miércoles, 6 de diciembre de 2023

4º ESO: LIBERALISMO Y NACIONALISMO

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MAPAS CONCEPTUALES










BIOGRAFÍAS (Sacadas de https://www.biografiasyvidas.com)

La reina Victoria de Inglaterra ascendió al trono a los dieciocho años y se mantuvo en él más tiempo que ningún otro soberano de Europa. Durante su reinado, Francia conoció dos dinastías regias y una república, España tres monarcas e Italia cuatro. En este dilatado período, que precisamente se conoce como "era victoriana", Inglaterra se convirtió en un país industrial y en una potencia de primer orden, orgullosa de su capacidad para crear riqueza y destacar en un mundo cada vez más dependiente de los avances científicos y técnicos.


En el terreno político, la ausencia de revoluciones internas, el arraigado parlamentarismo inglés, el nacimiento y consolidación de una clase media y la expansión colonial fueron rasgos esenciales del victorianismo; en lo social, sus fundamentos se asentaron en el equilibrio y el compromiso entre clases, caracterizados por un marcado conservadurismo, el respeto por la etiqueta y una rígida moral de corte cristiano. Todo ello protegido y fomentado por la figura majestuosa e impresionante, al mismo tiempo maternal y vigorosa, de la reina Victoria, verdadera protagonista e inspiradora de todo el siglo XIX europeo.

Biografía

La que llegaría a ser soberana de Gran Bretaña e Irlanda y emperatriz de la India nació el 24 de mayo de 1819, fruto de la unión de Eduardo, duque de Kent, hijo del rey Jorge III, con la princesa María Luisa de Sajonia-Coburgo, descendiente de una de las más antiguas y vastas familias europeas. No es de extrañar, por lo tanto, que muchos años después Victoria no encontrase grandes diferencias entre sus relaciones personales con los distintos monarcas y las de Gran Bretaña con las naciones extranjeras, pues desde su nacimiento estuvo emparentada con las casas reales de Alemania, Rumania, Suecia, Dinamarca, Noruega y Bélgica, lo que la llevó muchas veces a considerar las coronas de Europa como simples fincas de familia y las disputas internacionales como meras desavenencias domésticas.

La niña, cuyo nombre completo era Alejandrina Victoria, perdió a su padre cuando sólo contaba un año de edad y fue educada bajo la atenta mirada de su madre, revelando muy pronto un carácter afectuoso y sensible, a la par que despabilado y poco proclive a dejarse dominar por cualquiera. El vacío paternal fue ampliamente suplido por el enérgico temperamento de la madre, cuya vigilancia sobre la pequeña era tan tiránica que, al alborear la adolescencia, Victoria todavía no había podido dar un paso en el palacio ni en los contados actos públicos sin la compañía de ayas e institutrices o de su misma progenitora. Pero como más tarde haría patente en sus relaciones con los ministros del reino, Victoria resultaba indomable si primero no se conquistaba su cariño y se ganaba su respeto.

Muerto su abuelo Jorge III el mismo año que su padre, no tardó en ser evidente que Victoria estaba destinada a ocupar el trono de su país, pues ninguno de los restantes hijos varones del rey tenía descendencia. Cuando se informó a la princesa a este respecto, mostrándole un árbol genealógico de los soberanos ingleses que terminaba con su propio nombre, Victoria permaneció callada un buen rato y después exclamó: "Seré una buena reina". Apenas contaba diez años y ya mostraba una presencia de ánimo y una resolución que serían cualidades destacables a lo largo de toda su vida.

Jorge IV y Guillermo IV, tíos de Victoria, ocuparon el trono entre 1820 y 1837. Horas después del fallecimiento de éste último, el arzobispo de Canterbury se arrodillaba ante la joven Victoria para comunicarle oficialmente que ya era reina de Inglaterra. Ese día, la muchacha escribió en su diario: "Ya que la Providencia ha querido colocarme en este puesto, haré todo lo posible para cumplir mi obligación con mi país. Soy muy joven y quizás en muchas cosas me falte experiencia, aunque no en todas; pero estoy segura de que no hay demasiadas personas con la buena voluntad y el firme deseo de hacer las cosas bien que yo tengo". La solemne ceremonia de su coronación tuvo lugar en la abadía de Westminster el 28 de junio de 1838.

Una reina de dieciocho años

La tirantez de las relaciones de Victoria con su madre, que aumentaría con su llegada al trono, se puso ya de manifiesto en su primer acto de gobierno, que sorprendió a los encopetados miembros del consejo: les preguntó si, como reina, podía hacer lo que le viniese en real gana. Por considerarla demasiado joven e inexperta para calibrar los mecanismos constitucionales, le respondieron que sí. Ella, con un delicioso mohín juvenil, ordenó a su madre que la dejase sola una hora y se encerró en su habitación.

A la salida volvió a dar otra orden: que desalojaran inmediatamente de su alcoba el lecho de la absorbente duquesa, pues en adelante quería dormir sin compartirlo. Las quejas, las maniobras y hasta la velada ruptura de la madre nada pudieron hacer: su imperio había terminado y su voluntariosa y autoritaria hija iba a imponer el suyo. Y no sólo en la intimidad; también daría un sello inconfundible a toda una época, la que se ha denominado justamente con su nombre.

La sangre alemana de la joven reina no provenía únicamente de la línea materna, con su ascendencia más remota en un linaje medieval; había entrado con la entronización de la misma dinastía, los Hannover, que fueron llamados en 1714 desde el principado homónimo en el norte de Alemania para coronar el edificio constitucional que había erigido en el siglo XVIII la Revolución inglesa. Sus soberanos dejaron, en general, un recuerdo borrascoso por sus comportamientos públicos y privados y los feroces castigos infligidos a quienes se atrevían a criticarlos, pero presidieron la rápida ascensión de Gran Bretaña hacia la hegemonía europea.

Una pálida excepción la procuró Jorge III, de larga y desgraciada vida (su reinado duró casi tanto como el de Victoria), a causa de sus periódicas crisis de locura. Fue, sin embargo, respetado por sus súbditos, en razón de esa desgracia y de sus irreprochables virtudes domésticas. La mayoría de sus seis hijos no participaron de esta ejemplaridad y el heredero, Jorge IV, dañó especialmente con sus escándalos el prestigio de la monarquía, que sólo pudo reparar en parte su sucesor, Guillermo IV.

Al fallecer el rey Guillermo IV el 20 de junio de 1837 y convertirse en su sucesora al trono, Victoria tenía ante sí una larga tarea. Los celosos cuidados de la madre habían procurado sustraerla por completo a las influencias perniciosas de los tíos y del ambiente disoluto de la corte, regulando su instrucción según austeras pautas, imbuidas de un severo anglicanismo. Su educación intelectual fue algo precaria, pues parecía rebuscado pensar que la muerte de otros herederos directos y la falta de descendencia de Jorge IV y de Guillermo IV le abrirían el paso a la sucesión.

Pero ello no impediría que la reina desempeñara un papel fundamental en el resurgimiento de un indiscutible sentimiento monárquico al aproximar la corona al pueblo, borrando el recuerdo de sus antecesores hasta afianzar sólidamente la institución en la psicología colectiva de sus súbditos. No fue tarea fácil. Sus hombres de estado tuvieron que gastar largas horas en enseñarle a deslindar el ámbito regio en las prácticas constitucionales, y procuraron recortar la influencia de personajes dudosos de la corte, como el barón de Stockmar, médico, o la baronesa de Lehzen, una antigua institutriz. Los mayores roces se producirían con sus injerencias en la política exterior, y particularmente en las procelosas cuestiones de Alemania, cuando bajo la égida de Prusia y de Bismarck surgió allí el gran rival de Gran Bretaña, el imperio germano.

En el momento de la coronación, la escena política inglesa estaba dominada por William Lamb, vizconde de Melbourne, que ocupaba el cargo de primer ministro desde 1835. Lord Melbourne era un hombre rico, brillante y dotado de una inteligencia superior y de un temperamento sensible y afable, cualidades que fascinaron a la nueva reina. Victoria, joven, feliz y despreocupada durante los primeros meses de su reinado, empezó a depender completamente de aquel excelente caballero, en cuyas manos podía dejar los asuntos de estado con absoluta confianza. Y puesto que lord Melbourne era jefe del partido whig (liberal), ella se rodeó de damas que compartían las ideas liberales y expresó su deseo de no ver jamás a un tory (conservador), pues los enemigos políticos de su estimado lord habían pasado a ser automáticamente sus enemigos.

Tal era la situación cuando se produjeron en la Cámara de los Comunes diversas votaciones en las que el gabinete whig de lord Melbourne no consiguió alcanzar la mayoría. El primer ministro decidió dimitir y los tories, encabezados por Robert Peel, se dispusieron a formar gobierno. Fue entonces cuando Victoria, obsesionada con la terrible idea de separarse de lord Melbourne y verse obligada a sustituirlo por Robert Peel, cuyos modales consideraba detestables, sacó a relucir su genio y su testarudez, disimulados hasta entonces: su negativa a aceptar el relevo fue tan rotunda que la crisis hubo de resolverse mediante una serie de negociaciones y pactos que restituyeron en su cargo al primer ministro whig. Lord Melbourne regresó al lado de la reina y con él volvió la felicidad, pero pronto iba a ser desplazado por una nueva influencia.

El príncipe Alberto

El 10 de febrero de 1840 la reina Victoria contrajo matrimonio. Se trataba de una unión prevista desde muchos años antes y determinada por los intereses políticos de Inglaterra. El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, alemán y primo de Victoria, era uno de los escasísimos hombres jóvenes que la adolescente soberana había tratado en su vida y sin duda el primero con el que se le permitió conversar a solas. Cuando se convirtió en su esposo, ni la predeterminación ni el miedo al cambio que suponía la boda impidieron que naciese en ella un sentimiento de auténtica veneración hacia aquel hombre no sólo apuesto, exquisito y atento, sino también dotado de una fina inteligencia política.

Alberto tampoco dejó de tener sus dificultades al principio. Por un lado, tardó en acostumbrarse al puesto que le había trazado de antemano el parlamento, el de príncipe consorte, un status que adquirió a partir de él (en Gran Bretaña y en Europa) sus específicas dimensiones. Por otro lado, tardó aún más en hacerse perdonar una cierta inadaptación a los modos y maneras de la aristocracia inglesa, al soslayar su innata timidez con el clásico recurso del envaramiento oficial y la altivez de trato. Pero con el tacto y perseverancia del príncipe, y la viveza natural y el sentido común de Victoria, la real pareja despejó en una misma voluntad todos los obstáculos y se granjeó un universal respeto con sus iniciativas. Fue el suyo un amor feliz, plácido y hogareño, del que nacieron cuatro hijos y cinco hijas; ellos y sus respectivos descendientes coparon la mayor parte de las cortes reales e imperiales del continente, poniendo una brillante rúbrica a la hegemonía de Gran Bretaña en el orbe, vigente hasta la Primera Guerra Mundial. Llegó el día en que Victoria fue designada «la abuela de Europa».

Alberto fue para Victoria un marido perfecto y sustituyó a lord Melbourne en el papel de consejero, protector y factótum en el ámbito de la política. Y ejerció su misión con tanto acierto que la soberana, aún inexperta y necesitada de ese apoyo, no experimentó pánico alguno cuando en 1841 el antaño aborrecido Peel reemplazó por fin a Melbourne al frente del gabinete. A partir de ese momento, Victoria descubrió que los políticos tories no sólo no eran monstruos terribles, sino que, por su conservadurismo, se hallaban mucho más cerca que los whigs de su talante y sus creencias. En adelante, tanto ella como su marido mostraron una acusada predilección por los conservadores, siendo frecuentes sus polémicas con los gabinetes liberales encabezados por lord Russell y lord Palmerston.

La habilidad política del príncipe Alberto y el escrupuloso respeto observado por la reina hacia los mecanismos parlamentarios, contrariando en muchas ocasiones sus propias preferencias, contribuyeron en gran medida a restaurar el prestigio de la corona, gravemente menoscabado desde los últimos años de Jorge III a causa de la manifiesta incompetencia de los soberanos. Con el nacimiento, en noviembre de 1841, del príncipe de Gales, que sucedería a Victoria más de medio siglo después con el nombre de Eduardo VII, la cuestión sucesoria quedó resuelta. Puede afirmarse, por lo tanto, que en 1851, cuando la reina inauguró en Londres la primera Gran Exposición Internacional, la gloria y el poder de Inglaterra se encontraban en su momento culminante. Es de señalar que Alberto era el organizador del evento; no hay duda de que había pasado a ser el verdadero rey en la sombra.

El esplendor de la viudez

A lo largo de los años siguientes, Alberto continuó ocupándose incansablemente de los difíciles asuntos de gobierno y de las altas cuestiones de Estado. Pero su energía y su salud comenzaron a resentirse a partir de 1856, un año antes de que la reina le otorgase el título de príncipe consorte con objeto de que a su marido le fueran reconocidos plenamente sus derechos como ciudadano inglés, pues no hay que olvidar su origen extranjero. Fue en 1861 cuando Victoria atravesó el más trágico período de su vida: en marzo fallecía su madre, la duquesa de Kent, y el 14 de diciembre expiraba su amado esposo, el hombre que había sido su guía y soportado con ella el peso de la corona.

Como en otras ocasiones, y a pesar del dolor que experimentaba, la soberana reaccionó con una entereza extraordinaria y decidió que la mejor manera de rendir homenaje al príncipe desaparecido era hacer suyo el objetivo central que había animado a su marido: trabajar sin descanso al servicio del país. La pequeña y gruesa figura de la reina se cubrió en lo sucesivo con una vestimenta de luto y permaneció eternamente fiel al recuerdo de Alberto, evocándolo siempre en las conversaciones y episodios diarios más baladíes, mientras acababa de consumar la indisoluble unión de monarquía, pueblo y estado.

Desde ese instante hasta su muerte, Victoria nunca dejó de dar muestras de su férrea voluntad y de su enorme capacidad para dirigir con aparente facilidad los destinos de Inglaterra. Mientras en la palestra política dos nuevos protagonistas, el liberal William Gladstone y el conservador Benjamin Disraeli, daban comienzo a un nuevo acto en la historia del parlamentarismo inglés, la reina alcanzaba desde su privilegiada posición una notoria celebridad internacional y un ascendiente sobre su pueblo del que no había gozado ninguno de sus predecesores. En un supremo éxito, logró también que una aristocracia proverbialmente licenciosa se fuera impregnando de los valores morales de la burguesía, a medida que ésta llevaba a su apogeo la Revolución Industrial y cercenaba las competencias del último reducto nobiliario, la Cámara de los Lores. Ella misma extremó las pautas más rígidas de esa moral y le imprimió ese sello personal algo pacato y estrecho de miras, que no en balde se ha denominado victoriano.

El único paréntesis en este estado de viudez permanente lo trajeron los gobiernos de Disraeli, el político que mejor supo penetrar en el carácter de la reina, alegrarla y halagarla, y desviarla definitivamente de su antigua predilección por los whigs. También la convirtió en símbolo de la unidad imperial al coronarla en 1877 emperatriz de la India, después de dominar allí la gran rebelión nacional y religiosa de los cipayos. La hábil política de Disraeli puso asimismo el broche a la formidable expansión colonial (el imperio inglés llegó a comprender hasta el 24 % de todas las tierras emergidas y 450 millones de habitantes, regido por los 37 millones de la metrópoli) con la adquisición y control del canal de Suez. Londres pasó a ser así, durante mucho tiempo, el primer centro financiero y de intercambio mundial. Un sinfín de guerras coloniales llevó la presencia británica hasta los últimos confines de Asia, África y Oceanía.

Durante las últimas tres décadas de su reinado, Victoria llegó a ser un mito viviente y la referencia obligada de toda actividad política en la escena mundial. Su imagen pequeña y robusta, dotada a pesar de todo de una majestad extraordinaria, fue objeto de reverencia dentro y fuera de Gran Bretaña. Su apabullante sentido común, la tranquila seguridad con que acompañaba todas sus decisiones y su íntima identificación con los deseos y preocupaciones de la clase media consiguieron que la sombra protectora de la llamada Viuda de Windsor se proyectase sobre toda una época e impregnase de victorianismo la segunda mitad del siglo.

Su vida se extinguió lentamente, con la misma cadencia reposada con que transcurrieron los años de su viudez. Cuando se hizo pública su muerte, acaecida el 22 de enero de 1901, pareció como si estuviera a punto de producirse un espantoso cataclismo de la naturaleza. La inmensa mayoría de sus súbditos no recordaba un día en que Victoria no hubiese sido su reina.

Giuseppe Mazzini

Revolucionario del Risorgimento italiano (Génova, 1805 - Pisa, 1872). Tras estudiar derecho brevemente, Giuseppe Mazzini se consagró a la lucha contra el orden establecido por el Congreso de Viena (1815). Su activismo tendría un doble objetivo: era una lucha nacionalista por la unidad de Italia y la eliminación de la influencia extranjera en la península; y también una lucha liberal y republicana contra el absolutismo monárquico de la Restauración.


En 1828 ingresó con tales fines en la sociedad secreta de los Carbonarios, que habían protagonizado la fracasada insurrección de 1821; fue descubierto y encarcelado en 1830. Pero se convenció de la ineficacia de sus conspiraciones esporádicas y decidió fundar una organización de masas de alcance nacional: con ella realizaría una intensa labor de propaganda entre las generaciones jóvenes, de cuyo patriotismo esperaba el «resurgimiento» de Italia sin contar con la ayuda de potencias extranjeras (de ahí el lema L'Italia farà da sè, con el que fundó la Joven Italia en 1831).

Desbaratado por la policía piamontesa un intento de insurrección que organizó en 1832, Mazzini fue condenado a muerte y hubo de huir de Italia, estableciendo su base en Marsella y, desde 1837, en Londres. En esa época entró en contacto con revolucionarios exiliados de otros países y en 1834 fundó con ellos en Berna la Joven Europa, otra sociedad secreta que aspiraba a completar la emancipación nacional con un gran movimiento revolucionario para unir a toda Europa bajo una confederación republicana.

Al estallar las revoluciones de 1848, se trasladó a Milán, donde luchó por la liberación contra los austriacos. Luego colaboró en el movimiento insurreccional lanzado por sus partidarios de Roma contra el papa Pío IX y fue uno de los triunviros que gobernaron la consiguiente República Romana de 1849.

La acción combinada de los ejércitos austriacos, franceses, napolitanos y españoles puso fin al experimento romano en aquel mismo año; y, poco a poco, la represión se fue imponiendo en toda Italia, haciendo que muchos nacionalistas y liberales quedaran desengañados sobre las posibilidades de la vía radical mazziniana. En los años siguientes, los partidarios de la unificación italiana bajo un régimen liberal confiaron más en la opción moderada que representaban el rey Víctor Manuel II de Saboya y su ministro el conde de Cavour, que serían quienes finalmente lograrían la unificación del Reino de Italia hacia 1860.

Mazzini no renunció a sus ideales republicanos y quedó limitado al liderazgo de reducidos círculos de la oposición y a ser un símbolo de rigor moral, austeridad personal y coherencia ideológica, como precursor de la democracia. Los electores de Mesina le eligieron diputado varias veces, viendo tal resultado anulado por las autoridades monárquicas. Desde el exilio impulsó a sus seguidores a participar en múltiples complots fallidos, así como en la fundación de la Asociación Internacional de Trabajadores. En 1869 regresó a Italia de incógnito para morir en su país.


Conde de Cavour

(Camillo Benso, conde de Cavour; Turín, 1810-1861) Político piamontés, artífice de la unificación italiana. Su familia, siguiendo la costumbre aristocrática, le destinó a la carrera militar (al Cuerpo de Ingenieros), pero él abandonó el ejército en 1831 por sus ideas liberales. Desde entonces se dedicó a administrar las fincas familiares, destacando como un empresario agrícola moderno y eficiente. Sus viajes por el extranjero y su ascendencia ginebrina le hicieron un admirador de la cultura francesa y del modelo político británico. El aperturismo del reinado de Carlos Alberto de Saboya le permitió expresar públicamente sus ideas.


En 1847 fundó en Turín la revista Il Risorgimento, cuyo título acabaría por dar nombre al movimiento por la unificación y a toda una época de la historia de Italia. Dicha revista expresaba un ideal de liberalismo nacionalista muy moderado, atractivo para las clases medias conservadoras: hablaba de unificar Italia y emanciparla de la dominación austriaca, así como de introducir una Constitución con división de poderes, elecciones y gobierno responsable ante el Parlamento; pero todo ello sin apelar a la violencia revolucionaria y distanciándose netamente del radicalismo representado por Giuseppe Mazzini.

En 1850 fue nombrado ministro de Agricultura y Comercio, con tal éxito que pronto eliminó de la lucha política a todos sus colegas y fue nombrado primer ministro (1852). La obra de gobierno de Cavour se centró en promover la unificación de Italia bajo el liderazgo de Víctor Manuel II del Piamonte, implantando en toda la península un régimen liberal moderado; y en reconocer que, a la vista de lo ocurrido en 1848-49, los italianos no podían liberarse de la dominación austriaca sin ayuda exterior.

Para conseguirlo maniobró hábilmente tanto en la política interior como en la diplomacia internacional. Comenzó por recabar el apoyo de todas las corrientes liberales y nacionalistas, incluidas las más radicales, defraudadas por el fracaso de las pasadas intentonas revolucionarias: incluso Mazzini y Garibaldi dieron un voto de confianza a este aristócrata conservador.

Luego hizo saltar la «cuestión italiana» a la escena internacional al involucrar al Piamonte en la lejana Guerra de Crimea (1854), en la que Francia e Inglaterra defendían al Imperio Otomano contra el expansionismo ruso; con ello alineó a su país con las potencias occidentales y, al mismo tiempo, se sentó junto a los vencedores en la conferencia de paz de París (1856), donde hizo valer que la mera amenaza de su ataque en el norte de Italia había inmovilizado a Austria, haciéndole desistir de intervenir en los Balcanes.

El conde de Cavour atrajo al emperador francés Napoleón III hacia la causa de la unificación italiana, presentándola como la justa causa de un país pequeño que luchaba por su libertad contra el despotismo germánico y reaccionario de Austria, causa que podía acrecentar la popularidad del emperador entre las inquietas masas urbanas de Francia; y, en una entrevista secreta que mantuvieron en el balneario alsaciano de Plombières (1858), Cavour trazó con él el plan que luego seguirían para realizar la unificación.

El plan empezó con una provocación, al embarcarse Cavour en una política de rearme y rechazar el ultimátum que le lanzó Austria; ésta cayó en la trampa atacando al Piamonte, momento en que el ejército francés acudió en su ayuda. Las fuerzas conjuntas franco-piamontesas derrotaron a los austriacos en Magenta y Solferino, como estaba previsto; pero ahí Napoleón III detuvo el avance, incumpliendo el resto del plan: por el armisticio de Villafranca (1859) pasaba al Piamonte la Lombardía, pero no el Véneto, que seguía en manos austriacas. En cambio, el Piamonte sí tuvo que entregar a Francia los territorios de Niza y Saboya, que había prometido en pago por la ayuda recibida. En protesta por esta «traición», que el rey piamontés hubo de aceptar, Cavour dimitió temporalmente de su puesto, al que fue llamado de nuevo enseguida (1860).

La victoria sobre los austriacos desencadenó en toda Italia una oleada de entusiasmo nacionalista: en Toscana, Parma y Módena se celebraron plebiscitos que decidieron la anexión de estos tres estados al Piamonte, e incluso ocurrió lo mismo en la Romaña, territorio perteneciente a los Estados Pontificios. Cavour utilizó el entusiasmo nacionalista de Garibaldi para completar la tarea: le puso al frente de una expedición que, desembarcando en Sicilia, movilizó a los revolucionarios del sur de Italia hasta arrebatar a los Borbones todo el Reino de Nápoles, que Garibaldi entregó disciplinadamente al Piamonte.

Argumentando el peligro que para el papa podía suponer el avance de los garibaldinos sobre Roma -que habría acabado definitivamente con la alianza francesa-, Cavour lanzó a sus tropas a conquistar la Italia central, completando la unificación con las Marcas y Umbría, en donde también se celebraron plebiscitos. Cavour proclamó a Víctor Manuel rey de Italia, extendiendo al Estado recién unificado las viejas instituciones políticas del Piamonte (1861).

Tres meses después moría Cavour, dejando creado el Estado italiano, pero cargado de graves problemas que no pudo contribuir a resolver: el enfrentamiento con la Iglesia católica (por la «cuestión romana»), la pervivencia de territorios de lengua italiana en manos extranjeras («territorios irredentos») y un desequilibrio flagrante entre el norte y el sur del país.

Víctor Manuel II

Último rey de Cerdeña-Piamonte y primer rey de Italia (Turín, 1820 - Roma, 1878). Accedió al Trono sardo-piamontés en 1849, al abdicar su padre Carlos Alberto tras fracasar en el intento de eliminar la influencia austriaca en Italia y abrir el camino para la unificación peninsular.


A pesar de la derrota de su padre por los austriacos en la batalla de Novara (1849), Víctor Manuel II mantuvo la monarquía constitucional diseñada en el Estatuto Real de 1848, que se convirtió -a pesar de su moderación- en el régimen más liberal que quedó en Italia después de la represión de los movimientos revolucionarios por el ejército austriaco que mandaba Radetzky. Respetó escrupulosamente el marco constitucional y llamó a gobernar a personajes caracterizados por sus ideas liberales y nacionalistas, si bien en una versión tan moderada como la de Camillo Benso, conde de Cavour, que fue su primer ministro desde 1852.

La paciente labor diplomática de éste creó las condiciones para que el emperador francés Napoleón III se comprometiera a apoyar al Piamonte en una guerra contra Austria, que efectivamente tuvo lugar en 1859. Derrotados los austriacos por las fuerzas franco-piamontesas en las batallas de Magenta y Solferino, Napoleón III detuvo la guerra antes de obtener su objetivo último, que era expulsar a los austriacos de Italia, por el temor a una intervención prusiana. Piamonte obtuvo la anexión de Lombardía (Tratado de Zúrich, 1859), pero el Véneto siguió en manos austriacas e Italia permanecía dividida.

Víctor Manuel II se vio obligado a aceptar esta situación, que conllevó la cesión a Francia de Niza y Saboya -por los servicios prestados- y la dimisión de Cavour (1860). Sin embargo, la guerra había hecho estallar por toda Italia revueltas de inspiración liberal y nacionalista que, al grito de Italia y Víctor Manuel, luchaban por la unificación del país. En varios Estados italianos, como Parma, Módena y Toscana, se celebraron plebiscitos que determinaron la anexión al Reino de Cerdeña-Piamonte; y lo mismo ocurrió en Bolonia, que quedó así escindida de los Estados Pontificios e incorporada igualmente al reino de Víctor Manuel (1860).

Al mismo tiempo, una expedición revolucionaria encabezada por Garibaldi había partido del Piamonte, y tras desembarcar en Sicilia, derrotó a las tropas de los Borbones y amenazó Nápoles. Con el pretexto de impedir que los garibaldinos atacaran al papa, Víctor Manuel envió un ejército piamontés que fue el que realmente derrotó a las tropas papales (batalla de Castelfidardo, 1860) y determinó la anexión al Piamonte -previo referéndum- de las Marcas y Umbría, regiones pertenecientes hasta entonces a los Estados Pontificios.

Luego siguieron avanzando hacia el sur para frenar a Garibaldi; pero este revolucionario radical renunció a toda aspiración política sobre los territorios que controlaba en el sur de Italia, y tras una entrevista con Víctor Manuel, le entregó Sicilia y Nápoles y le proclamó rey de Italia. Después completaron juntos la rendición del Reino de Nápoles y un primer Parlamento italiano reunido en Turín proclamó oficialmente a Víctor Manuel II rey de Italia, extendiendo el régimen del Estatuto.

Venecia siguió en poder del Imperio Austro-Húngaro hasta 1866, cuando Víctor Manuel II pudo aprovechar la guerra entre Prusia y Austria para aliarse con la primera y arrebatar Venecia a la segunda (Paz de Viena). Quedaba Roma en poder de los papas y protegida por una guarnición francesa, pero reclamada por el gobierno de Italia como capital de su Estado; nuevamente fue una guerra exterior la que permitió conquistarla, en este caso la Guerra Franco-Prusiana, que hundió al Segundo Imperio Francés y dejó desprotegido al papa, facilitando la conquista de la ciudad por los italianos en 1870.

Víctor Manuel trasladó allí su capital, pero vio abrirse un nuevo conflicto para su régimen, al exacerbarse la enemistad del papa Pío IX, que se consideró a sí mismo prisionero en sus palacios del Vaticano, excomulgó al rey y negó toda legitimidad al Estado italiano unificado. Esto se añadía a los problemas de integración entre los antiguos Estados italianos y al resentimiento por la imposición en todos ellos de las instituciones y la influencia política del Piamonte.

Otto von Bismarck

Político prusiano, artífice de la unidad alemana (Schoenhausen, Magdeburgo, 1815 - Friedrichsruh, 1898). Procedente de una familia noble prusiana, Bismarck vivió una juventud indisciplinada, autodidacta y llena de dudas religiosas y políticas.


A partir de su matrimonio, sin embargo, cambió radicalmente de vida, iniciando una carrera política marcada por el más severo conservadurismo. Efectivamente, como diputado del Parlamento prusiano desde 1847, destacó como adversario de las ideas liberales que por entonces avanzaban en toda Europa; la experiencia revolucionaria de 1848-51 le radicalizó en sus posturas reaccionarias, convirtiéndole para siempre en paradigma del autoritarismo y del militarismo prusiano. En los años siguientes ocupó puestos diplomáticos en Frankfurt, San Petersburgo y París, conociendo de primera mano los asuntos internacionales.

De esa época data la maduración de su ideario político nacionalista, a medio camino entre el constitucionalismo y las tradiciones germánicas; y su convicción de que el proyecto de unificación que albergaba para Alemania no debía basarse en la apelación a las masas, sino en el empleo inteligente de la diplomacia y de la fuerza militar. Tales ideas le convirtieron en modelo del político realista apartado de todo idealismo, sensibilidad o prejuicios morales.

Desde que el rey Guillermo I le nombró canciller (primer ministro) en 1862, puso en marcha su plan para imponer la hegemonía de Prusia sobre el conjunto de Alemania, como paso previo para una eventual unificación nacional. Empezó por reorganizar y reforzar el ejército prusiano, al que lanzaría a continuación a tres enfrentamientos bélicos, probablemente premeditados, en todos los cuales resultó vencedor: la Guerra de los Ducados (1864), una acción concertada con Austria para arrebatar a Dinamarca los territorios de habla alemana de Schleswig y Holstein; la Guerra Austro-Prusiana (1866), un artificioso conflicto provocado a raíz de los problemas de la administración conjunta de los ducados daneses y dirigida, en realidad, a eliminar la influencia de Austria sobre los asuntos alemanes; y la Guerra Franco-Prusiana (1870), provocada por un malentendido diplomático con la Francia de Napoleón III a propósito de la sucesión al vacante Trono de España, pero encaminada de hecho a anular a Francia en la política europea, a fin de que dejara de alentar el particularismo de los Estados alemanes del sur.

En cada una de aquellas guerras Prusia acrecentó su poderío y extendió su territorio: en 1867 ya fue capaz de unir a la mayor parte de los Estados independientes que subsistían en Alemania, formando la Confederación de la Alemania del Norte; en 1871, además de anexionarse las regiones francesas de Alsacia y Lorena, impuso la creación de un único Imperio Alemán bajo la corona de Guillermo I, del que sólo quedó excluida Austria.

La política interior de Bismarck se apoyó en un régimen de poder autoritario, a pesar de la apariencia constitucional y del sufragio universal destinado a neutralizar a las clases medias (Constitución federal de 1871). Inicialmente gobernó en coalición con los liberales, centrándose en contrarrestar la influencia de la Iglesia católica (Kulturkampf) y en favorecer los intereses de los grandes terratenientes mediante una política económica librecambista; en 1879 rompió con los liberales y se alió al partido católico (Zentrum), adoptando posturas proteccionistas que favorecieran el desarrollo de la revolución industrial. En esa segunda época centró sus esfuerzos en frenar el movimiento obrero alemán, al que ilegalizó aprobando las Leyes Antisocialistas, al tiempo que intentaba atraerse a los trabajadores con la legislación social más avanzada del momento.

En política exterior, se mostró prudente para consolidar la unidad alemana recién conquistada: por un lado, forjó un entramado de alianzas diplomáticas (con Austria, Rusia e Italia) destinado a aislar a Francia en previsión de su posible revancha; por otro, mantuvo a Alemania apartada de la vorágine imperialista que por entonces arrastraba al resto de las potencias europeas. Fue precisamente esta precaución frente a la carrera colonial la que le enfrentó con el nuevo emperador, Guillermo II (1888), partidario de prolongar la ascensión de Alemania con la adquisición de un imperio ultramarino, asunto que provocó la caída de Bismarck en 1890.

Guillermo II

(Berlín, 1859 - Doorn, Países Bajos, 1941) Rey de Prusia y emperador de Alemania (1888-1918). Hijo de Federico III de Prusia y la princesa Victoria de Inglaterra, fue proclamado emperador de Alemania en 1888, tras el breve reinado de su padre. Destituyó al canciller Bismarck e inició un plan de reformas internas que lanzaría a Alemania a la industrialización, pero no pudo impedir, sin embargo, que el Partido Socialdemócrata alemán se impusiera progresivamente como primera fuerza política. En materia de asuntos exteriores, promovió las acciones colonialistas como réplica a la política expansionista del Reino Unido, país al que forzó a establecer la alianza con Francia y Rusia; por su parte, Guillermo impulsó la Triple Alianza, quedando con ello definidos los dos bloques que serían los futuros contendientes de la Primera Guerra Mundial. Durante el conflicto, el emperador fue cediendo el poder militar a Hindenburg y Ludendorff, e intentó mantener el poder político; así, puso todo su empeño en prolongar las hostilidades hasta el armisticio de 1918, conseguido lo cual se exilió en los Países Bajos, donde moriría.


Elevado al trono en 1888 tras la muerte de su padre, Federico III, Guillermo II de Alemania hizo gala de una energía exuberante en el manejo de los asuntos de gobierno, tanto interiores como exteriores, y en la dirección de la Armada y el Ejército. Deseando gobernar personalmente, en 1890 hizo dimitir a Otto von Bismarck de la cancillería, que fue en adelante instrumento dócil de sus deseos imperiales. Ardiente defensor de la teoría del derecho divino de los reyes y autócrata furibundo por tradición y temperamento, estremeció a Europa con sus discursos, que revelaban una exaltada noción de su superioridad imperial y pregonaban su decisión de mantener las altas tradiciones monárquicas de los Hohenzollern.

Con el objetivo de acrecentar el poderío germano y de conseguir para su país un alto puesto en la esfera de la Weltpolitik, no perdió ocasión de llevar a efecto una audaz política de expansión colonial. Cultivando la amistad con Turquía, fomentó al mismo tiempo los intereses comerciales y financieros de Alemania con el Próximo Oriente. Su íntima relación con el Ejército y la creación de una poderosa Armada le proporcionaron los medios para defender sus intereses.

En el orden interior surgió un factor insoslayable: el auge de la socialdemocracia, que, a pesar del sentido de autocracia imperial de que estaba imbuido el emperador, lo obligó en varias ocasiones a tolerar el abandono o la derrota, por reaccionarios o imposibles, de diversos proyectos. La Primera Guerra Mundial ensombreció los últimos años de su reinado. Entre los grandes acontecimientos de un período abundante en ellos destacan las relaciones del emperador, durante el desarrollo de la contienda, con el Partido Radical Socialista, y la controversia con Estados Unidos sobre la marina mercante armada, que tuvo por consecuencia la entrada de este país en la guerra.

La derrota de los ejércitos alemanes en el otoño de 1918 y la expansión de la propaganda revolucionaria hicieron insostenible la situación del emperador, que abdicó el 9 de noviembre de 1918 y se refugió en Holanda, donde más tarde compró una finca en Doorn. Allí murió el 11 de abril de 1921 la emperatriz, que antes de su matrimonio en 1881 había sido princesa Augusta Victoria de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Augustenburg. El 5 de noviembre de 1922, Guillermo II contrajo segundas nupcias con Hermine de Schoenaich-Carolath, princesa de Reuss (1887-1947). De su primer matrimonio tuvo Guillermo seis hijos y una hija.

Fernando VII

Rey de España (El Escorial, 1784 - Madrid, 1833). Era hijo de Carlos IV, con quien mantuvo muy malas relaciones: ya como príncipe de Asturias conspiró contra su padre, agrupando a su alrededor a los descontentos con la política del valido Manuel Godoy en un partido fernandista con cierto apoyo cortesano y popular. Descubierta la conspiración, el príncipe fue condenado por el proceso de El Escorial (1807), aunque enseguida pidió y obtuvo el perdón de su padre.


Ello no le impidió encabezar el motín de Aranjuez, por el que arrebató el trono a Carlos IV y derribó a Godoy del poder (1808). Fernando, que había mantenido contactos con Napoleón a lo largo de sus conspiraciones, se encontró en aquel mismo año con que el emperador invadía España y le hacía apresar y conducir a Bayona (Francia); allí le obligó a devolver la Corona a Carlos IV, sólo para forzar que éste abdicara el trono español en el propio hermano del emperador, José I Bonaparte.

Mientras Fernando permanecía recluido en Valençay (Francia), fue el pueblo español el que asumió por su cuenta la resistencia contra la ocupación francesa y el proceso revolucionario que había de conducir a las Cortes de Cádiz a elaborar la primera Constitución española en 1812; durante la consiguiente Guerra de la Independencia (1808-14), el rey cautivo se convirtió en un símbolo de las aspiraciones nacionales españolas, motivo al que se debe que recibiera el sobrenombre de el Deseado.

Derrotados militarmente los franceses, Fernando VII recuperó el trono por el Tratado de Valençay (1813); tan pronto como llegó a España se apresuró a seguir la invitación de un grupo de reaccionarios (Manifiesto de los Persas) y restablecer la monarquía absoluta del siglo anterior, eliminando la Constitución y la obra reformadora realizada en su ausencia por las Cortes (1814).

El resto del reinado de Fernando VII estuvo marcado por su resistencia a reformar las caducas estructuras del Antiguo Régimen, acompañada de una represión sangrienta contra los movimientos de inspiración liberal. Durante los «seis mal llamados años» (1814-20) se limitó a restaurar la monarquía absoluta como si nada hubiera ocurrido desde 1808, agravando los problemas financieros derivados de la pervivencia de los privilegios fiscales y la insuficiencia del sistema tributario tradicional; un endeudamiento creciente ahogaba a la Hacienda Real, al tiempo que España perdía todo protagonismo internacional (la participación en el Congreso de Viena de 1815 se saldó sin beneficio alguno para el país).

Incapaz de reaccionar ante el proceso de emancipación de las colonias americanas, Fernando VII permitió prácticamente que consolidaran su independencia de España; cuando, en 1820, reunió en Andalucía un ejército expedicionario destinado a recuperar el control sobre América, éste se pronunció bajo el mando del general Rafael del Riego y puso en marcha un proceso revolucionario que obligó al rey a aceptar la restauración de la Constitución de 1812.

Durante el siguiente Trienio Liberal (1820-23), Fernando intentó salvar el trono fingiendo admitir su nuevo papel de monarca constitucional, pero utilizó todos los recursos que pudo para hacer fracasar el régimen y obstaculizar las reformas de las Cortes y los gobiernos liberales: conspiró para organizar un golpe de Estado de la Guardia Real en Madrid, que fracasó en 1822; posteriormente llamó en su ayuda a las potencias absolutistas de la Santa Alianza, hasta propiciar una nueva invasión francesa de la Península, la campaña de los «Cien mil hijos de San Luis» que, bajo el mando del duque de Angulema, derribó el régimen constitucional y repuso a Fernando VII como rey absoluto (1823).

Se inició entonces la «Ominosa Década» (1823-33), durante la cual Fernando VII exacerbó su odio vengativo contra todo atisbo de liberalismo, mientras dejaba que se consumara la pérdida del imperio español en América: anuló una vez más toda la obra legislativa de las Cortes constitucionales, abocó a la Hacienda a la quiebra y ahogó en sangre nuevos pronunciamientos liberales.

En los últimos años de su reinado, sin embargo, las preocupaciones políticas del monarca vinieron de otro lado: en 1830 Fernando VII promulgó por fin la Pragmática Sanción aprobada por las Cortes de 1789, en la que se abolía la Ley Sálica, volviendo al derecho sucesorio tradicional castellano que permitía que heredaran el trono las mujeres; decisión oportuna, ya que en aquel mismo año nació por fin un heredero de su cuarto matrimonio con su sobrina María Cristina de Borbón, pero resultó ser hembra (la futura Isabel II de España).

Esta situación desató las iras del príncipe Carlos María Isidro de Borbón, hermano del rey, que se vio apartado de la sucesión en beneficio de su sobrina, y pasó a encabezar desde entonces el descontento de los ultrarrealistas, reacios a cualquier apertura o compromiso con el signo de los tiempos, que era inequívocamente liberal en toda Europa. Los realistas puros habían protagonizado ya una sublevación en Cataluña en 1827 (la Rebelión de los Agraviados) y en los últimos años del reinado se preparaban para afrontar una contienda civil; su intransigencia hizo mella en el rey, quien en un momento de enfermedad derogó la Pragmática, para volverla a promulgar una vez sano (1832). Con todo ello alentó la escisión dinástica que condujo al país a la Primera Guerra Carlista (1833-39), una vez muerto Fernando VII y gobernando María Cristina de Borbón como regente en nombre de su hija, Isabel II.

Rafael de Riego

(Rafael de Riego y Núñez; Santa María de Tuñas, Asturias, 1785 - Madrid, 1823) Militar español. Miembro de los Guardias de Corps de Carlos IV, luchó contra los franceses en la Guerra de la Independencia (1808-14). Estuvo prisionero en Francia, en donde recibió la influencia ideológica del liberalismo revolucionario.


En 1819 fue destinado como comandante al ejército que se estaba concentrando en Andalucía con la intención de partir hacia América y restablecer allí el dominio colonial español, que las rebeliones de los criollos habían eliminado durante la ocupación francesa de la metrópoli. Riego participó en las conspiraciones liberales encaminadas a sublevar al ejército contra el régimen absolutista impuesto por Fernando VII; y en 1820 se pronunció públicamente en Las Cabezas de San Juan (Sevilla) a favor de la Constitución de Cádiz de 1812, que el rey había abolido nada más regresar.

El descontento de las tropas por las condiciones en que iban a ser enviadas a América (en una flota poco fiable) facilitó el éxito del pronunciamiento. Riego recorrió Andalucía al frente de una columna, animando a la insurrección a los liberales y sin encontrar apenas resistencia, hasta que Fernando VII se decidió a jurar la Constitución.

Se abrió así un periodo de monarquía constitucional (el Trienio Constitucional de 1820-23), enormemente difícil por la deslealtad del rey al régimen que le habían impuesto los liberales. El propio Riego se convirtió en símbolo del liberalismo radical y colaboró con los gobiernos liberales como capitán general de Galicia y de Aragón y presidente de las Cortes (1822).

Cuando se produjo la invasión francesa de los «Cien mil hijos de San Luis», que venía a restablecer el absolutismo, Riego encabezó la resistencia en Andalucía (1823); pero fue derrotado, capturado y ejecutado. Pervivió, sin embargo, en la memoria popular como un héroe mítico de la lucha por la libertad; la marcha que tocaban sus tropas durante los hechos de 1820 siguió sonando como himno revolucionario a lo largo del siglo XIX y fue declarada himno nacional de España por la Segunda República (1931-39).

Isabel II de Borbón o de España

Reina de España (Madrid, 1830 - París, 1904). Isabel II nació del cuarto matrimonio de Fernando VII con su sobrina María Cristina de Borbón, poco después de que el rey promulgara la Pragmática por la que se restablecía el derecho sucesorio tradicional castellano, según el cual podían acceder al trono las mujeres en caso de morir el monarca sin descendientes varones.

En virtud de aquella norma, Isabel II fue jurada como princesa de Asturias en 1833 y proclamada reina al morir su padre en aquel mismo año; sin embargo, su tío Carlos María Isidro de Borbón no reconoció la legitimidad de esta sucesión, reclamando su derecho al trono en virtud de la legislación anterior y desencadenando con esta actitud la Primera Guerra Carlista (1833-40).

Hasta que Isabel II alcanzara la mayoría de edad, la regencia recayó en su madre, María Cristina de Borbón, la cual encabezó la defensa de sus derechos dinásticos contra los partidarios de don Carlos; para ello entabló una alianza con los liberales, que veían en la opción isabelina la posibilidad de hacer triunfar sus ideas frente al partido absolutista agrupado en torno a don Carlos.


En consecuencia, llamó al gobierno a los liberales y aceptó el régimen semiconstitucional del Estatuto Real (1834); la presión de los liberales más avanzados le obligaría luego a admitir la nacionalización de los bienes de la Iglesia (desamortización de Mendizábal) y el establecimiento de un régimen propiamente liberal (Constitución de 1837). Entretanto, la suerte de las armas fue favorable para la causa de Isabel, pues los ejércitos de Baldomero Espartero consiguieron imponerse a los carlistas en el frente del Norte (Convenio de Vergara de 1839) y en el Maestrazgo (derrota del general carlista Ramón Cabrera en 1840).

En aquel mismo año, sin embargo, María Cristina fue apartada de la Regencia y expulsada de España, desacreditada por su matrimonio morganático y por su actitud reacia al liberalismo progresista; el propio general Espartero le sucedió como regente en 1841. Por entonces se habían decantado ya las dos corrientes en las que se dividió la «familia» liberal: el partido moderado (conservador) y el partido progresista (liberal avanzado).

Después de tres años de regencia de Espartero y de consiguiente predominio político de los progresistas, en 1843 fue derrocado el regente por un movimiento en el que participaron moderados y progresistas descontentos (1843); para evitar una nueva Regencia, se decidió adelantar la mayoría de edad de Isabel II, quien comenzó, por tanto, su reinado personal con sólo trece años. Una maniobra de los moderados completó la operación apartando del poder al progresista Salustiano Olózaga bajo la acusación de haber forzado la voluntad de la reina niña.

En lo sucesivo, Isabel II inclinaría sistemáticamente sus preferencias políticas hacia los moderados, incumpliendo su papel arbitral de reina constitucional al llamar a formar gobierno siempre al mismo partido, lo cual obligó a los progresistas a recurrir a la fuerza para tener opción de gobernar; por esa razón se sucedieron los pronunciamientos, mecanismo de insurrección militar, frecuentemente combinada con algaradas callejeras, para forzar un cambio político.

La ignorancia y candidez de Isabel II se complicaron con su insatisfacción sexual, fruto del desgraciado matrimonio que le arreglaron a los dieciséis años con su primo Francisco de Asís de Borbón; una sucesión de amantes reales adquirieron influencia sobre las decisiones de la Corona, al tiempo que confesores y consejeros aprovechaban el sentimiento de culpabilidad y los accesos religiosos de la reina para hacer sentir también su influencia. Isabel II se rodeó así de una «camarilla» palaciega con influencia política extraconstitucional, causa adicional de su descrédito ante el pueblo y la opinión liberal.

Desde el comienzo de su reinado, Isabel II inauguró esta tónica al amparar diez años de gobierno ininterrumpido de los moderados (la «Década Moderada» de 1844-54), en los que el poder estuvo dominado por el general Ramón María Narváez. Este predominio moderado se plasmó en una nueva Constitución en 1845, en la que el poder de la Corona quedaba reforzado frente a los órganos de representación nacional; y también en toda una serie de leyes importantes que conformaron el modelo de Estado liberal en España en una versión muy conservadora; este giro permitió restablecer las relaciones con el Papado, que reconoció a Isabel II como reina legítima en 1845.

El descontento de los liberales acabó por provocar una revolución que dio paso a un «Bienio Progresista» (1854-56), marcado de nuevo por la influencia de Espartero. Pero una nueva sublevación militar restableció la situación conservadora, abriendo un periodo de alternancia entre los moderados de Narváez y un tercer partido de corte centrista liderado por el general Leopoldo O'Donnell (la Unión Liberal). Los progresistas, excluidos del poder, se inclinaron otra vez por la vía insurreccional, que prepararon desde el Pacto de Ostende de 1866; pero esta vez exigieron el destronamiento de Isabel, a la que acusaban de intervencionismo partidista y de deslealtad hacia la voluntad nacional.

El resultado fue la Revolución de 1868, que obligó a Isabel II (de vacaciones en Guipúzcoa) a exiliarse en Francia. En 1870 abdicó en su hijo Alfonso y confió a Antonio Cánovas del Castillo la defensa en España de la causa de la restauración dinástica; ésta se logró tras el fracaso de los sucesivos regímenes políticos del Sexenio Revolucionario (1868-74), y la entronización de Alfonso XII. La reina madre, símbolo del pasado y del desprestigio de los Borbones, regresó a España en 1876, severamente vigilada y bajo la prohibición de cualquier actividad política; pero sus desavenencias con el gobierno de Cánovas le decidieron a exiliarse definitivamente en París, donde permaneció resentida y aislada, sobreviviendo a su madre (1878), su hijo (1885), su marido (1902) y la mayor parte de sus amantes y amigos.

Carlos María Isidro de Borbón

(Madrid, 1788 - Trieste, 1855) Pretendiente al Trono español que patrocinó la escisión «carlista» de la Casa de Borbón, llamado por sus partidarios «Carlos V de España» o simplemente «don Carlos». Era hijo de Carlos IV y hermano menor de Fernando VII, con quien compartió el exilio en Valençay durante la Guerra de la Independencia (1808-14).

Como heredero del Trono en caso de fallecer su hermano, don Carlos se fue convirtiendo en la cabeza visible de los realistas apostólicos, monárquicos ultraconservadores que consideraban que la restauración absolutista de Fernando VII había sido demasiado blanda; probablemente alentó varias conspiraciones y rebeliones, tanto contra los gobiernos liberales del Trienio Constitucional (1820-23) como contra la política seguida por su hermano durante la «Ominosa Década» (1823-33).


La discrepancia política se vio reforzada al estallar el pleito sucesorio, pues Fernando sólo tuvo descendencia femenina (la futura reina Isabel II, nacida en 1830). En virtud del Auto Acordado, promulgado más de un siglo antes por Felipe V al acceder al Trono español (1713), las hembras habían quedado excluidas de la sucesión a la Corona, según una Ley Sálica por la que se regían los Borbones franceses, lo cual privaba de derechos a la princesa Isabel; pero las Cortes que habían jurado como rey a Carlos IV en 1789 habían anulado aquella disposición, restableciendo la norma tradicional castellana de las Partidas, por la que las hembras tenían preferencia como herederas sobre los varones si eran de mejor línea y grado, como era el caso de Isabel con respecto a don Carlos.

Como quiera que aquella disposición se había mantenido en secreto, don Carlos y sus partidarios encontraron audiencia para argumentar sobre sus derechos al Trono. Una Pragmática de Fernando VII zanjó la cuestión en 1830, abriendo a Isabel el camino del Trono, momento del que data el enfrentamiento abierto entre las dos ramas de la familia real. Aprovechando una enfermedad del rey, los partidarios de don Carlos consiguieron la revocación de la Pragmática (sucesos de La Granja, 1832), que Fernando VII volvería a firmar una vez restablecido; por aquellos sucesos, Carlos María Isidro hubo de exiliarse en Portugal.

En 1833 se negó a regresar para jurar como heredera a la princesa Isabel, y cuando poco después murió el rey, proclamó su derecho al Trono, dando comienzo la Primera Guerra Carlista (1833-40). Detrás del pleito sucesorio, aquella larga guerra civil enfrentó a los partidarios de mantener la monarquía absoluta del Antiguo Régimen (los carlistas) contra los defensores del Trono de la reina niña Isabel bajo la regencia de su madre, María Cristina de Borbón (los isabelinos cristinos), en cuyas filas se agruparon los liberales dispuestos a implantar en España una monarquía constitucional inspirada en los modelos de Inglaterra y Francia.

Don Carlos participó activamente en la guerra: entró en España por Navarra, donde se encontraba el grueso de sus partidarios (1834), e incluso recorrió la Península al frente de una Expedición Real que, si bien llegó hasta las puertas de Madrid, no despertó entre las masas la acogida entusiasta que el pretendiente esperaba (1837).

Fracasada la expedición y perdida luego la guerra, don Carlos huyó a Francia, cuyo gobierno le confinó en Bourges (1839). En 1845 abdicó en su hijo Carlos Luis, conde de Montemolín (Carlos VI), y se estableció en Italia. La causa carlista siguió viva, encabezada por Montemolín y, desde su muerte en 1861, por su sobrino Carlos (VII), dando lugar a otras dos guerras civiles.

Juan Prim

(Reus, Tarragona, 1814 - Madrid, 1870) Militar y político español. Se integró en el Ejército para defender el trono de Isabel II desde el comienzo de la Primera Guerra Carlista (1833-40), en la que ascendió hasta coronel. Inclinado a las ideas liberales, se lanzó enseguida a la política como diputado por Tarragona (1841). Apoyó a los progresistas durante el trienio esparterista (1840-43); pero se enfrentó al autoritarismo de Espartero y acabó contribuyendo a derrocarlo organizando una sublevación en Reus. El gobierno progresista así formado nombró a Prim gobernador militar de Barcelona, con el encargo de reprimir el movimiento revolucionario que perduraba en la ciudad (1843).


Después, el poder pasó a los moderados de Ramón María Narváez por un largo periodo, y Prim prefirió alejarse de la política, dedicándose a viajar por Europa. En 1847-48 fue gobernador de Puerto Rico, en donde destacó por su dureza en la represión del bandolerismo y de los motines de esclavos. De regreso a la Península fue elegido nuevamente diputado (1851) y volvió a adquirir protagonismo político tras la Revolución de 1854, con la que dio comienzo un nuevo bienio progresista; en ese periodo mandó la expedición española enviada a Melilla para sofocar la insurrección de los rifeños (1856).

Por entonces se integró en la Unión Liberal, partido centrista creado por Leopoldo O'Donnell. Siendo ya éste presidente del gobierno, Prim participó en la Guerra de África (1859-60), obteniendo éxitos que le valieron el título de marqués de los Castillejos. En 1861 fue puesto al mando del cuerpo expedicionario español enviado a México, en colaboración con fuerzas francesas y británicas, para obtener del gobierno de Benito Juárez el pago de las deudas pendientes; la presión militar impulsó al gobierno mexicano a entablar conversaciones sobre la deuda, que culminaron con la firma del Convenio de la Soledad (1862).

Sin embargo, al descubrir que Napoleón III pretendía aprovechar aquel pretexto para derrocar a Juárez e instaurar en su lugar a Maximiliano I como emperador de México, Juan Prim decidió por su cuenta retirar sus fuerzas. Aunque las autoridades españolas ratificaron su postura, el desacuerdo con O'Donnell llevó a Prim a abandonar la Unión Liberal y, ante la enemistad que había suscitado en la opinión conservadora por no alinearse con los enemigos de Juárez, regresó a las filas progresistas.

Desde entonces conspiró continuamente para derrocar a los gobiernos moderados, e incluso a la propia Isabel II, que los amparaba: intentó un fallido desembarco en Valencia (1865); organizó la sublevación del Cuartel de San Gil (1866); promovió el Pacto de Ostende entre progresistas y demócratas (1866), al que se sumaron los unionistas tras la muerte de O'Donnell (1867). Y, finalmente, lanzó la Revolución de 1868, en colaboración con Práxedes Mateo Sagasta, Francisco Serrano, Manuel Ruiz Zorrilla y Juan Bautista Topete. Prim participó en el pronunciamiento inicial en Cádiz y marchó luego a sublevar Valencia y Barcelona, antes de hacer su entrada triunfal en Madrid, ya destronada la reina.

En el inmediato gobierno provisional presidido por Francisco Serrano, Prim se encargó del Ministerio de la Guerra; en las Cortes constituyentes defendió la definición del nuevo régimen como una monarquía democrática, que quedó plasmada en la Constitución de 1869. Serrano pasó entonces a ejercer la Regencia mientras se encontraba un rey para el trono vacante, sustituyéndole Prim como presidente del Consejo de Ministros. Desde ese cargo fue uno de los principales defensores de la candidatura de Amadeo de Saboya; pero unos días antes de que éste llegara a Madrid para iniciar su reinado, Prim murió asesinado en un atentado cuya autoría nunca ha podido ser esclarecida.

Amadeo I de Saboya

(Turín, 1845 - 1890) Rey de España (1870-1873). Hijo de Víctor Manuel II de Italia y de María Adelaida de Austria, heredó el título de duque de Aosta. En 1867 contrajo matrimonio con María Victoria del Pozzo della Cisterna. Poco antes había participado en la guerra contra Austria, en la que resultó herido. Tras el conflicto fue ascendido a brigadier de caballería y, en 1869, a vicealmirante de la armada.


Por aquellas mismas fechas, en España, la revolución de septiembre de 1868 provocó la abdicación y el posterior exilio de Isabel II, lo que a su vez obligó al general Prim, jefe del gobierno, a buscar un monarca para el trono español. Tras numerosas gestiones entre las familias reales europeas, se decantó por Amadeo I, representante de la casa de Saboya, la cual, según el tratado de Utrecht, tenía derecho sucesorio en España en caso de faltar la dinastía borbónica. Amadeo I de Saboya, a su vez, aceptó el ofrecimiento, siempre y cuando fuera elegido por las Cortes y reconocido por todos los Estados europeos.

Al llegar a España, sin embargo, cayó asesinado su máximo valedor, el general Prim, con lo cual su situación quedó en entredicho, puesto que no contaba con el apoyo ni de los republicanos ni de los carlistas. Aun así, y tras asistir al entierro de Prim el 2 de enero de 1871, en el que fue su primer acto oficial, encargó la formación de gobierno al general Francisco Serrano, quien formó una coalición entre progresistas, unionistas y demócratas, todos ellos favorables a la monarquía.

Sin embargo, pronto se alzaron las voces contrarias a Amadeo I, entre ellas la del ejército, la de la aristocracia y, sobre todo, la de la Iglesia, contraria a la vigente Constitución de 1869. Además, la creciente crisis económica y financiera provocó la caída de los sucesivos gobiernos de Amadeo I, quien a finales de 1872 insinuó su voluntad de abdicar, si bien legalmente la Constitución que él mismo había sancionado se lo impedía.

Finalmente abdicó en febrero de 1873 con la excusa de una sublevación en el seno del ejército, decisión que fue aceptada por las Cortes, las cuales proclamaron a continuación la Primera República. Amadeo I de Saboya regresó a Italia, donde recuperó el título de duque de Aosta y vivió alejado de la escena política hasta su muerte.

Estanislao Figueras y Moragas

(Barcelona, 1819 - Madrid, 1882) Político español que fue presidente de la Primera República (1873). Licenciado en derecho, en 1844 se trasladó a Tarragona, donde inició su carrera como abogado. Ingresó en el Partido Progresista y participó en las revueltas liberales de 1848. Este mismo año se desplazó a Madrid, donde entró en contacto con los círculos políticos republicanos. Más tarde, se decantó por el Partido Demócrata (1849), surgido a partir de una escisión del Partido Progresista.


En 1851 fue elegido diputado por Tarragona, ciudad a la que se trasladó para formar parte de su Junta Revolucionaria, que presidió durante los acontecimientos políticos que condujeron al Bienio Progresista (1854-1856). En 1855 fue elegido diputado a Cortes, donde lideró la minoría republicana, y votó a favor de la instauración de un régimen republicano, opción que no contó con el favor de la cámara. Al año siguiente, durante la elaboración del proyecto del que debía surgir una nueva Constitución, abogó en favor de la descentralización del Estado y de las desamortizaciones, postura que lo enfrentó con los sectores más próximos a la Iglesia.

Tras el fallido pronunciamiento del cuartel de San Gil (1867) fue condenado a prisión, lo cual motivó su fuga a Portugal, país del que pudo volver a España merced al triunfo de la revolución de septiembre de 1868, que destronó a Isabel II y dio inicio al Sexenio Democrático (1868-1874). A su regreso ingresó en el Partido Federal, liderado por Francesc Pi y Margall, y fundó el periódico La Igualdad, desde cuyas páginas defendió su doctrina federalista.

En febrero de 1873 fue elegido presidente de la Primera República, cargo que ocupó hasta junio del mismo año, en que la crisis económica, así como la división interna en el seno de su propio partido y la proclamación del Estat Català, que sólo pudo revocar aceptando la disolución del ejército en Cataluña, motivaron su sustitución por Pi y Margall y su huida a Francia, de donde regresó a finales de año para intentar, sin éxito, recomponer el fragmentado Partido Federal. Alejado a partir de entonces de Pi y Margall y de su partido, en 1880 fundó, junto a Manuel Ruiz Zorrilla, el Partido Republicano Federal Orgánico, cuya actividad, debido a la muerte de Figueras poco después, fue escasa.

Alfonso XII

(Madrid, 1857 - El Pardo, 1885) Rey de España (1874-1885). Hijo de Isabel II, acompañó a su madre al exilio cuando fue destronada por la Revolución de 1868. En 1870, Isabel II abdicó en favor de su hijo; y en 1873 dejó en manos de Antonio Cánovas del Castillo la defensa de la causa borbónica en España. Cánovas envió al futuro Alfonso XII a completar su formación en la academia militar inglesa de Sandhurst, a fin de impregnarle de los principios de la monarquía parlamentaria británica.


En 1874, con la crisis de la Primera República, Cánovas estimó que la descomposición del régimen revolucionario dejaba el terreno maduro para la vuelta de los Borbones y empezó a prepararla, lanzando en nombre del príncipe el llamado «Manifiesto de Sandhurst», en el que se postulaba como artífice de una reconciliación nacional. Los acontecimientos se precipitaron por el pronunciamiento militar de Arsenio Martínez Campos en Sagunto, que proclamó rey a Alfonso. Éste viajó inmediatamente de París a Barcelona y entró en Madrid como rey poco después (1874).

Cánovas elaboró un nuevo régimen político basado en el liberalismo doctrinario y conocido como «Restauración», plasmado en la Constitución de 1876, que se mantendría vigente hasta 1923. Alfonso XII quedó relegado a un papel de árbitro entre dos grandes partidos -el conservador y el liberal- que se turnaban pacíficamente en el poder, evitando los pronunciamientos militares y las algaradas populares que habían sido constantes durante el reinado de Isabel II.

No obstante, para asentar dicho régimen tuvo que hacer frente a la Guerra Carlista, abierta en el Norte y en Levante desde 1873; tras la rendición del general carlista Ramón Cabrera, el pretendiente al trono, Carlos María Isidro de Borbón, abandonó España, poniendo fin a la guerra en 1876.

Igualmente se sometió por la fuerza la rebelión cantonalista iniciada durante el periodo republicano. Y poco después la Paz del Zanjón (1878) completó la pacificación al poner fin a la guerra sostenida durante diez años contra los independentistas cubanos. Posteriormente, el reinado de Alfonso XII sólo se vería alterado por algunas intentonas republicanas y por los dos atentados sufridos en 1878 y 1879 (cuyos autores fueron inmediatamente ejecutados).

Los dos conflictos principales en los que se vio involucrado tuvieron que ver con el poder ascendente de la Alemania de Bismarck. En 1883 Alfonso XII aceptó del emperador Guillermo I de Alemania la invitación para presenciar unas maniobras militares en Hamburgo, ocasión en la que le dispensó importantes honores; la visita provocó un fuerte rechazo en Francia, que se expresó agriamente al paso del rey por aquel país. En 1885, en cambio, el conflicto fue con Alemania, que disputaba a España las islas Carolinas; el enfrentamiento se evitó por medios diplomáticos, recurriendo al arbitraje del papa León XIII.

En cuanto a los asuntos internos, don Alfonso se comportó como un rey constitucional, ejerciendo prudentemente su prerrogativa de nombrar primer ministro: hasta 1881 confió en los conservadores, manteniéndose Cánovas en el poder salvo en dos breves intervalos en los que mandaron Joaquín Jovellar (1875) y Arsenio Martínez Campos (1879); luego pasó el poder a los liberales de Práxedes Mateo Sagasta, sustituido en 1883 por José Posada Herrera; y en 1884 devolvió el gobierno a Cánovas.

Alfonso XII murió de tuberculosis con sólo 27 años, haciendo temer por la continuidad de la dinastía. Su primera mujer, María de las Mercedes de Orléans, había muerto el mismo año de su boda, en 1878. De un segundo matrimonio con María Cristina de Habsburgo-Lorena (1879) habían nacido dos princesas que contaban cinco y tres años; y la reina quedaba embarazada al morir su esposo. La incertidumbre se disipó con el nacimiento, en 1886, de un heredero varón, hijo póstumo de don Alfonso. Durante la minoría de edad de este príncipe -el futuro Alfonso XIII- ejercería la regencia su madre, María Cristina de Habsburgo, apoyada por el pacto político entre los partidos del régimen.

Simón Bolívar

Si se forzase a los historiadores a designar el más decisivo protagonista de los convulsos procesos que, en las primeras décadas del siglo XIX, condujeron a la emancipación de la América Latina, no hay duda de que resultaría elegido el militar y estadista venezolano Simón Bolívar (1783-1830), justamente honrado con el título de «Libertador de América».

Tras no pocos reveses, Simón Bolívar lideró las campañas militares que dieron la independencia a Venezuela, Colombia y Ecuador. Y al igual que otro insigne caudillo de la independencia, José de San Martín, Bolívar comprendió la ineludible necesidad estratégica de ocupar el Perú, verdadero centro neurálgico del Imperio español. Las victorias de Bolívar en la batallas de Junín y de Ayacucho (1824) significaron la caída del antiguo Virreinato, la independencia de Perú y de Bolivia y el punto final a tres siglos de dominación española en Sudamérica.

Tal fue la trascendencia de su figura que ha podido afirmarse que, en el ámbito sudamericano, la historia de la emancipación es la biografía de Bolívar y parte de la de San Martín. Y no menos admirable resulta su total entrega al ideal emancipador, causa a la que había jurado consagrarse con sólo 22 años en un evocador escenario: el Monte Sacro de Roma. Políticamente, su sueño fue unir las colonias españolas liberadas en una confederación al estilo estadounidense; tal proyecto se materializó en la «Gran Colombia» (1819-1830), que presidió el mismo Bolívar y llegó a englobar Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá.

Pese al realismo y rigor de su pensamiento político (siempre juzgó que era preciso adaptar las doctrinas europeas a la realidad americana), el éxito no le acompañó en la monumental empresa de configurar las nuevas repúblicas; sometida a la presión de los caudillismos y las reivindicaciones territoriales, la desmembración de la Gran Colombia también hubiera sido inevitable sin el prematuro fallecimiento de Bolívar.

Biografía

Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios nació en Caracas el 24 de julio de 1783. Venezuela era entonces una Capitanía General del Reino de España entre cuya población se respiraba el descontento por las diferencias de derechos existentes entre la oligarquía española dueña del poder, la clase mantuana o criolla, terratenientes en su mayoría, y los estratos bajos de mulatos y esclavos.

Los criollos, a pesar de los privilegios que tenían, habían desarrollado un sentimiento particular del «ser americano» que los invitaba a la rebeldía: "Estábamos (explicaría Bolívar más tarde) abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contravención directa de nuestras instituciones".

Ésta era, por lo demás, la clase a la cual pertenecían sus padres, Juan Vicente Bolívar y Ponte y María de la Concepción Palacios y Blanco. El niño Simón era el menor de cuatro hermanos y muy pronto se convertiría, junto a ellos, en heredero de una gran fortuna. Bolívar quedó huérfano a los nueve años de edad, pasando al cuidado de su abuelo materno y posteriormente de su tío Carlos Palacios; ellos velarían por su educación, aunque también la negra Hipólita, su esclava y nodriza, continuaría cuidando del muchacho.

Entre los valles de Aragua y la ciudad de Caracas discurrió la infancia y parte de la adolescencia del joven Simón. Combinaba sus estudios en la escuela de primeras letras de la ciudad con visitas a la hacienda de la familia. Más tarde, a los quince años de edad, los territorios aragüeños cobrarían un mayor relieve en su vida cuando, por la mediación que realizó su tío Esteban (ministro del Tribunal de la Contaduría Mayor del Reino ante el rey Carlos IV), fue nombrado subteniente de Milicias de Infantería de Blancos de los Valles de Aragua.

Mientras esto sucedía, tuvo la suerte de formarse con los mejores maestros y pensadores de la ciudad; figuraban entre ellos Andrés Bello, Guillermo Pelgrón y Simón Rodríguez. Fue este último, sin embargo, quien logró calmar por instantes el ímpetu nervioso y rebelde del niño, alojándolo como interno en su casa por orden de la Real Audiencia, lo cual sería la génesis de una gran amistad. Pero ni el apego al mentor ni el ingreso en la milicia fueron suficientes para aquietar al muchacho, y sus tíos decidieron enviarlo a España a continuar su formación.

La estancia en Europa

Corría el año 1799 cuando Bolívar desembarcó en tierras peninsulares. En Madrid, a pesar de seguir sus estudios, el ambiente de la ciudad le seducía: frecuentaba los salones de lectura, baile y tertulia, y observaba maravillado la corte del reino desde los jardines de Aranjuez, lugar éste que evocaría en sueños delirantes en su lecho de muerte. Vestía de soldado en esos tiempos en los cuales España comenzaba a hablar de Napoleón, y así visitaba al marqués de Ustáriz, hombre culto con quien compartía largas tardes de conversación.

En una de ellas conoció a María Teresa Rodríguez del Toro, con quien se casaría el 26 de mayo de 1802 en la capilla de San José, en el palacio del duque de Frías. Mientras Bernardo Rodríguez, padre de la muchacha, decidía dar largas al compromiso, Bolívar los siguió hasta Bilbao y aprovechó para viajar a Francia: Bayona, Burdeos y París. Inmediatamente después de la boda, los recién casados se trasladaron a Caracas y, a pesar de los resquemores que canalizaban los criollos a través de sus conspiraciones, Bolívar permaneció junto a su esposa, llevando una vida tranquila. Esta serenidad conyugal, sin embargo, no duraría mucho: María Teresa murió pocos días después de haberse contagiado de fiebre amarilla, en enero de 1803. Bolívar, desilusionado, decidió alejarse y marchó nuevamente a Europa.

Mientras el caraqueño Francisco de Miranda, desde Estados Unidos y las Antillas, reunía pacientemente apoyos para una expedición militar que diese la independencia al país, los acontecimientos en Venezuela comenzaban a tomar aires de revuelta. Ajeno a todo aquello, Bolívar se reunió con su suegro en Madrid, para trasladarse a París en 1804. A la sombra de Napoleón Bonaparte (quien no tardaría en proclamarse emperador de Francia) se había formado una clase aristócrata, hallada entre la burguesía, que se reunía en los grandes salones a los cuales asistía Bolívar en compañía de Fernando Toro y Fanny du Villars.

Allí el joven Bolívar, especie de dandy americano, se contagiaría poco a poco de las ideas liberales y la literatura que habían inspirado la Revolución Francesa. Era un gran lector y un interlocutor bastante interesado en la política de la actualidad. En esos tiempos conoció al eminente naturalista alemán Alexander von Humboldt, expedicionario y gran conocedor del territorio americano, quien le habló de la madurez de las colonias para la independencia. "Lo que no veo (diría Humboldt) es el hombre que pueda realizarla".

Su antiguo preceptor, Simón Rodríguez, se hallaba por entonces en Viena; Bolívar, al enterarse, corrió en su búsqueda. Posteriormente el maestro se trasladó a París, y en compañía de Fernando Toro emprendieron un viaje cuyo destino final era Roma. Cruzaron los Alpes caminando hasta Milán, donde se detuvieron el 26 de mayo de 1805 para presenciar la coronación como rey de Italia de Napoleón, a quien Bolívar admiraría siempre. Después visitaron Venecia, Ferrara, Bolonia, Florencia, Perusa y Roma. En esta última ciudad tuvo lugar el llamado Juramento del Monte Sacro: en presencia de Simón Rodríguez y Fernando Toro, Simón Bolívar juró solemnemente dedicar su vida y todas sus energías a la liberación de las colonias americanas.

La gestación de un ideal

Evidentemente, tal propósito y convicciones no habían nacido en Bolívar de forma espontánea o repentina; el fervor del momento y sus conversaciones con importantes intelectuales (empezando por su maestro Simón Rodríguez) le habían hecho comprender la injusticia que entrañaba el sometimiento de América al yugo de España. Tras tener noticia de las fallidas expediciones libertadoras de Francisco de Miranda en Ocumare y la Vela de Coro, Bolívar decidió emprender el viaje de vuelta.

Tras una corta estancia en Estados Unidos, Bolívar regresó a mediados de 1807 a Caracas, donde hubo de retomar sus antiguas ocupaciones de hacendado. José Antonio Briceño, un vecino de tierras y fincas, le esperaba con un cerco en sus tierras; tal asunto debía resolverse cuanto antes. Pese al fracaso, las incursiones de Miranda habían tenido la virtud de adherir algunos caraqueños al proyecto emancipador; sin embargo, la gran mayoría de los criollos se conformaba con rebelarse pasivamente violando las normas que se dictaban desde España.

En 1808 Bolívar se había ya incorporado a las actividades conspirativas. Ese mismo año tuvieron lugar gravísimos sucesos en la metrópoli: Napoleón invadió la península, mantuvo retenidos en Bayona a Carlos IV y a su hijo Fernando VII y dio la corona a su hermano José I Bonaparte. Tal usurpación desencadenó la Guerra de la Independencia Española (1808-1814), convulsa etapa en la que los continuos combates contra el invasor y el rechazo popular al impuesto rey francés ocasionaron un vacío de poder en España, cubierto apenas con el establecimiento en Sevilla de la Junta Suprema de España e Indias (27 de mayo de 1808).

La situación era propicia para que Martín Tovar y Ponte, entonces alcalde de Caracas, presentara a la Capitanía General un proyecto para crear una junta de gobierno adscrita a la Junta Suprema de Sevilla, expresando así las demandas criollas de participación política. En un comienzo, las autoridades coloniales se mostraron reacias al proyecto, pero posteriormente, ante el vacío de poder que se había producido, decidieron pactar con los conspiradores. Enterado de la situación, Bolívar abrió las puertas de una casa de verano familiar (la Cuadra de Bolívar) para acoger las reuniones. Se negó categóricamente a participar en cualquier alianza; para él, debía clamarse por la emancipación absoluta.

En las vísperas del jueves santo de 1810, arribaron a la ciudad los comisionados del nuevo Consejo de Regencia de Cádiz, órgano de gobierno que actuaba en la península en sustitución de Fernando VII, tras haber relevado a la Junta Suprema. Fueron recibidos por Vicente Emparan, máxima autoridad colonial en tanto que gobernador y capitán general de Venezuela, pero al día siguiente los criollos lo sitiaron y lo obligaron a dirigirse al cabildo. La mitología venezolana recoge de esta fecha (19 de abril de 1810) el instante en el cual Vicente Emparan se asomó al balcón del cabildo de Caracas para interrogar al pueblo enardecido acerca de su predisposición a continuar aceptando su autoridad, con el clérigo José Cortés de Madariaga detrás de él haciendo señas con el dedo al pueblo para que negasen. Tras un rotundo "¡No!" por parte de la población, Vicente Emparan cedió: "Pues yo tampoco quiero mando".

Comenzaba así la famosa revuelta caraqueña que, sin proponérselo, daba inicio al proceso de independencia de Venezuela. Se constituyó la Junta Suprema de Venezuela, órgano gubernativo teóricamente fiel al rey Fernando VII que, entre otras disposiciones, nombró a Simón Bolívar coronel de infantería y le asignó la tarea de viajar a Londres, en compañía de Andrés Bello y Luis López Méndez, en busca de apoyos para el nuevo gobierno.

En Londres fueron recibidos por el ministro de Asuntos Exteriores, Lord Wellesley, quien después de varias entrevistas terminó por mantenerse neutral frente a la situación. Bolívar, a pesar de ver frustrado el intento, encontró en esta coyuntura una reorientación y clarificación de sus ideas sobre la emancipación de la América Latina. El momento clave fue su entrevista en Londres con Francisco de Miranda, ideólogo y visionario de la independencia de América, quien ya había ideado, entre otras cosas, un proyecto para la construcción de una gran nación llamada «Colombia», que había de reunir en su seno a todas la antiguas colonias, desde México hasta Chile y Argentina. Bolívar se empapó de las ideas del gran precursor y las reformuló a lo largo de una campaña que duraría veinte años.

Bolívar regresó a Caracas convencido de la misión que había decidido atribuirse. Miranda no tardaría en seguirlo; su figura era algo mítica entre los criollos, tanto por el largo tiempo que había pasado en el exterior como por su participación en la independencia de Norteamérica y en la Revolución Francesa. Casi nadie lo conocía, pero Bolívar, convencido de la utilidad de Miranda para la empresa que se iniciaba, lo introdujo en la Sociedad Patriótica de Agricultura y Economía, creada en agosto de 1810.

La independencia de Venezuela

Partidarios a ultranza de proclamar una independencia absoluta para Venezuela, Bolívar y Miranda instaron a los miembros de la Sociedad Patriótica a pronunciarse en ese sentido ante el Congreso Constituyente de Venezuela, reunido el 2 de marzo de 1811. Fue a propósito de ello que Bolívar dictó su primer discurso memorable: "Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad suramericana. Vacilar es perdernos". El 5 de julio de 1811, el Congreso Constituyente declaró la independencia y se aprobó la Constitución Federal para los estados de Venezuela.

La primera República se perdió como consecuencia de las diferencias de criterios entre los criollos, de los resentimientos entre castas y clases sociales, y de las incursiones de Domingo Monteverde (capitán de fragata del ejército realista) en Coro, Siquisique, Carora, Trujillo, Barquisimeto, Valencia y, finalmente, Caracas. Estaba claro que una guerra civil iba a desatarse de inmediato, pues la empresa en cuestión era todo menos monolítica. Bolívar tomaría conciencia del carácter clasista de la guerra y reflexionaría sobre ello a lo largo de todas sus proclamas políticas.

En esta oportunidad, sin embargo, le tocó defender la República desde Puerto Cabello. A pesar de su excelente labor política y militar en defensa del castillo, todo fue inútil; las fuerzas del otro bando eran superiores, y a ello se le sumaba la ruina causada por los terremotos ocurridos en marzo de 1812. El 25 de julio se produjo la capitulación del generalísimo Francisco de Miranda; si bien era necesaria en su opinión, Miranda no había consultado a sus compañeros, y la rendición llenó de ira a Bolívar, quien, al enterarse de los planes de Miranda de abandonar el territorio, participó en su arresto en el puerto de La Guaira: "Yo no lo arresté para servir al rey, sino para castigar a un traidor".

La estrategia de Bolívar fue entonces huir hacia Curazao, desde donde partió a Cartagena, en la costa caribeña de Colombia. El 27 de noviembre de 1811, Cartagena y otras ciudades del Reino de Nueva Granada (actual Colombia) habían proclamado su independencia y constituido las Provincias Unidas de Nueva Granada. La intención de Bolívar, arropada en el manto de un discurso deslumbrante, era encontrar apoyo en las fuerzas neogranadinas para emprender la reconquista de la República en la vecina Venezuela. "Yo soy, granadinos, un hijo de la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en medio de sus ruinas físicas, y políticas": con estas palabras se iniciaba el Manifiesto de Cartagena, carta de presentación de Bolívar ante el Soberano Congreso de las Provincias Unidas de Nueva Granada, en la cual trazaba un diagnóstico de la derrota al tiempo que ofrecía sus servicios al ejército de esa región. Los granadinos lo acogieron otorgándole el rango de capitán de la guarnición de Barrancas.

Bolívar libró unas cuantas batallas, incluso desobedeciendo órdenes, y bajo el mismo procedimiento inició su arremetida hacia Venezuela. En mayo de 1813 emprendió la «Campaña Admirable», gesta que consistió en la reconquista de los territorios del occidente del país (mientras, de forma simultánea, Santiago Mariño tomaba los de oriente) hasta entrar triunfalmente en Caracas en agosto del mismo año. A su paso por Mérida le llamaron «el Libertador», y con ese título fue ratificado por la municipalidad de Caracas, que lo nombró, además, capitán general de los ejércitos de Venezuela. Pero la Segunda República iba a ser, en esencia, tan efímera como la primera.

Estaba claro que la naturaleza de la guerra era cambiante, lo cual no tardaría en demostrarse nuevamente. La astucia con la cual Bolívar intentó polarizar los bandos a través del Decreto de guerra a muerte de 1813 ("Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes. [...] Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables"), no fue suficiente para mitigar las diferencias existentes entre los ejércitos de mulatos y negros frente a la gesta emancipadora. La furia de los ejércitos realistas, al mando del español José Tomás Boves, forzó a los patriotas a abandonar Caracas en julio de 1814. La República caía nuevamente.

Había que repensar la situación. Después de un corto pero victorioso tránsito por la Nueva Granada (dirigió las tropas que ocuparon Santafé de Bogotá, sellando así la adhesión de Cundinamarca a las Provincias Unidas de Nueva Granada), Bolívar marchó hacia Jamaica en mayo de 1815. En Kingston se dedicó a divulgar, a través de una copiosa correspondencia con personalidades de todo el mundo, el propósito de la guerra que se estaba librando en el territorio de la América meridional. Hasta entonces, el mundo sólo conocía la versión de los realistas.

De estos documentos divulgativos, el más famoso es la Carta de Jamaica. En ella reproduce el panorama de todas las luchas que se llevaban a cabo simultáneamente en América, especula acerca del futuro del territorio y adelanta la idea de la unión colombiana. Y es que la escritura fue un capítulo importante en la vida de Bolívar. Puede decirse que el poder que ejercía su pluma le garantizó gran parte de sus triunfos. Revolucionó el estilo de la prosa haciendo de su letra el reflejo vivo de sus pasiones, pensamientos y acciones. Sus amanuenses y secretarios convenían en que los dictados del Libertador "tenían ganada la imprenta sin un soplo de corrección". Al mismo tiempo, desde el despacho de Jamaica, Bolívar preparaba la nueva estrategia para Venezuela.

La «Gran Colombia»

La reconquista de Venezuela tardaría seis años en conseguirse. Las expediciones se iniciaron en la isla Margarita y continuaron su escalada por el oriente en dirección hacia Guayana. La batalla de San Félix (1817) dio a los independentistas la región de Guayana y la navegación por el Orinoco. En 1819, Bolívar emprendió la Campaña de los Andes, y, tras derrotar a los realistas en la batalla de Boyacá (7 de agosto de 1819), obtuvo el control de las Provincias Unidas de Nueva Granada (la actual Colombia), que habían caído en manos de los españoles en 1816. Finalmente, la victoria en la batalla de Carabobo (24 de junio de 1821) selló definitivamente la independencia de Venezuela y Colombia.

Fueron los tiempos del temible general realista Pablo Morillo, al que el absolutista monarca español Fernando VII, repuesto en el trono una vez finalizada la Guerra de la Independencia Española, había encomendado la misión de aplastar toda insurgencia. Vencerlo fue tarea difícil, y Bolívar tuvo que emplear nuevas estrategias de adhesión: proclamó la libertad de los esclavos y ofreció tierras a cambio de lealtad militar. Obtuvo así la colaboración de los ejércitos llaneros al mando de José Antonio Páez, vitales para el desarrollo de la contienda, como también lo fue la ayuda de un importante contingente de soldados y generales europeos, británicos fundamentalmente, quienes anhelaban unirse al Libertador.

Simultáneamente, Bolívar se encargó de la reconstrucción política de la región. En febrero de 1819 convocó el Congreso de Angostura, ante el que pronunció un célebre discurso en el cual instaba a los representantes a promulgar una constitución centralista que había de ser el fundamento jurídico de la soñada República de la Gran Colombia. Presidida por el mismo Bolívar, la «Gran Colombia» quedó constituida ese mismo año, y agrupaba por el momento los territorios de las actuales Venezuela y Colombia.

El sur se encontraba en la mira de la Gran Colombia, es decir, de Bolívar. La liberación y adhesión de las provincias de Quito y Guayaquil (el actual Ecuador) resultaba fundamental para consolidar y mantener la hegemonía en el continente de la recién creada República. Ello fue logrado, desde el punto de vista militar, en la batalla de Pichincha (1822), y desde el punto de vista político, por las negociaciones adelantadas por Antonio José de Sucre y Simón Bolívar, gracias a las cuales la región aceptó integrarse en la Gran Colombia una vez liberada.

El proceso de emancipación de Latinoamérica terminaría en Perú dos años después. El valor estratégico que tenía la conquista y liberación de este territorio por parte del ejército libertador era vital: en tanto que verdadero centro neurálgico del poderío español, la caída del Virreinato del Perú significaría la salida definitiva de los españoles del territorio americano. Tal victoria supondría, además, el triunfo de la ideología bolivariana republicana sobre la propuesta de construir monarquías en los territorios del sur, defendida por la oligarquía peruana y secundada, aparentemente, por otro gran caudillo de la independencia americana: José de San Martín.

En una inolvidable gesta que incluyó la travesía de los Andes desde Argentina, San Martín había liberado Chile en 1817; desde allí, al frente de un nutrido ejército que trasladó por mar, desembarcó en Perú, ocupó Lima en 1821 y proclamó la independencia. Pero apenas un año después, la disensiones internas y el hostigamiento de los realistas, que controlaban de hecho la mayor parte del territorio, habían debilitado sensiblemente su posición. Ambos libertadores se reunieron en Guayaquil en julio de 1822 con el fin de tratar éste y otros asuntos relativos a la guerra. Nunca se supo de qué hablaron Simón Bolívar y José de San Martín, pero el curso de los acontecimientos brinda la evidencia de un profundo desacuerdo; poco después, San Martín renunció a su cargo de Protector del Perú y regresó a Chile.

La definitiva liberación del Perú quedó así en manos de Bolívar. Apenas dos años después, tras hacerse cargo en persona de los preparativos, las batallas de Junín y de Ayacucho (agosto y diciembre de 1824) acabaron con la resistencia realista: la caída del Virreinato del Perú ponía fin a tres siglos de dominación española. En el Alto Perú, liberado en los primeros meses de 1825, se constituyó la actual República de Bolivia, presidida por su lugarteniente Antonio José de Sucre. Culminadas así todas las operaciones militares, Bolívar regresó a rendir cuentas al Congreso colombiano.

Bajo su impulso medio continente había alcanzado la independencia, pero, pese a haber reflexionado largamente sobre la forma de gobierno que convenía a los territorios americanos, ni la fortuna ni la clarividencia le acompañarían en su acción política. Bolívar abogó en todo momento por la edificación de un Estado centralista que lograra cohesionar aquello que, en virtud de una heterogeneidad racial, cultural y geográfica de la que era muy consciente, no resistía la perfección de una federación; pronto se puso de manifiesto, sin embargo, que el proyecto de mantener unidas en confederación a las nuevas naciones era una quimera.

Si bien logró todavía aplacar la sublevación de la Cosiata (1826), Bolívar intentó luego evitar la desmembración de la Gran Colombia invistiéndose de poderes dictatoriales (1828), lo que sólo sirvió como pretexto para que, el 25 de septiembre del mismo año, se perpetrase un atentado fallido contra su persona que minó profundamente su moral. Todo era inútil: el general victorioso en las luchas por la libertad de las naciones se veía vencido en aquella nueva etapa de lucha para la verdadera construcción de las mismas. El 27 de abril de 1830, Bolívar presentó su renuncia ante el que sería el último Congreso de la Gran Colombia. Las pugnas caudillistas y nacionalistas desbarataron toda posible conciliación y condujeron a la separación de Venezuela y Ecuador.

Durante los meses que precedieron a su muerte, el Libertador había de evocar constantemente su amarga derrota política. Recordaba a su último amor, Manuela Sáenz, que al salvarle la vida en el atentado del 25 de septiembre de 1828 se había ganado el título de «Libertadora del Libertador»; también evocaba otros amores y otros atentados. Lloraba la muerte de Sucre, el fiel lugarteniente asesinado el 4 de junio de 1830 en Berruecos; recordaba y deliraba, y así murió, solo y defenestrado de los territorios que había liberado, por causa de una hemoptisis, en la Quinta San Pedro Alejandrino, el 17 de diciembre de 1830. En 1842 el gobierno de Venezuela decidió trasladar los restos de Bolívar, según su último deseo. Desde entonces, su legado ha devenido mito y veneración como fundador de la patria.

José de San Martín

(José Francisco de San Martín y Matorras; Yapeyú, hoy San Martín, Corrientes, Argentina, 1778 - Boulogne-sur-Mer, Francia, 1850) Héroe de la independencia americana, libertador de Chile y Perú.

La singularidad del perfil heroico de José de San Martín viene dada, más que por sus hazañas exteriores, por la grandeza interior de su carácter. Pocos hombres públicos pueden exhibir una trayectoria tan limpia en la historia de América: habiendo alcanzado la máxima gloria militar en las batallas más decisivas, renunció luego con obstinada coherencia a asumir el poder político, conformándose con ganar para los pueblos hispanoamericanos la anhelada libertad por la que luchaban.

Sus campañas militares cambiaron el signo de la historia americana durante el proceso de descolonización acaecido a principios del siglo XIX. A su lucidez estratégica se deben los planteamientos militares que llevarían a la independencia de Chile y de Perú, centro neurálgico del poderío español cuya caída conduciría a la de todo el continente. Si luego dejó en manos menos nobles las extenuantes guerras civiles y partidistas que acabaron por malbaratar los más bellos sueños de los patriotas, fue por esa misma pureza y rectitud de principios. Achacoso, postergado y ciego, San Martín moriría decentemente en su cama, en un remoto rincón de Francia, cargado de honores y exonerado de toda responsabilidad sobre el destino tortuoso de aquellas amadas tierras cuya independencia había ganado con el valor de su sable.

Biografía

Hijo de Juan de San Martín, teniente gobernador de Corrientes, y de Gregoria Matorras, el pequeño José Francisco se crió en el seno de una familia española que no tardó en preferir volver a su país a quedarse en aquellos turbulentos estados coloniales. En 1784 pasó con su familia a España; en 1787 ingresó en el Seminario de Nobles de Madrid, donde aprendió retórica, matemáticas, geografía, ciencias naturales, francés, latín, dibujo y música.

Dos años después pidió y obtuvo el ingreso como cadete en el Regimiento de Murcia. Fue éste el origen de una brillante y vertiginosa carrera militar que tendría su bautismo de fuego en el sitio de Orán (1791), en la campaña de Melilla; trece años tenía entonces el futuro libertador.

Más tarde intervino en las guerras del Rosellón (1793) y de las Naranjas (1801), mereciendo sucesivos ascensos por su actuación; en 1803 era ya capitán de infantería en el regimiento de voluntarios de Campo Mayor. Cuando la invasión napoleónica de la península dio lugar a la Guerra de la Independencia Española (1808-1814), su arrojo contra los invasores franceses en la batalla de Bailén (1808) le valdría ser nombrado teniente coronel de caballería.

La emancipación de América

Tras esta fulgurante carrera en el ejército español, y poco después de estallar la revolución emancipadora en América, San Martín, que había mantenido contactos con las logias masónicas que simpatizaban con el movimiento independentista, reorientó su vida hacia la causa emancipadora. El sentimiento de su identidad americana y su ideario liberal, desarrollado en el clima espiritual surgido tras la Revolución Francesa y en la lectura de los enciclopedistas e ilustrados franceses y españoles, lo determinaron a contribuir a la libertad de su patria.

Inició así una nueva etapa de su vida que lo convertiría, junto con Simón Bolívar, en una de las personalidades más destacadas de la guerra de emancipación americana. Solicitó la baja en el ejército español y marchó primero a Londres (1811), donde permaneció casi cuatro meses. Allí asistió a las sesiones de la Gran Reunión Americana, fundada por Francisco de Miranda, que fue la organización madre de varias otras esparcidas por América con idénticos fines: la independencia y organización de los pueblos americanos.

Desde Inglaterra se embarcó hacia Buenos Aires (1812), donde esperaba que su experiencia militar en numerosas batallas le permitiese rendir excelentes servicios al ideal que animaba a su país. A causa de sus veintidós años de servicio en el ejército realista, no fue recibido con entusiasmo por los dirigentes; pero, ante la debilidad militar del movimiento patriota, la Junta gubernativa le confirmó en su rango de teniente coronel de caballería y le encomendó la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo, al frente del cual obtendría la victoria en el combate de San Lorenzo (3 de febrero de 1813).

El mismo año de su llegada había conocido en una tertulia política a la que sería su esposa y compañera, doña María Remedios de Escalada, con quien contrajo matrimonio enseguida, el 19 de septiembre, en la catedral porteña. En 1813 renunció a la jefatura del Ejército de Buenos Aires, y en 1814 aceptó sustituir a Manuel Belgrano al frente del Ejército del Alto Perú, maltrecho por sus derrotas. El duro revés que Belgrano había sufrido en Vilcapugio y Ayohuma a manos de los realistas cerraba prácticamente las posibilidades de avanzar sobre Perú, al tiempo que hacía vulnerable esa frontera, cuya custodia encargó a Martín Miguel de Güemes, caudillo de Salta.

La gesta de los Andes

Incómodo ante las suspicacias bonaerenses, y de acuerdo con sus compañeros de la logia Lautaro, José de San Martín pensaba que todos los esfuerzos debían orientarse hacia la liberación de Perú, principal bastión realista en América. Bloqueada la ruta del Alto Perú (la actual Bolivia), empezó a madurar su plan de conquista de Perú desde Chile; con este objetivo obtuvo la gobernación de Cuyo, lo que le permitió establecerse en Mendoza (1814) y preparar desde allí su ofensiva.

Mientras tanto, en Chile, Bernardo O'Higgins y José Miguel Carrera habían unido sus fuerzas para sostener la estratégica ciudad de Rancagua; con su derrota a manos de los realistas finalizaba la intentona independentista chilena del periodo denominado la Patria Vieja (1810-1814). La caída de la Patria Vieja y la llegada a Mendoza de los refugiados chilenos complicó los planes de San Martín, que esperaba atacar Perú desde un Chile independiente y aliado; era prioritario, pues, liberar Chile.

San Martín decidió apoyarse en O'Higgins, con quien preparó el plan de invasión que sería aprobado por los gobiernos de Gervasio Antonio de Posadas y de Juan Martín de Pueyrredón. En Mendoza, durante tres años (1814-1817) y con pobres recursos, San Martín organizó pacientemente el ejército con la ayuda de la población de los Andes; a la empresa se sumó también con celo su esposa, doña Remedios, que entregó sus joyas para aliviar en algo las penurias de los patriotas. En 1816 esta abnegada mujer dio al general su única hija, Merceditas, que sería el bálsamo de San Martín en su solitaria vejez.

Finalmente, en 1817 inició la gran campaña que habría de dar un giro nuevo a la guerra, en el momento más difícil para la causa americana, cuando la insurrección estaba vencida en todas partes con excepción de la Argentina. Su objetivo era invadir Chile cruzando la cordillera de los Andes, y su realización, en sólo veinticuatro días, constituiría la mayor hazaña militar americana de todos los tiempos. Superadas las cumbres andinas, el 12 de febrero de 1817 derrotó al ejército realista al mando del general Marcó del Pont en la cuesta de Chacabuco, y el 14 entró en Santiago de Chile. La Asamblea constituida proclamó la independencia del país y le nombró director supremo, cargo que declinó en favor de O'Higgins.

La liberación de Perú

Pero esta gran hazaña de San Martín perseguía, como ya se ha indicado, una meta mucho más ambiciosa, y respondía a la estrategia continental del libertador. Desde esa perspectiva más amplia, la conquista de Chile era sólo un paso necesario: San Martín comprendió que para sacudir el yugo español del continente era preciso conseguir el dominio naval del Pacífico y la ocupación del virreinato del Perú, verdadero centro del poder realista. El mismo virrey peruano Pezuela consideró con lucidez la situación creada tras el cruce de los Andes y la batalla de Chacabuco, señalando que esta campaña "trastornó enteramente el estado de las cosas, dio a los disidentes puestos cómodos para dominar el Pacífico y cambió el teatro de la guerra para dominar el poder español en sus fundamentos."

A partir de este momento, los esfuerzos de San Martín se centraron en la organización de la gran escuadra que había de transportar a las tropas libertadoras a Perú. Viajó a Buenos Aires a fin de solicitar lo necesario para la campaña; sin embargo, lo que recibió fue la oferta de intervenir directamente en las disputas internas del país, cosa que rechazó.

A su regreso a Chile, las fuerzas patriotas fueron derrotadas en Cancha Rayada por el ejército realista de Mariano Osorio. San Martín reorganizó las desmoralizadas tropas criollas y venció a Osorio en los llanos de Maipú (5 de abril de 1818); al término de esta batalla, con la que quedaba asegurada la libertad chilena, tuvo lugar el célebre abrazo entre San Martín y O'Higgins. Aún después de destruidos los últimos focos de resistencia española, San Martín tuvo que vencer tremendos obstáculos: la falta de dinero, las diferencias políticas y la rivalidad y envidia de sus enemigos; pero los muchos meses dedicados a la organización de la campaña de Perú acabarían dando su fruto.

Finalizados los preparativos, la escuadra zarpó de Valparaíso (Chile) el 20 de agosto de 1820, transportando un ejército de 4.500 hombres, y desembarcó en la playa de Paracas (cerca de Pisco, Perú) el 8 de septiembre. San Martín intentó una negociación con el virrey Pezuela, y luego con su sucesor, José de la Serna, con el que se entrevistó el 2 de junio de 1821: el libertador expuso allí su oferta de un arreglo pacífico, que incluía la independencia de Perú y la implantación de un régimen monárquico con un rey español, ofreciendo a La Serna la regencia interina. Fracasadas las negociaciones, San Martín ocupó Lima y proclamó solemnemente la independencia (28 de julio), pese a que el ejército realista aún controlaba gran parte del territorio virreinal.

Nombrado Protector de Perú, mientras enviados suyos gestionaban en las Cortes europeas el establecimiento de una monarquía, la incertidumbre de su situación militar contrastaba con la consolidación de Simón Bolívar en la Gran Colombia y la total liberación de Quito tras la Batalla de Pichincha. Hostilizado por los españoles que se habían hecho fuertes en las montañas, con su ejército desgastado por la prolongada campaña y con su poder minado por las disensiones entre los patriotas, San Martín hubo de sostener una lucha constante.

La ocupación de Guayaquil, ciudad reivindicada por Perú, fue el motivo inmediato de su célebre entrevista con Simón Bolívar (julio de 1822), en la que había de tratarse el futuro del continente y cuyo contenido exacto es aún objeto de múltiples discusiones, pero que sin duda debió de desalentar a San Martín; nada más regresar a Lima, y ante la creciente oposición peruana a su política, convocó el Congreso y presentó la renuncia a su cargo de Protector (20 de septiembre de 1822), dos años antes de que la victoria de Ayacucho pusiera fin definitivamente a la dominación española en Perú y en todo el continente.

El retiro

San Martín había decidido retirarse; consideraba cumplido su deber de liberar a los pueblos y no quiso participar en las luchas intestinas por el poder. En octubre de 1822 llegó a Chile; en verano de 1823 cruzó los Andes y pasó a Mendoza con la idea de establecerse allí, apartado de la vida pública. Pero las muchas críticas adversas que le atribuían aspiraciones de mando y el fallecimiento de su esposa lo determinaron a partir en febrero de 1824 rumbo a Europa, acompañado por su hija Merceditas, que en esa época tenía siete años.

Residió un tiempo en Gran Bretaña y de allí se trasladó a Bruselas (Bélgica), donde vivió modestamente; su menguada renta apenas le alcanzaba para pagar el colegio de Mercedes. Hacia 1827 se deterioró su salud, resentida por el reumatismo, y su situación económica: las rentas apenas le llegaban para su manutención. Durante esos años en Europa arrastró además una incurable nostalgia de su patria.

Su última tentativa de regreso tuvo lugar en 1829. Dos años antes había ofrecido sus servicios a las autoridades argentinas para la guerra contra el Imperio brasileño; en esta ocasión, embarcó hacia Buenos Aires con la intención de mediar en el devastador conflicto entre federalistas y centralistas. Sin embargo, al llegar encontró su patria en tal grado de descomposición por las luchas fraticidas que desistió de su intento, y, pese a los requerimientos de algunos amigos, no puso pie en la añorada costa argentina.

Regresó a Bélgica y en 1831 pasó a París, donde residió junto al Sena, en la finca de Grand-Bourg. Gracias a la solicitud de su pródigo amigo don Alejandro Aguado, compañero de armas en España, pudo pasar el postrero tramo de su vida sin vergonzosas estrecheces. En 1848 se instaló en su definitiva residencia de Boulogne-sur-Mer (Francia), donde moriría en 1850.


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