ojos hacia Rusia.

Violando el pacto de no agresión firmado con Stalin, el 22 de junio de 1941 atacó la Unión Soviética; tras un vertiginoso avance, el fracaso frente a Moscú lo condujo a tomar él mismo el mando del ejército de tierra. Con la campaña rusa y el bombardeo de Pearl Harbour, que supuso la entrada en la guerra de Estados Unidos y Japón, se iniciaba la «guerra total» (de junio de 1941 a junio de 1943). Todavía a fines de 1942 su empresa era exitosa. Ese año ya se había anunciado, aunque veladamente, la «solución final a la cuestión judía», y se sucedían los asesinatos masivos de judíos en toda Europa. En Polonia acababan de construirse nuevos campos: Auschwitz-Birkenau, Chelmno, Majdanek, Treblinka, Sobibor, Belzec. Incluidos los judíos rusos, los cálculos menos pesimistas estiman las víctimas en más de cuatro millones de personas.

El 10 de septiembre de 1942 se había conseguido la expansión máxima de los alemanes en la Unión Soviética. En noviembre las fuerzas aliadas desembarcaban en Marruecos y Argelia, y en enero de 1943 la Conferencia Angloamericana de Casablanca exigía la capitulación incondicional. Un mes después, el 2 de febrero de 1943, el ejército alemán debía rendirse en Stalingrado; esta derrota, que certificaba el fracaso de la campaña rusa, invirtió el curso de la contienda. Con la incorporación del formidable potencial industrial y militar de Estados Unidos y la URSS, el tiempo corría a favor de los aliados; perdida la oportunidad de una victoria rápida, los alemanes ya no tenían ninguna opción. La fase final de la guerra (de julio de 1943 hasta 1945) fue la del retroceso y hundimiento de las potencias del Eje en todos los frentes.

Durante los meses siguientes, en efecto, el poder alemán fue decayendo abrumado por diferentes acontecimientos. En abril y mayo de 1943 la resistencia se rebeló en el gueto de Varsovia y el Afrika Korps capituló en Túnez. En julio los aliados entraron en la fase de bombardeos masivos sobre Hamburgo y destruyeron gran parte de la ciudad; el día 10 de julio los ingleses y norteamericanos desembarcaron en Sicilia, y el 25 de julio de 1943 cayó Mussolini. Italia declaró entonces la guerra a Alemania. El 1 de diciembre, el máximo dirigente soviético, Iosif Stalin, el primer ministro británico Winston Churchill y el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, reunidos en la Conferencia de Teherán, coordinaron sus estrategias bélicas y empezaron a diseñar el nuevo mapa de Europa. En junio de 1944 los aliados desembarcaron en Normandía.

Hitler, acosado, sufrió además un atentado planeado por un grupo de oficiales cuando se encontraba en su cuartel general de Rastenburg (Prusia Oriental) y resultó con heridas leves. En venganza, hizo ajusticiar por lo menos a doscientos resistentes de la élite político-militar; Günther von Kluge y Erwin Rommel se suicidaron. El 25 de septiembre de 1944 hizo un llamamiento a las fuerzas populares como último intento de resguardar el Reich. Desgastado por las derrotas, ya era sólo un enfermo mental. No obstante, creía todavía en el triunfo, que esperaba obtener mediante armas secretas en proceso de preparación, y supervisó aún una última y desesperada ofensiva alemana en las Ardenas, desactivada por los aliados tras seis semanas de duros combates (25 de enero de 1945). Luego regresó al búnker de la cancillería.

Totalmente aislado, con la excepción de Joseph Goebbels, de su amante Eva Braun y de una reducida corte de aduladores, en abril de 1945 Adolf Hitler contempló cómo sus otrora fieles servidores intentaban abandonarlo: Hermann Göring, que trataba de acelerar el inevitable final; Heinrich Himmler, que incluso intentó contactar con el enemigo... Fiel a sí mismo, como expresó en 1939, jamás pronunciaría la palabra «capitulación». El día 13 de abril brindó con Göring por la muerte de su despreciado Roosevelt. El 20 volvió a brindar con sus pocos adeptos por su quincuagésimo sexto aniversario. Las tropas rusas, mientras tanto, proseguían su inexorable avance hacia Berlín.

En la madrugada del 29 de abril de 1945, Hitler ordenó que se presentase ante él un funcionario del registro civil y contrajo enlace con Eva Braun, su «fiel alumna». La había conocido cuando era empleada de la tienda de Hoffmann, su fotógrafo, en 1929, dos años antes de que su primer amor, Geli Raubal, hija de su hermanastro, se suicidara en el domicilio particular de Hitler en Múnich. Hitler y Eva Braun ya tenían previsto quitarse la vida cuando decidieron su unión. El Führer acababa de recibir hacía unas horas la noticia de la ejecución de Benito Mussolini frente al lago Como. Luego había ordenado que envenenasen a Blondi, su pastor alemán. Al acabar la ceremonia dictó un testamento político en el que nombraba al almirante Karl Dönitz presidente del Reich y jefe supremo del ejército. Al día siguiente, hacia las tres de la tarde, se oyó un disparo: Adolf Hitler y Eva Braun habían muerto, él de un tiro en la boca, ella por ingestión de una cápsula de cianuro.

Mientras en cumplimiento de sus disposiciones los dos cadáveres eran consumidos por las llamas en el jardín del búnker, Martin Bormann comunicó por radio a Dönitz que Hitler lo había designado su sucesor, pero ocultó la muerte del Führer aún veinticuatro horas más. En ese lapso, Bormann y Goebbels intentaron una nueva negociación con los soviéticos; pero fue un esfuerzo inútil. Entonces telegrafiaron otra vez a Dönitz comunicándole la muerte de Hitler. La noticia se dio por la radio el 1 de mayo con música de fondo de Wagner y Bruckner, dando a entender que el Führer había sido un héroe que había caído luchando hasta el final contra el bolchevismo. Esa misma noche dirigentes y altos cargos nazis emprendieron una huida masiva; fueron muchos los que lograron fugarse de Berlín. Goebbels prefirió, tras envenenar a sus hijos, matar a su mujer de un balazo y suicidarse de un tiro. El 7 de mayo de 1945 se firmó la capitulación en Reims, y el día 9 se repitió la firma en Berlín. En la misma fecha se suspendieron todas las hostilidades en los frentes europeos. El Tercer Reich había sobrevivido a su creador exactamente siete días.


Stalin

(Iosif o Jossif Vissariónovich Dzhugashvili, también llamado Josef o Joseph Stalin; Gori, Georgia, 1879 - Moscú, 1953) Dirigente soviético que gobernó férreamente la URSS desde 1929 (año en que se erigió como sucesor de Lenin tras el exilio de Trotsky) hasta su fallecimiento en 1953. Al precio de una represión sanguinaria y de inmensos sacrificios impuestos a la población, Stalin logró convertir la Rusia semifeudal en una potencia económica y militar capaz de contribuir decisivamente a la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).


Stalin

En el nuevo orden de la posguerra, los Estados Unidos y la URSS se repartieron áreas de influencia; Stalin extendió su poder instaurando regímenes comunistas en la Europa del Este y alentándolos en otros países. El choque de intereses e ideologías dio lugar a la «guerra fría» entre ambas superpotencias, que continuó tras la muerte de Stalin; de hecho, el clima de tensión entre los bloques capitalista y comunista definiría el escenario internacional hasta la disolución de la URSS en 1991.

Biografía

Iosif Dzhugashvili era hijo de un zapatero pobre y alcohólico de la región caucásica de Georgia, sometida a la Rusia de los zares. Quedó huérfano muy temprano y estudió en un seminario eclesiástico, de donde fue expulsado por sus ideas revolucionarias (1899). Se unió entonces a la lucha clandestina de los socialistas rusos contra el régimen zarista; cuando en 1903 se escindió el Partido Socialdemócrata, siguió a la facción bolchevique que encabezaba Lenin.

Fue un militante activo y perseguido hasta el triunfo de la Revolución bolchevique de 1917, época de la que procede su sobrenombre de Stalin («hombre de acero»). La lealtad a Lenin y la falta de ideas propias le permitieron ascender en la burocracia del partido (rebautizado como Partido Comunista), hasta llegar a secretario general en 1922.

Stalin emprendió entonces una pugna con Trotsky por la sucesión de Lenin, que, ya muy enfermo, moriría en 1924. Aunque el líder de la Revolución había indicado su preferencia por Trotsky (pues consideraba a Stalin «demasiado cruel»), Stalin maniobró aprovechando su control sobre la información y sobre el aparato del Partido, aliándose con Zinoviev y Kámenev hasta imponerse a Trotsky. La lucha por el poder se disfrazó de argumentos ideológicos, defendiendo cada bando una estrategia para consolidar el régimen comunista: la construcción del socialismo en un solo país (Stalin) contra la revolución permanente a escala mundial (Trotsky).

Pero el verdadero móvil de Stalin era la ambición de poder: una vez apartado Trotsky (al que mandó al exilio en 1929 y luego hizo asesinar en 1940), se desembarazó también del ala «izquierda» del partido (Zinoviev y Kámenev, ejecutados en 1936) y del ala «derecha» (Bujarin y Rikov, ejecutados en 1938) e instauró una sangrienta dictadura personal, apropiándose de las ideas políticas que habían sostenido sus rivales.

La URSS bajo Stalin

Stalin gobernó la Unión Soviética de forma tiránica desde los años treinta hasta su muerte, implantando el régimen más totalitario que haya existido jamás; pero también hay que atribuirle a él la realización del proyecto socioeconómico comunista en Rusia, la extensión de su modelo a otros países vecinos y la conversión de la URSS en una gran potencia.

Radicalizando las tendencias autoritarias presentes entre los bolcheviques desde la Revolución, acabó de eliminar del proyecto marxista-leninista todo rastro de ideas democráticas o emancipadoras: anuló todas las libertades, negó el más mínimo pluralismo y aterrorizó a la población instaurando un régimen policial. Dispuesto a eliminar no sólo a los discrepantes o sospechosos, sino a todo aquel que pudiera poseer algún prestigio o influencia propia, lanzó contra sus compañeros comunistas sucesivas purgas que diezmaron el partido, eliminando a la plana mayor de la Revolución.

Con la misma violencia impuso la colectivización forzosa de la agricultura, hizo exterminar o trasladar a pueblos enteros como castigo o para solucionar problemas de minorías nacionales, y sometió todo el sistema productivo a la estricta disciplina de una planificación central obligatoria. Con inmensas pérdidas humanas consiguió, sin embargo, un crecimiento económico espectacular, mediante los planes quinquenales: en ellos se daba prioridad a una industrialización acelerada, basada en el desarrollo de los sectores energéticos y la industria pesada, a costa de sacrificar el bienestar de la población, sometida a durísimas condiciones de trabajo y a grandes privaciones en materia de consumo.

La represión impedía que se expresara el malestar de la masa trabajadora, apenas compensada con la mejora de los servicios estatales de transporte, sanidad y educación. A este precio conseguiría Stalin convertir a la Unión Soviética en una gran potencia, capaz de ganar la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y de compartir la hegemonía con los Estados Unidos en el orden bipolar posterior.

De la Segunda Guerra Mundial a la «guerra fría»

Stalin fue un político ambicioso y realista, movido por consideraciones de poder y no por ideales revolucionarios. Este maquiavelismo fue más palpable en su política exterior, donde la causa del socialismo quedó sistemáticamente postergada a los intereses nacionales de Rusia (convirtiendo a los partidos comunistas extranjeros en meros instrumentos de la política exterior soviética). En los días previos a la Segunda Guerra Mundial, no tuvo reparos en firmar un pacto de no agresión con la Alemania nazi para asegurarse la tranquilidad en sus fronteras, el reparto de Polonia y la anexión de Estonia, Letonia y Lituania (Pacto Germano-Soviético de 1939).

A pesar de todo, Adolf Hitler invadió la URSS, arrastrando a Stalin a la guerra en 1941. Stalin movilizó eficazmente las energías del país apelando a sus sentimientos nacionalistas (proclamó la Gran Guerra Patriótica): organizó la evacuación de la industria de las regiones occidentales hacia los Urales, adoptando una estrategia de «tierra quemada». Con ayuda del clima, de las grandes distancias y de la lucha guerrillera de los partisanos, debilitó a los alemanes hasta recuperarse y pasar a la contraofensiva a partir de la batalla de Stalingrado (1942-1943). Después el avance ruso sería arrollador hasta llegar más allá de Berlín.

En la Conferencia de Teherán (1943), pactó con el primer ministro británico Winston Churchill y con el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt la estrategia de la guerra. Reforzado por la victoria, Stalin negoció con Estados Unidos y Gran Bretaña el orden internacional de la posguerra (Conferencias de Yalta y Postdam, 1945), obteniendo el reconocimiento de la URSS como gran potencia (con derecho de veto en la ONU, por ejemplo). Los aliados tuvieron que aceptar la influencia soviética en la Europa oriental, donde Stalin estableció un cordón de «Repúblicas populares» con regímenes comunistas satélites de la URSS.

Stalin mantuvo la inercia de la guerra, retrasando la desmovilización de su ejército hasta el momento en que pudo disponer de armas atómicas (1951) y fomentando la extensión del comunismo a países en los que existieran movimientos revolucionarios autóctonos (como Grecia, Turquía, China y Corea). La resistencia norteamericana a sus planes dio lugar a la «guerra fría», clima de tensión bipolar a escala mundial entre un bloque comunista y un bloque occidental capitalista.

Formalmente, la fase más aguda de la guerra fría terminó con la muerte de Stalin; su sucesor, Nikita Jruschov (1953-1964), impulsó la doctrina de la «coexistencia pacífica» de las dos grandes potencias, que resultó ser una ficción retórica: los conflictos abiertos o subterráneos a través de terceros países continuaron, y la guerra fría perduraría hasta la caída del muro de Berlín (1989) y la disolución de la URSS (1991). En el XX Congreso del PCUS (1956), Jruschov denunció las desviaciones ideológicas y los crímenes del periodo anterior, dando inicio, con la expulsión de los estalinistas del partido, al proceso de desestalinización del Estado.


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