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Don Rodrigo
Último rey visigodo de España (?, ? - Guadalete, Cádiz, 711). Era el duque de la Bética (actual Andalucía), aunque sus verdaderos orígenes permanecen envueltos en la leyenda. Al morir el rey Vitiza en el 710, encabezó una revuelta nobiliaria que se oponía a su hijo y sucesor, Ágila II; éste fue apartado del Trono por una asamblea que eligió como rey a Rodrigo. Pero la descomposición del reino visigodo estaba muy avanzada. Además de las tensiones internas entre facciones rivales (pues los hijos de Vitiza siguieron teniendo partidarios), Rodrigo hubo de luchar contra la insumisión de los vascones en el norte de la Península.
Mientras tanto, los árabes del norte de África, bajo el mando de Musa ibn Nusair, aprovecharon las disensiones internas de los godos para penetrar en Hispania con la connivencia del gobernador de Ceuta, el conde vitizano don Julián. Las fuerzas de Rodrigo rechazaron una pequeña expedición árabe que pasó el estrecho de Gibraltar en el 710, capitaneada por Tarif; pero sucumbieron a una segunda mayor, que dirigía Tariq ben Ziyad, en el 711.
El propio rey murió en la batalla de Guadalete (o Wadi Lakka, nombre árabe del río andaluz donde se produjo el encuentro entre las tropas de Rodrigo y de Tariq). Con ella se inició la conquista musulmana de la península Ibérica, a la que apenas pudieron ofrecer resistencia los visigodos, encabezados por Ágila II hasta el año 716.
Tariq ben Ziyad
(Tariq ibn Ziyad; siglo VIII) Jefe de la expedición musulmana que inició la conquista de la península Ibérica. Era un guerrero de origen persa o beréber, nombrado gobernador de la plaza de Tánger por su señor, Musa ibn Nusayr, representante del califa en el Magreb.
Tras la fallida expedición de Tarif al sur de España, Musa envió a Tariq al frente de un ejército mayor en el 711, para sacar provecho de las disputas internas de la monarquía visigoda, dividida entre el rey Rodrigo y los partidarios de los hijos de Vitiza. El gobernador visigodo de Ceuta, el conde don Julián, era un destacado miembro del partido vitizano, y facilitó a Tariq el paso del estrecho prestándole cuatro barcos, además de su asesoramiento personal, con la esperanza de vengarse de Rodrigo.
Tariq desembarcó con unos 7.000 hombres en el extremo sur de la Península, al pie de la roca de Calpe (que desde entonces se llama monte de Tariq, Gabal Tariq o Gibraltar). Luego recibió de Musa otros 5.000 hombres de refuerzo, con los que venció en la batalla de Guadalete al ejército visigodo, dando muerte al propio rey. Al comprobar la fragilidad del poder de los visigodos, continuó su avance conquistando Medina Sidonia, Morón, Carmona, Sevilla, Écija, Córdoba y Toledo, la capital del reino (todo ello en el mismo año).
Para completar la conquista y ocupar el territorio peninsular pidió ayuda a Musa, quien se trasladó personalmente a España al frente de un ejército mayor en el 712. En el 713 se reunieron Musa y Tariq en Toledo, recriminándole aquél el haberse excedido en sus atribuciones. Tariq se sometió a su señor y le acompañó en la toma de Zaragoza (714), separándose luego para tomar Amaya, León y Astorga.
Pero, cuando prácticamente habían sometido ya la Península al Islam, hubieron de partir juntos a Damasco, donde el califa les pidió cuentas de sus acciones. Allí murió Tariq sin reconocimiento por sus conquistas, en fecha desconocida.
Abderramán I
(Abderramán o Abd al-Rahmán I; Damasco, 734 - Córdoba, 788) Primer emir independiente de Córdoba. Nieto del califa Hisham de Damasco, fue uno de los escasos miembros de la dinastía Omeya que consiguieron escapar a la matanza de Abú Futrus, que llevó al poder a los Abasidas en el año 750.
Durante cinco años viajó huyendo de un lugar a otro del norte de África, hasta encontrar refugio entre los beréberes de la tribu Nafza, cerca de Ceuta, de la que era originaria su madre. Con el apoyo de los sirios que habían servido a los Omeyas y aún permanecían en España, consiguió pasar a la Península: en el 755 desembarcó en Almuñécar (Granada) y un año más tarde derrotó al emir Yusuf al-Fihrí y tomó Córdoba, en donde fue proclamado emir independiente de Al-Ándalus.
Sus 32 años de reinado fueron bastante turbulentos, con continuas rebeliones: una de ellas, encabezada por el antiguo emir, acabó con la ejecución de éste en el 759. Otra, protagonizada en el 777 por varios jefes árabes del nordeste peninsular, contó con el apoyo de Carlomagno, quien dirigió una expedición contra Zaragoza; la ciudad, aunque tomada por los rebeldes, no se entregó al rey de los francos, y en la precipitada retirada, éste perdió su retaguardia, mandada por el duque de Bretaña, Roldán, bajo el ataque de montañeses vascos en el desfiladero de Roncesvalles (gesta celebrada en la Chanson de Roland); las divisiones entre los rebeldes permitieron que Abderramán realizara una espectacular demostración de fuerza, con una campaña militar que recorrió Navarra, Aragón y Cataluña.
Abderramán consiguió mantenerse en el poder con el apoyo de un buen ejército, formado en su mayor parte por mercenarios beréberes; consolidó así a la dinastía Omeya, derrocada en Oriente, al frente de un emirato español cuya organización calcó del califato oriental; e inició la construcción de la mezquita de Córdoba, que quedaría para la posteridad como símbolo de aquel primer esplendor de la España musulmana.
Abderramán III
(Abderramán o Abd al-Rahmán III; Córdoba, 891 - 961) Octavo soberano Omeya de la España musulmana y primero de ellos que tomó el título de califa. Accedió al trono en el año 912, cuando sólo tenía 21, designado por su abuelo para sucederle con preferencia a sus propios hijos; y en el 929 se hizo proclamar califa, rompiendo el último vínculo simbólico que le unía con el califato de los Abasidas.
Dedicó los mayores esfuerzos de su largo reinado a someter el territorio a su autoridad efectiva, sofocando la rebelión de Andalucía (tras la toma de Bobastro en el 928) e imponiéndose por la fuerza a los señores locales semiindependientes. Extendió sus acciones al norte de África, en donde varios jefes rebeldes se declararon vasallos del califa de Córdoba en lugar de acatar el califato autóctono de los Fatimíes; con ello consiguió prevenir las tentaciones expansionistas de los Fatimíes, al tiempo que se apoderaba de plazas costeras tan importantes como Tánger, Ceuta y Melilla.
También combatió contra los reinos cristianos del Norte, aunque con suerte desigual: fue derrotado por los leoneses en San Esteban de Gormaz (917), venció a leoneses y navarros en Mudania (918), en la campaña de Muez (920) y en Irati (924), volvió a perder y estuvo a punto de morir en la «batalla del foso» de Simancas (939)..., pero en conjunto puede decirse que las fronteras permanecieron seguras durante este reinado, y que incluso Abderramán se erigió en árbitro de las disputas internas de los reinos cristianos, convertidos en tributarios suyos desde el 960.
Pacificado el interior y aseguradas las fronteras, el califato vivió una época de tolerancia religiosa y de grandes construcciones (como las de Madinat al-Zahra). El prestigio exterior del califato de Córdoba se tradujo en el establecimiento de relaciones con los emperadores germánico y bizantino y con los reyes de Inglaterra, Francia e Italia.
Boabdil el Chico [Muhammad XI]
(Granada, España, 1464 - Vado de Bacuna, Marruecos, 1527) Último emir musulmán del reino nazarí de Granada (1482-1492). Hijo de 'Abú-l-Hasán (Muley Hacén), en 1482 se sublevó contra él en Guadix y lo destronó con la ayuda de la familia de los Abencerrajes. Sin embargo, al año siguiente cayó prisionero de los Reyes Católicos durante su ataque a Lucena, situación que aprovechó Muley Hacén para recuperar el trono granadino, apoyado por su hermano Muhammad ibn Sa'd al-Zagal, señor de Málaga.
Para fomentar la discordia entre los musulmanes, los Reyes Católicos liberaron a Boabdil a cambio de su vasallaje (pacto de Córdoba, 1483). Durante la guerra civil que se desarrolló entre 1483 y 1487, Boabdil estableció su corte en Almería, pero tuvo que abandonar la ciudad y buscar la protección de los Reyes Católicos ante la presión de al-Zagal.
En 1487, la muerte de su padre y la derrota de su tío ante los cristianos en Vélez-Málaga le permitieron tomar la Alhambra y convertirse en único señor de Granada. Sin embargo, la debilidad musulmana fue aprovechada por los castellanos para avanzar sobre el reino nazarí, conquistando Málaga y Marbella (1487), Almería y Guadix (1489) y Baza (1490).
En 1491, los cristianos pusieron sitio a Granada y bloquearon su vía de comunicación por el río Genil al construir la fortaleza de Santa Fe. Sin ayuda del norte de África, el emir de Granada se vio obligado a firmar los acuerdos de capitulación de Santa Fe (25 de abril de 1491), y el 2 de enero de 1492 entregó la ciudad a los Reyes Católicos. Confinado inicialmente en Las Alpujarras, en el año 1493 se trasladó a Fez, donde encontró la muerte luchando contra los jarifíes en la batalla librada en el Vado de Bacuna (1527).
INFORMACIÓN EXTRA
Historia de al-Andalus
Al-Andalus fue una civilización que irradió una personalidad propia tanto para Occidente como para Oriente. Situada en tierra de encuentros, de cruces culturales y fecundos mestizajes, al-Andalus fue olvidada, después de su esplendor, tanto por Europa como por el universo musulmán, como una bella leyenda que no hubiera pertenecido a ninguno de los dos mundos. Estas son las etapas cruciales de sus ocho siglos de existencia.
El emirato y el califato Omeya.
Al-Andalus, tierra de los vándalos, en árabe. Así se conoce la zona de ocupación musulmana en la Península Ibérica, que abarcó desde el siglo VIII hasta finales del XV y llegó a comprender gran parte del territorio español. La extensión del Estado musulman llamado al-Andalus varió, pues, a medida que se modificaban las fronteras y, tanto hispano-musulmanes como castellano-aragoneses avanzaban conquistando territorio.
La pujante civilización musulmana de Oriente pronto se desbordará hacia Occidente: el Magreb, España, y hasta parte de Italia y Francia. Durante el siglo VIII, y a través del norte de África, penetraron en la península una serie de grupos y familias nobles árabes venidas del este, y de grupos bereberes procedentes del Magreb, que paulatinamente se asentaron en tierras de al-Andalus. Ello no significó una ruptura total con la cultura entonces imperante, la hispanogoda. Antes bien, ambas se entroncaron dando un resultado muy peculiar y autóctono, deslumbrante, que diferenció notablemente el Islam occidental del oriental.
La fusión entre árabo-bereberes e hispanogodos se produjo en un principio sin grandes traumatismos y con la naturalidad que sólo el tiempo y la cotidianeidad a veces procuran.
Durante la segunda mitad del siglo VIII se produjo una seria escisión en el imperio musulmán. Una ruptura dinástica que terminó con los omeya que gobernaban en Damasco, para entronar a los abasíes, que se asentaron en Bagdad. Un príncipe omeya huido de Damasco, Abderrahman I, penetraría en al-Andalus formando un nuevo Estado con base en Córdoba: el emirato, independizándose de la política bagdadí.
Ocho emires se sucedieron del 756 al 929 en una época brillante culturalmente –aunque oscurecida con diversos levantamientos muladíes y mozárabes– hasta que Abderrahman III decidió fundar un califato, declarándose Emir al-Muminin (príncipe de los creyentes), lo cual le otorgaba, además del poder terrenal, el poder espiritual sobre la umma (comunidad de creyentes).
Este califa, y su sucesor al-Hakam II, supo favorecer la integración étnico-cultural entre bereberes, árabes, hispanos y judíos. Ambos apaciguaron a la población, pactaron con los cristianos, construyeron y ampliaron numerosos edificios –algunos tan notables como la Mezquita de Córdoba– y se rodearon de la inteligencia de su época. Mantuvieron contactos comerciales con Bagdad, Francia, Túnez, Marruecos, Bizancio, Italia, y hasta Alemania.
Reinos de taifas y dinastías norteafricanas.
Sin embargo, no todos los sucesores de estos brillantes califas siguieron tan acertada política, sino que dejaron desbocarse al caballo del poder. Tras veintidós años de fitna (ruptura, o guerra civil) se abolió por fin el califato. Corría el año 1031.
Los hábitos secesionistas y rebeldes surgieron de nuevo con gran fuerza; la división y la descomposición se impusieron en al-Andalus. Todas las grandes familias árabes, bereberes y muladíes, quisieron hacerse con las riendas del país o, al menos, de su ciudad, surgiendo por todas partes reyes de taifas, muluk al-Tawaif, que se erigieron en dueños y señores de las principales plazas. Este desmembramiento supuso el comienzo del fin para al-Andalus, y ante semejante debilidad, los cristianos se crecieron, organizándose como nunca antes lo hicieran para combatir a los musulmanes.
La primera gran victoria sobre el Islam peninsular la protagonizó Alfonso VI cuando, en 1085, se hizo con la ciudad de Toledo.
La unidad étnico-religiosa lograda hasta el momento también se resintió, surgiendo mercenarios, tanto musulmanes como cristianos, dispuestos a luchar contra sus propios correligionarios.
Sin embargo, en esta época surgieron relevantes figuras en el campo del saber, y, en una constante emulación de los lujos orientales, se construyeron suntuosos palacios, almunias y mezquitas, y se celebraron las fiestas más comentadas, fastuosas y extravagantes de la cuenca mediterránea.
Mientras, a finales del siglo XI, en el Magreb occidental, hoy Marruecos, surgió un nuevo movimiento político y religioso en el seno de una tribu bereber del sur, los Lamtuna, que fundaron la dinastía almorávide (ver Ruta de los Almorávides). En poco tiempo, su actitud de austeridad y pureza religiosa convenció a gran parte de la desencantada población, y con su apoyo emprendieron una serie de contiendas logrando formar un imperio que abarcaría parte del norte de África y al-Andalus, que a través del rey sevillano al-Mutamid, había pedido su ayuda para frenar el avance cristiano. Encabezados por Ibn Tashfin, penetraron los almorávides en la Península, infligiendo una seria derrota a las tropas de Alfonso VI en Sagrajas. Pronto conseguirían acabar con los reyes de taifas y gobernar al-Andalus, no sin cierta oposición de la población, que se rebelaba contra su talante puritano y su rigidez. Algo que no le iba nada al hedonista y liberal pueblo andalusí. A pesar de todo, la nueva situación supuso un nuevo incremento del bienestar social y económico.
Los cristianos obtuvieron mientras tanto importantes avances, conquistando Alfonso I de Aragón Zaragoza en 1118. Al mismo tiempo, los almorávides veían amenazada su propia supremacía por un nuevo movimiento religioso surgido en el Magreb: el almohade.
Esta nueva dinastía se generó en el seno de una tribu bereber procedente del corazón del Atlas que, encabezada por el guerrero Ibn Tumart, pronto se organizó para derrocar a sus predecesores. También desde Marraquech, gobernaron y se hicieron con las riendas de al-Andalus, dotándolo de cierta estabilidad y prosperidad económica y cultural. Fueron grandes constructores y también se rodearon de los mejores literatos y científicos de la época. Sin embargo, al igual que los almorávides, terminaron por sucumbir ante la dejadez espiritual y el relajamiento de costumbres que casi siempre caracterizó a al-Andalus.
Cuando el avance castellano era imparable, haciéndose Fernando III con gran parte de las ciudades andalusíes en el siglo XIII, surgió en Jaén una nueva dinastía, la nasri (nazarí), fundada por al-Ahmar ibn Nasr, el célebre Abenamar del romancero, que habría de procurar un nuevo respiro a los musulmanes. Asentado en la ciudad de Granada, su reino abarcaba la región granadina, almeriense y malagueña, y parte de la jiennense y la murciana. Oprimido desde el norte por los reinos cristianos, y desde el sur por los sultanes meriníes de Marruecos, los nazaríes establecieron un reino basado en lo precario y la inestabilidad. A pesar de todo, Granada fue una gran metrópoli de su tiempo que acogía a musulmanes de todos los confines, y en la que se levantaron suntuosos palacios –la Alhambra, nada menos–, mezquitas y baños públicos. Siguió asombrando a propios y a extraños hasta que en 1492 y, tras varios años de intrigas palaciegas y escaramuzas con los castellano-aragoneses que acechaban sus fronteras, el rey Boabdil, Abu Abd Allah, capituló ante los Reyes Católicos, entregándoles Granada.
Fuente: www.legadoandalusi.es
Introducción a la historia del Emirato y Califato de Córdoba. Siglos VIII - XI
Tras la rápida y exitosa ocupación por parte de los árabes de la Península Ibérica - a la que dieron el nombre de Al-Andalus- se abre una nueva etapa en la historia de España. Una fase de ocho siglos de guerras, paces, enfrentamientos, intercambios culturales, mestizaje, etc. entre dos culturas y dos religiones.
Al-Andalus es una denominación muy empleada pero vaga en cuanto a sus limites geográficos y cronológicos. Si bien los árabes denominaron así a la tierra ocupada al comienzo, que era casi toda la Península, a medida que estos territorios eran conquistados por los reinos cristianos el término se iba adaptando a estos nuevos espacios, llegando a asociarse, en los últimos siglos de la Reconquista, sólo al sur de la Península (aproximadamente coincidiendo con la actual Andalucía)
Desde el principio hasta 756, Al-Andalus fue un emirato dependiente del califato de Damasco. Abd al-Aziz ben Musa ben Nusayr (714-716), es decir, Abd al-Aziz hijo de Musa hijo de Nusayr, fue el primer emir (título equivalente al de príncipe entre los cristianos) español.
Abd al-Aziz se casó con Egilona, viuda del rey visigodo don Rodrigo muerto durante la vana defensa de su reino. Dados los escasísimos efectivo árabes que ocupaban la Península en relación con la población autóctona, adoptó una política tolerante con el fin de ganarse la adhesión de los habitantes hispano-romano-visigodos.
Los primeros cuarenta años de permanencia musulmana en España es un periodo bastante confuso. Los hitos más destacables son quizás, el intento de expansión al norte de los Pirineos, protagonizado por el valí al-Gafiqí que cayó en la batalla de Poitiers ante los francos de Carlos Martel (732).
Fueron años en que se fue consolidando una tímida resistencia en las montañas de Asturias que daría paso al reino Asturiano primero y Astur-Leonés posteriormente, que tanta importancia tendrían, al pasar el tiempo, en la expulsión del poder musulmán de España.
El emirato independiente de Córdoba
Parecía que Al-Andalus no era capaz de organizarse de forma efectiva por los continuos enfrentamientos y problemas políticos internos cuando apareció providencialmente un príncipe Omeya que sería clave para el devenir de Al-Andalus. Se trata de del príncipe Abd al-Rahmán, único superviviente de la matanza de la familia Omeya, ordenada por el nuevo califa abasí.
Abd al-Rahmán, el Inmigrado, obtiene el poder efectivo de Al-Andalus y se convierte en el primer emir independiente (756-788). Abd al-Rahmán I tuvo que hacer frente a una violenta oposición, que siempre reprimió con energía, demostrando sus dotes de político y de militar. Córdoba le debe muchas de sus bellezas y la iniciación de las obras de la gran mezquita.
Al-Rida es el sobrenombre del segundo emir independiente, Hisham I (788-796) hijo del anterior. De vida corta, su mandato estuvo caracterizado por sus aceifas (campañas estivales) contra los cristianos. El botín conseguido le permitió continuar las obras de la mezquita cordobesa.
Tanto al-Hakam I (796-822), como Abd al-Rahmán II (822-852) y Muhammad I (852-886) tuvieron que sofocar numerosas rebeliones internas, como la "jornada del foso", la "revuelta del arrabal" o la de Umar ben Hafsún, esta última heredada asimismo por los sucesores de Muhammad.
Probablemente, fueron estas revueltas internas y el desapego a las menos fértiles tierras del norte lo que provocó en todos estos emires un gran error estratégico que costaría a Al-Andalus su desaparición. Nos referimos a que las aceifas con que los ejércitos del Emirato castigaban a los reinos cristianos, nunca tuvieron un verdadero anhelo de conquista y asentamiento. Así, los reinos y condados cristianos se podían recuperar y reconquistar cada vez más territorios hacia el sur. Ya por estos años, la frontera efectiva estaba en el Duero.
El califato independiente
Los emires omeyas de al-Andalus nunca consiguieron dominar las tensiones internas producidas por la heterogeneidad racial y tribal de los elementos que tenían bajo su mando.
En el exterior, además, la presión de los reinos cristianos aumentaba atizada por un lógico deseo de reconquista.
En ese panorama surgió una gran figura, Abd al-Rahmán III que gobernó Al-Andalus durante medio siglo (912-961).
Abd al-Rahmán III dedicó los primeros años de su mandato en someter exitosamente a los rebeldes internos y luchó por fortalecer su autoridad.
También dedicó grandes esfuerzos en acabar con la insolente amenaza cristiana. Aunque no lo consiguió, pues sus campañas se repartieron entre grandes victorias y sonadas derrotas (Simancas), se hizo suficientemente fuerte como controlar al enemigo.
El siguiente califa fue Hisham II (976-1016) personaje sin luz propia pues fue eclipsado por Abu'Amir Muhammad ben Abi 'Amir al-Ma afiri, quien luego recibió el título de al-Mansur billah (Almanzor)
Almanzor organizó durante su gobierno más de una cincuentena de aceifas. Lo hacía con sumo cuidado y recabando ejércitos dotadísimoa que asolaron en repetidas ocasiones las más importantes ciudades y los más venerados centros religiosos cristianos. Entre sus incursiones más importante podemos citar la que destruyó León, capital del reino astur-leonés, Pamplona, Barcelona, el Monasterio de San Millán y por supuesto, la de Santiago de Compostela, recordada históricamente, entre otras cosas, porque hizo llevar las campanas de su iglesia hasta Córdoba a hombros de cautivos cristianos.
Fin del califato y comienzo de los reinos de taifas
Y es que tras la muerte de Almanzor (1002) los problemas sucesorios y de gobierno de Córdoba llevarán al califato a una situación insostenible incluyendo una verdadera guerra civil en el año 1010.
Fuente: www.arteguias.com
EL CALIFATO DE CÓRDOBA (I): UN SIGLO DE ESPLENDOR
El califato de Córdoba fue obra, en gran medida, del excepcional Abdarrahman III, que transformó el emirato que había recibido llevando más allá su autoridad y multiplicando sus dominios. El auge que definió su gobierno, sin embargo, no duraría mucho tiempo.
El primer omeya que llegó a las costas peninsulares se llamaba Abdarrahman, y arribó a Al-Ándalus tras un largo peregrinaje por el norte de África. Era un fugitivo escapado de la matanza de su familia, perpetrada por los abasidas en el año 751. Los apoyos que el joven omeya logró de los mawlas (gentes ligadas a su familia por una relación clientelar) y la posición periférica de la península respecto del poder califal (que los abasidas habían situado en Bagdad) le permitieron inaugurar la denominada dinastía omeya en Al-Ándalus. Abdarrahman I se proclamó independiente del poder bagdadí, pero lo hizo como emir, título ostentado por los gobernadores de las provincias que formaban el califato. Era una independencia política que, a pesar de todo, no buscaba un enfrentamiento abierto con Bagdad y que no desafiaba el liderazgo religioso del califasobre todos los creyentes musulmanes.
Durante cerca de dos siglos, los omeyas gobernaron un estado en el que la inestabilidad política (por pugnas familiares o conjuras palaciegas) y las tensiones sociales (debidas a rivalidades tribales y a la complejidad étnica del territorio) fueron frecuentes. Varios emires murieron de forma violenta a causa de las luchas por la sucesión, que dependía de la voluntad del emir. Eran habituales los movimientos sediciosos como respuesta a los graves problemas sociales de Al-Ándalus. Los árabes, en los que se sustentaba el poder de los emires, constituían una aristocracia política, social y militar que gozaba de grandes privilegios. Era algo que concitaba el rechazo de los bereberes, presentes en la península desde los tiempos de la conquista, y de los muladíes (cristianos de origen hispanorromano convertidos al islam, que constituían la masa de la población), asentados en las zonas más pobres y con menos recursos. Algo parecido ocurría con los mozárabes, descendientes de hispanorromanos que se mantenían fieles a sus creencias cristianas.
Durante cerca de dos siglos, los omeyas gobernaron un estado en el que la inestabilidad política y las tensiones sociales fueron frecuentes.
Pese a los numerosos avatares, los omeyas se mantuvieron en el poder andalusí más de dos siglos y medio, sumando los períodos del emirato y el califato, y aplicaron en cada momento la política que más convenía a sus intereses. Unas veces aplastaron con crueldad las protestas y otras se mostraron magnánimos.
Los retos de Al-ándalus
Abdarrahman III llegó al poder en el año 912 como nieto del emir Abd Allah. El Al-Ándalus que heredó, muy heterogéneo, estaba al borde de la ruina. Sin embargo, en muy pocos años lo convirtió en uno de los estados más poderosos de Occidente. Sus dominios se expandirían a ambos lados del estrecho de Gibraltar, y hasta Córdoba iban a llegar embajadas de los grandes poderes de su tiempo, de Otón I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, a Constantino VII Porfirogéneta, emperador de Bizancio.
Cuando Abdarrahman III subió al trono, el poder del emir apenas traspasaba los límites urbanos de Córdoba, y llovían las amenazas. En el interior, los gobernadores de las marcas (los territorios fronterizos con los cristianos del norte) se consideraban independientes. Lo mismo podía decirse de buena parte de las coras (provincias). Asimismo, una potente rebelión encabezada por Omar ibn Hafsún, un muladí que se había echado el monte huyendo de una injusticia, ponía en jaque a las tropas cordobesas. Agrupaba en torno suyo a numerosos descontentos, y a su banda, transformada en ejército, se sumaron centenares de muladíes y mozárabes, e incluso algunos bereberes. Sus tropas llegaron en más de una ocasión hasta las puertas de Córdoba, y con ellas Omar constituyó una especie de reino con capital en Bobastro, en la Serranía de Ronda. Sus dominios se extendieron por buena parte de Andalucía.
No menos graves eran los retos exteriores. La lejanía de los califas abasidas había ayudado a la proclamación y consolidación de un poder omeya independiente. Pero en 909, en la tunecina ciudad de Cairuán, Abdullah al-Mahdi Billah se proclamó Príncipe de los Creyentes, invocando su descendencia de Fátima, hija única de Mahoma. A diferencia de los abasidas, los fatimíes constituían un peligro cercano. Coincidiendo con la subida al trono de Abdarrahman III, se desplegaron por el norte de África y se convirtieron en una amenaza al otro lado del estrecho, a las puertas de Al-Ándalus.
De Emirato a Califato de Córdoba
En estas circunstancias, el joven emir desarrolló una actividad extraordinaria. Combinando dureza con diplomacia, restauró su cuestionada autoridad. Sometió a los gobernadores de las coras, ajusticiando a alguno de ellos. Se enfrentó a los sublevados de Bobastro, cuya rebelión, tras la muerte de Omar, convertido al cristianismo y bautizado como Samuel, continuaban sus hijos. Abdarrahman logró que sus tropas se apoderaran de Bobastro en 928, y al año siguiente, solucionada una parte de los problemas internos, se proclamó califa y asumió el liderato espiritual de los creyentes. Si los fatimíes de Cairuán invocaban su descendencia del Profeta, Abdarrahman podía afirmar que era un omeya y, por tanto, descendiente de la primera dinastía califal.
En el año 929, solucionada una parte de los problemas internos, Abdarrahman III se proclamó califa y asumió el liderato espiritual de los creyentes desde Córdoba.
La proclamación tuvo lugar en Córdoba el viernes –día sagrado de los musulmanes– 16 de enero de 929. A partir de entonces, el nombre que se invocaría en las mezquitas andalusíes a la hora del rezo en la oración de los viernes sería el de Abdarrahman. Tomó como sobrenombre al-Nasir li din Allah, “el que protege la religión de Dios”, y ordenó informar a todos los gobernadores de que, desde aquel momento, era Príncipe de los Creyentes. Ese título sería el que deberían utilizar en todo momento para referirse a él, y consideraría enemigos a aquellos que lo empleasen de forma indebida, en clara alusión a los fatimíes.
El de la proclamación del califato fue, en buena medida, un movimiento defensivo ante el peligro fatimí. También fue utilizado por Abdarrahman como una forma de asentar una autoridad todavía cuestionada por muchos en el interior. No será hasta los años posteriores a su conversión en califa cuando logre someter a las marcas Inferior, Media y Superior, ocupando sus respectivas capitales, Badajoz, Toledo y Zaragoza.
En conflicto con los cristianos
Las relaciones con los reinos cristianos del norte ponen de manifiesto algunas debilidades del nuevo califato omeya. La superioridad de las tropas cordobesas en tierras peninsulares era incuestionable, pero la derrota sufrida por Abdarrahman III frente al rey leonés Ramiro II en Simancas, en 939, fue muy severa. Le causó tal impacto que cesó básicamente en sus luchas contra los cristianos. A partir de entonces se limitó a poco más que a fortificar las fronteras, en una actitud marcadamente defensiva. Eso no fue obstáculo para que el Califa se convirtiera en árbitro de algunos de los litigios que enfrentaban a los cristianos, o para que el conde de Barcelona, Borrell II, acudiera a Córdoba en 950 y reconociera su autoridad suprema.
La derrota de Abdarrahman III en Simancas le causó tal impacto que cesó básicamente en sus luchas contra los cristianos y se limitó a poco más que a fortificar las fronteras.
Tampoco la expansión por el norte de África respondió a sus expectativas. Se redujo a la ocupación de Ceuta y Tánger, a las que dotó de poderosas defensas. No pudo extenderse por el Magreb, a pesar de que estableció algo parecido a un protectorado sobre los isidríes (dinastía magrebí que basculó en sus fidelidades entre los omeyas de Córdoba y los fatimíes de Cairuán), que gobernaban su territorio desde Fez. A la postre, Abdarrahman constituyó un cordón de seguridad que, al menos, le permitió ejercer el control a ambos lados del estrecho de Gibraltar.
Acabada la rebelión de Omar ibn Hafsún y sometidas las marcas, Abdarrahman hubo de hacer frente a continuas intrigas palatinas. La más importante fue protagonizada por su hijo Abd Allah, quien trató de destronarlo al ser declarado heredero el primogénito, Alhakam. El Califa de Córdoba mandó decapitar en su presencia a su hijo, así como a los conspiradores que lo habían acompañado. La conjura de Abd Allah se ha explicado también como un intento de obtener el poder por parte de los seguidores del rito shafi’i, mucho más permisivo en la interpretación coránica que el maliquí, dominante en Al-Ándalus. Esa interpretación, que va más allá de las rencillas familiares, revela la existencia de minorías que disentían en ciertos aspectos del credo y que contribuían a la desestabilización social, atizada por los fatimíes.
En el campo de los complots cortesanos tuvieron una notable importancia las llamadas intrigas de harén. En ellas, los eunucos, que ejercían una considerable influencia en la vida de palacio, propiciaban toda clase de maquinaciones y enfrentamientos entre los miembros de la familia califal, que se disputaban los cargos de mayor consideración y los que reportaban mayores beneficios económicos.
Medina Azahara: el centro de decisiones
Abdarrahman tomó importantes medidas para hacer frente a los problemas sociales endémicos en Al-Ándalus. Trató de poner fin a las luchas tribales entre los clanes árabes e incorporó a los muladíes a su ejército. También formaron parte de él un notable número de esclavos, ligados al califa por un juramento de fidelidad personal. Asimismo, permitió el acceso de los bereberes a la administración y a las magistraturas civiles del Estado, que habían tenido vetado hasta entonces.
Por otro lado, propició una nueva imagen del poder, en la que el califa aparecía ante sus súbditos rodeado de un halo de autoridad. Para lograrlo se alejó de las masas populares cordobesas. En un primer momento, el centro de las decisiones políticas estuvo en el Alcázar, situado en el corazón de la ciudad. A partir de 945 se trasladó a la ciudad palatina de Medina Azahara, levantada a poca distancia de Córdoba. Según una hermosa leyenda, la ciudad califal se edificó para satisfacer el capricho de la favorita de Abdarrahman, llamada Azahara. En realidad, se construyó para alejar al Soberano de sus súbditos, como hicieron a lo largo de los siglos todos los autócratas.
En su plan por rodearse de un halo de autoridad, hizo trasladar el centro de decisiones del centro de Córdoba a la nueva ciudad palatina de Medina Azahara.
La construcción de Medina Azahara se inició en 936, y un decenio más tarde se trasladó a ella la corte, al concluirse las obras de la mezquita aljama, a pesar de que algunas de sus dependencias no estaban terminadas. Era el caso de la ceca para la acuñación de las monedas califales –otro símbolo de poder–, que no entró en funcionamiento hasta algunos años después. Allí se instaló, además de la residencia del califa, el aparato central de la administración del Estado. Se levantaron cuarteles para el ejército y viviendas para el chambelán y la numerosa servidumbre. Incluso se previeron estancias para los soberanos, gobernantes y diplomáticos de otros estados que acudían ante Abdarrahman.
Medina Azahara fue concebida para materializar la gloria del Califa. Una rigurosa etiqueta presidía todos sus actos y contribuía a la consolidación de su imagen de poder. Para llegar al salón del trono, los visitantes debían franquear un sinfín de puertas, discurrir por numerosas galerías y atravesar lujosas antecámaras. Todo estaba sometido a un estricto protocolo que se inspiraba en los modelos de la corte bizantina y en el lujo de los califas abasidas.
Sin embargo, tras el boato y el brillo palaciego, en Al-Ándalus, los problemas derivados de la propia conquista de la península seguían latentes. Podían adivinarse, en medio de tal fastuosidad, las ambiciones palatinas por arrogarse aquel poder y las inmensas riquezas que este representaba. Ello subraya el punto más débil del estado andalusí: la autocracia. La soberanía radicaba únicamente en el califa, autoridad de la que emanaban todos los poderes del Estado, organizado a partir del modelo instaurado por los abasidas. Además, en su condición de máximo representante espiritual, el califa sumaba al poder civil el religioso. Un califa débil, sin las capacidades necesarias que requería el ejercicio de sus funciones, podía abocar al estado a una crisis de grandes proporciones y conducir al desastre.
El califato de Córdoba no tuvo en ningún momento la extensión geográfica que se le supone a un imperio. Sus dominios territoriales en la península ibérica fluctuaron a lo largo de una línea definida por las marcas, y que podemos situar, por lo que se refiere a la meseta castellana, entre los cursos del Duero y el Tajo y en las tierras orientales, al norte del Ebro. Es decir, dos tercios de las tierras peninsulares, si bien es cierto que las aceifas de los ejércitos cordobeses no tuvieron dificultades para penetrar en territorio cristiano hasta mucho más al norte. Al otro lado del estrecho, su influencia llegó a propagarse por amplias zonas de lo que hoy es Marruecos bajo el califato de Alhakam II. Pero su dominio efectivo en tiempo de Abdarrahman III estuvo circunscrito a un número muy reducido de plazas
Sucesión en la dinastía omeya
A la muerte de Abdarrahman subió al trono Alhakam II, a una edad muy avanzada para la época. Había cumplido los 47 años y era un hombre experimentado, ligado como había estado al poder, dada su condición de príncipe heredero, desde su infancia. A diferencia de la autocracia impuesta por su progenitor, el nuevo califa asoció al gobierno a su chambelán Yafar al-Mushafi, al general Galib, un liberto de origen eslavo, y a la concubina que le dio el sucesor que no había conseguido tener con su esposa Radhia. La madre de quien sería Hisham II era de origen vasco, y su nombre árabe, Subh umm Walad.
Bajo Alhakam II se vivieron los tiempos de mayor auge del califato omeya. En política interior profundizó en las reformas emprendidas por su padre, eliminando privilegios de la aristocracia de origen árabe y manteniendo abiertas las puertas de la administración a los grupos tradicionalmente apartados de ella. La tranquilidad en Al-Ándalus apenas se vio alterada, aunque, en 966 y 967, el Califa hubo de dirigirse a algunos gobernadores que actuaban por su cuenta. Bastó la misiva de Alhakam –su padre habría actuado de forma mucho más contundente– para que olvidasen sus veleidades. Sin embargo, el hecho en sí revela que existió cierta falta de cohesión incluso en los momentos de máximo esplendor.
Alhakam II profundizó en las reformas emprendidas por su padre, y el califato llegó con él a su mayor expansión.
El califato omeya llegó en estos años a su mayor expansión, gracias a las campañas del general Galib en el norte de África. Aprovechó el desplazamiento del núcleo fatimí hacia el este, que había tenido lugar a raíz de su conquista de Egipto en 969. Esto facilitó la extensión de Alhakam por el Magreb a costa de los isidríes, cosa que no había logrado Abdarrahman III. Los cronistas musulmanes cuentan que Galib utilizó el soborno más que la espada. Las sumas invertidas fueron tan elevadas que el Califa envió a hombres de su confianza para controlar las cuentas del general.
Alhakam, hombre de religión
El nuevo califa impulsó la creación de bibliotecas públicas. En su tiempo, la principal biblioteca de Córdoba no solo llegó a albergar valiosísimos manuscritos de medicina, álgebra, geometría, astronomía, filosofía o jurisprudencia, sino que, además, se contaban por cientos de miles. Amigo de científicos y escritores, apoyó la ciencia y la literatura, subvencionando incluso a los más irreverentes poetas. Anejo a la gran biblioteca había un taller de copistas, miniaturistas y encuadernadores. Conocemos los nombres de dos de las más famosas copistas de este taller. Una era Fátima, que también ejercía como bibliotecaria, e ideó un curioso sistema para clasificar los manuscritos. Otra, una esclava del Califa, se llamaba Lubna y cultivó la poesía. La gran biblioteca fue destruida por las turbas cuando, a su muerte, el clero más intransigente excitó los ánimos de la plebe aludiendo a la heterodoxia de muchos de los manuscritos allí guardados.
Planteó la destrucción de las viñas de Al-Ándalus para evitar que se contraviniera la prohibición coránica de beber vino, pero sus consejeros lograron disuadirle.
Esto no debe confundirnos. Alhakam, a diferencia de su predecesor, fue un hombre extremadamente piadoso que disfrutaba conversando con los clérigos y que cumplía con sus obligaciones espirituales. Cuenta el historiador Évariste Lévi-Provençal que planteó la destrucción de las viñas de Al-Ándalus para evitar que se contraviniera la prohibición coránica de beber vino. Sus consejeros lograron disuadirle, señalando que era mucho peor la embriaguez con alcohol destilado de los higos, y preguntándole si también estaba dispuesto a mandar cortar las higueras. La anécdota parece indicar que el cultivo de la vid en Al-Ándalus estuvo más extendido de lo que se pensó durante mucho tiempo. Por otra parte, la religiosidad de los andalusíes se mantuvo alejada de los planteamientos rigoristas y de intransigencia doctrinal que, tras la caída del califato, tratarían de imponer los invasores almorávides y almohades. Estos consideraban a los musulmanes peninsulares gentes de costumbres relajadas, viciosas y escasamente cumplidoras de los mandatos del Profeta.
La gran metrópoli del califato omeya
El esplendor del califato se reflejó en la ciudad de Córdoba, que se convirtió en la más importante de Occidente. Son exageradas las afirmaciones que elevaron su población a un millón de habitantes. La Córdoba del siglo X debió de tener entre 200.000 y 300.000. Era una urbe populosa, multiplicaba como mínimo por diez el tamaño de París o Londres. El error de adjudicarle un millón de habitantes procede de un censo de la época, en que se contabilizaron 213.077 casas, 80.455 tiendas y la friolera de 60.300 palacios en Córdoba. Las cifras no pueden referirse a la ciudad; de ser ciertas, deben de responder a las de toda la cora cordobesa, o incluso a un territorio mayor.
Sí existieron en la capital alumbrado público, numerosas escuelas donde se enseñaba a los niños pobres, una red de alcantarillado, un gran número de baños o de bibliotecas, tanto públicas como privadas... Baste como referencia que en uno de los arrabales de la ciudad se registraron 160 copistas, muchos de ellos mujeres. Sus mercados estaban abastecidos de sedas, joyas, perfumes y objetos exóticos y suntuosos, difíciles de encontrar fuera de Córdoba. Pero no todo era lujo en aquella metrópoli. El contraste lo ponía la inestabilidad de las masas populares. Se daban frecuentes altercados y protestas. La plebe era levantisca y protagonizó peligrosos motines, a los que no resultaban ajenos los elevados impuestos con que se sostenía el esplendor de Medina Azahara y de la vida califal.
La Córdoba del siglo X debió de tener entre 200.000 y 300.000 habitantes, multiplicando como mínimo por diez el tamaño de París o Londres.
Si la gran obra de Abdarrahman III fue Medina Azahara, símbolo del poder político del Califa, la de Alhakam II fue la ampliación de la mezquita. Se rompió el muro de la alquibla y se amplió el templo en dirección a la ribera del Guadalquivir. Es la parte más bella y de más rica decoración. El mihrab (lugar más sagrado de la mezquita, hacia donde se dirigen las miradas durante el rezo) y la macsura (punto desde el que el califa asistía a la oración), espléndidos, están adornados con riquísimos mosaicos realizados por artesanos procedentes de Bizancio.
Con la muerte de Alhakam empieza el califato del pequeño Hisham II. Fue una marioneta en manos de su hachib (administrador), Abu Amir Muhammad al-Ma’afiri, más conocido con el nombre cristiano de Almanzor. Con Hisham II se inicia la crisis que desembocará en la fitna (división) y la disolución del Califato de Córdoba. Se cumplía con los califas omeyas la tesis que, tres siglos más tarde, desarrollaría el tunecino de origen andalusí Ibn Jaldún en su Introducción a la historia universal(al Muqaddimah): el período en que se pasa del esplendor a la decadencia es de tres generaciones.
Fuente: www.lavanguardia.com
Legado andalusí de Xarq al-Andalus:
La Agricultura
Al Andalus es el nombre con el que se conoció el nuevo Estado Islámico que fundaron los musulmanes en la Península Ibérica, y su zona este se denominó Xarq al-Andalus.
Sabemos de la tristeza y añoranza de los hispano-musulmanes valencianos expulsados de Sharq al-Andalus, la melancolía de sus corazones al recordar la tierra que les vio nacer, murieron manifestando que nunca vieron ni encontraron otras tierras, a sus ojos más ricas y bellas, que las de sus antepasados, cruelmente perdidas en guerras contra los invasores catalano-aragoneses. Ibn al-Abbar es un buen ejemplo de ello.
Pero lo más paradójico es que aquellos que se las arrebataron también admiraron su belleza y la exuberancia conseguida con el trabajo y esfuerzo de generaciones y generaciones de sus anteriores pobladores: valencianos musulmanes, judíos y cristianos; Jaime I, en su Crónica, hace una detallada descripción de la tierra recién conquistada, la veían sus ojos en toda su belleza natural y el esplendor que le habían proporcionado sus antiguos pobladores; por ejemplo, cuando en su Crónica nos describe el Pla de Xátiva (Medina Sateba):
"Anc no vim Xátiva, e volem-la veer. E anam lla, a aquell coll agut qui és part del castell, e veem la pus bella horta, moltes e espesses, e veem encara lo Castell, tan noble e tan bell, e tan bella horta, e haguem-ne gran goig e gran alegre en nostre cor".
Cuando los musulmanes llegaron a la Hispania romanogoda, se encontraron con un panorama alimentario poco reconfortante. La tierra era pobre de recursos, y por tanto la alimentación escasa y poco variada; se basaba casi exclusivamente en el consumo de cereales y en la vid, una agricultura de base romana, conservada, prácticamente sin variación, por los visigodos, cuyos elementos principales eran los cereales. Lo mismo sucedía en el resto de Europa donde el cultivo de frutas y hortalizas era prácticamente inexistente.
En base a esta situación, la política de los dirigentes Omeyas de al-Andalus, fue la de impulsar todo lo relacionado con el desarrollo agrícola Para ello en primer lugar se recopilaron y tradujeron gran cantidad de textos antiguos sobre agricultura -la mayoría orientales- y se perfeccionaron y aumentaron los sistemas de regadío de origen romano existentes en el suelo peninsular, tanto en las técnicas de extracción, como de conducción del agua. Se aclimataron e introdujeron nuevas especies vegetales.
La agricultura que, a partir de ese momento se iba a desarrollar en al-Andalus se basaría en tres modelos:
A) El modelo Oriental que tenía cuatro fuentes básicas: 1.- Bolo Demócrito de Mendes agrónomo egipcio. 2.- Enlaza la tradición griega con la siriaca y la persa 3.- Bizantinos (rumíes). 4.- Agricultura Nabatea.
B) El modelo Latino proviene de distintos autores entre los que destacan Columela, Varrón, Plinio, Paladio y Martialis.
C) El modelo Mozárabe se reduce al uso de los textos latinos que los musulmanes hallaron en España guardados en monasterios.
B) El modelo Latino proviene de distintos autores entre los que destacan Columela, Varrón, Plinio, Paladio y Martialis.
C) El modelo Mozárabe se reduce al uso de los textos latinos que los musulmanes hallaron en España guardados en monasterios.
La prosperidad que alcanzó la comunidad musulmana conllevó una elevada densidad de la población y determinadas formas de asentamiento, lo que implica asimismo la necesidad del máximo aprovechamiento de los recursos, naturales o creados. De donde se derivan unas formas de utilización intensiva de la tierra, pero sumamente respetuosa del equilibrio del ecosistema.
La agricultura andalusí se orientó hacia cultivos preferentemente alimentariosaunque existieran otros de uso comercial, como los empleados en los tejidos, en la cría de gusanos de seda, o en la fabricación del papel, por lo que no podemos olvidar las moreras, las plantas textiles y las medicinales.
La base de la agricultura la constituían los cereales, las hortalizas y verduras, legumbres, arroz, plantas aromáticas, frutas y árboles frutales...
Para los cereales, existían molinos de diversos tipos, incluso móviles y transportables, que daban idea de la gran demanda de este producto y de su valía, algo que, también, se refleja en las ordenanzas de los zocos. Las frutas también originaron una industria, la conservera, con la creación de almíbares, arropes o jarabes, mientas las plantas aromáticas creaban una industria de perfumes.
Las labores del campo se desarrollaban de acuerdo con un calendario popular, en enero se amontonaba las cañas de azúcar, en marzo se plantaba el algodón, en abrilaparecían las violetas y las rosas y se plantaban las palmeras y las sandias. Las lluvias de ese mes hacían crecer el trigo, la cebada y los demás cereales, en mayo cuajaban la aceitunas y aparecían los albaricoques, las ciruelas y las manzanas tempranas. Se recogían las habas, se segaba la cebada y las abejas producían la miel; junio y julio eran los meses de la siega y de la trilla; a finales de agosto maduraban la uvas y los melocotones, se recogían las nueces, se sembraban los nabos, las habas, y los espárragos; septiembre traía la vendimia y la recolección de granadas y membrillos; en octubre se preparaba la carne de membrillo; en noviembre se cosechaba el azafrán; diciembre era mes de lluvias abundantes y en los huertos se plantaban calabazas y ajos.
Los cambios introducidos en la agricultura hispano-goda, además de repercutir en los sistemas de cultivo y en los productos, provocaron una alteración sustancial en la alimentación. Frente a la clásica trilogía cristiana de trigo, carne y vino, los andalusíes crearon nuevos hábitos alimenticios en los que las verduras no fueron solo la base, sino el elemento imprescindible, bien a solas, bien acompañando las carnes, las sopas, el pescado, con una enorme cantidad de variantes en sus recetas.
Los andalusíes podían consumir verduras y hortalizas frescas durante todo el año.Precisamente, este elevado consumo de verduras y de frutas, frescas y secas, será tan andalusí que el posterior tribunal del Santo Oficio descubrirá al moro reincidentemente por la afición al consumo de vegetales.
En cuanto a las frutas, desde el siglo XI se daban en al-Andalus prácticamente las mismas que hoy se encuentran en nuestros campos. La producción agraria llegó a ser tan elevada, que surgieron "Excedentes alimentarios", que al ser vendidos, favorecieron el que otras personas de la comunidad se especializaran en determinados oficios, lo que dio lugar a una economía y a una cultura urbana muy desarrolladas.Lo que sucedió fue, en definitiva, lo que los especialistas han dado en llamar una auténtica "revolución verde".
Las buenas mañas hortícolas de los andalusíes, no solo fueron estimadas por los musulmanes norteafricanos que les acogieron tras ser expulsados de España, sino que también eran valoradas por los propios cristianos, como así lo demuestra un refrán popular que todavía se emplea entre nosotros y que dice: "¡Una huerta es un tesoro, si el que la trabaja es un moro!".
En el 714 los musulmanes llegaron a Sharq al-Andalus, los hispano-latinos que la habitaban se mostraron pacíficos, por lo que, los de estado independiente conservaron íntegra su libertad personal y el dominio de sus bienes. En cuanto a las clases serviles, la llegada de los musulmanes les favoreció ostensiblemente. Los siervos de los cristianos, continuaron en verdad ligados a sus amos como antes, pero adquirieron el inapelable derecho de disponer de sus bienes, y los que permanecieron en tierras de los musulmanes, se transformaron en una especie de arrendatarios aparceros, casi sin ninguna dependencia de sus tareas agrarias.
Todos los antiguos esclavos y siervos que declaraban la fe islámica, se convertían en verdaderos musulmanes y eran liberados, pasando inmediatamente a tener derecho sobre el reparto de las tierras, lo que provocó un crecimiento demográfico espectacular a causa de la cantidad de nativos que llegaban huidos de las tierras del interior, todavía bajo el dominio visigodo, también se produjo un considerable aumento de la producción agraria, pues, ya no eran siervos ni posesión de nadie, ahora trabajaban su propia tierra.
La primera medida tomada fue la parcelación y redistribución de las tierras, haciendo desaparecer la mayoría de los antiguos latifundios visigodos, convirtiéndolos en pequeñas explotaciones familiares.
En Shar al-Andalus solo quedó una pequeña zona sin parcelar, la Almúnia del rey Ibn 'Abd al-'Aziz al norte de la capital (donde ahora están los Viveros), no era ninguna explotación agraria latifundista, sino el parque o jardín de esparcimiento de los reyes musulmanes. En las Almúnias, se entremezclaban exóticas flores de ornamentación, con plantas aromáticas, árboles frutales, juegos de agua y albercas rodeadas de pavos reales que se contoneaban desplegando impasibles toda su belleza. En Denia hay un pueblo denominado Ràfol d'Almúnia, pero es solo el apellido de su último señor, su nombre anterior era Ràfol dels Murs por la misma razón.
En el siglo XI surgió en Sharq al-Andalus un nuevo género literario que describía con júbilo los jardines y frutos de la época. Conocidas son las narraciones del poetaAli ben Ahmad sobre lo que presenciaba en los jardines de la almunia de al-Mansu, en Valencia. En el siglo XI-XII se crearon los primeros jardines botánicos, a menudo estos jardines tenían un fin puramente farmacológico y terapéutico, y se creaban junto a los propios hospitales.
Las tierras de regadío se dividieron en pequeñas parcelas, la unidad rural más importante en tierras de regadío era la qariya que tenía una casa principal con habitaciones, solía tener una torreta, patio interior y disponía de construcciones anexas, de hornos, graneros, molinos, etc. por esa razón abundan los pueblos denominados Alquería: de la Condesa, de Aznar, de Roca, de Jordá, de Pallés, de Alba... Alquerieta y el diminutivo árabe de Alcoraia (Alicante) y el plural Alcora.
El núcleo rural y unidad más abundante era el rahl, una masía de cierta importancia provista de graneros, almáceras, corrales, etc. en la toponimia valenciana tenemos Rafal y Rafol, y los compuestos: Rafelcofer, Rafelguaraf, Rafelbuñol. Debían ser muy modestas las explotaciones agrarias que originaron los actuales pueblos denominados Zucaina ó Bunia, que significa caseta; Xinquer igual a cabaña y muchos otros topónimos valencianos de etimología arábiga denotan que se desarrollaron sobre determinadas construcciones agrícolas como: Algorfa y Alforí (granero), Almássera(molino de aceite), y tantos otros que resultan innumerables.
Para el cultivo de la tierra de secano había numerosas posesiones de mediana extensión, dichas en singular diya, provistas de un castillo donde solían protegerse de las incursiones de castellanos, aragoneses y catalanes, y alrededor de los cuales se desarrollaba pequeños centros urbanos.
Establecieron el cultivo intensivo para las tierras de regadío, con numerosas acequias era aprovechada al máximo el agua de los ríos Millares, Túria o Guadalaviar, Júcar, Alcoy y Segura, había también numerosas balsas y pozos. La condición de los labradores iba mejorando continuamente, la mayoría de los trabajadores de las tierras pasaron a ser parceleros. Con el tiempo, esta masa de campesinos indígenas de ascendencia ibero-romana se islamizó totalmente, y los moriscos expulsados de la Península en el siglo XVII eran descendientes de ellos.
La tierra era estudiada para su mayor aprovechamiento. Ibn Bassal en su libro de Agricultura (siglo X), estudia las diferentes clases de tierra, su naturaleza, sus propiedade y el modo de distinguir la buena tierra de la mala. Registra dieciseis clases de tierra. Analiza su naturaleza o complexión y sus ventajas o desventajas agrícolas. Distingue la viavilidad de la tierra según la estación del año en que se cultive, así como las distintas plantas que prosperan en cada tipo de terreno.
Se seleccionaban los tipos de cultivo según las características del terreno, la composición de la tierra y la climatología del lugar. En el secano abundaban los algarrobos y los olivos, siendo muy nombradas las de Morvedre, Xátiva y Crevillente. También eran importantes los cultivos de vid para la obtención de uvas y pasas de gran fama valoradas tanto dentro como fuera de la Península y muy utilizadas en la gastronomía andalusí, abundando en el litoral desde las tierras de Tudmir hasta Burriana, siendo especialmente apreciadas las de Denia. Tenía fama el esparto de Alicante y el azafrán de Valencia. Abundaban las moreras para la cría de los gusanos de seda, también introducidos por los árabes. Igualmente abundaban los árboles frutales en tierras levantinas, higueras, perales, palmeras datileras, almendros.
Una práctica a la que se prestó mucha atención en aquella época, fue la de la producción de plantas de vivero. Ibn al-Awwänó Abü Zaccaria es el autor de origen andalusí que con más detalle escribió sobre agronomía en su Libro de Agricultura Kitäb al-filäha. Durante la Edad Media, los escritores hispano-musulmanes de al-Andalus nos legaron un completo tratado de citricultura muy adelantado para su época, algunas de cuyas prácticas están aún vigentes.
En los siglos XI-XII, Abu l'jayr, en su Tratado de Agrcultura, dedica un apitulo de injerto de frutales. El injerto necesita un preciso conocimiento de la naturaleza, de los árboles, de las estaciones y los instrumentos para operar. L'jayr cita las diferentes clases siguientes de injerto. Clasifica también los géneros básicos de los árboles, distinguiendo los árboles oleosos como el olivo, el acebuche o el laurel; los resinosos como el melocotonero, el almendro o el ciruelo; los lechosos como la higuera y la morera; y los acuosos como el manzanom el ciruelo, la vid o el granado.
El éxito o fracaso de los injertos está basado en diferentes conceptos, pero sobre todo en la naturaleza de la savia. Ibn Bassäl las clasificó en cuatro grupos y estableció un quinto grupo formado por plantas acuosas pero de hoja perenne. Además, creó una clasificación climática estableciendo siete categorías y situando a los cítricos: cidro, naranjo amargo, limero, zamboa, limonero y semejantes como idóneos para nuestro clima, por ser caluroso y seco pero no extremo.
Ibn al-Awwän, Ibn Bassäl y Abü-l-Jayr nos proporcionan la información más interesante respecto a los fertilizantes, especificando épocas de utilización, tipos de estiércol según su procedencia: ser humano, palomina, de otros animales, diferentes beneficios y utilidades según fuera fresco o fermentado y si era de cabra, de caballería, de cenizas de algodón, o de distintas leñas..... Tratados con infinidad de combinaciones según la especie a abonar y el resultado deseado con respecto al crecimiento, a la floración o al fruto.
Los musulmanes también perfeccionaron inmensamente las técnicas de riego, se convirtieron en los maestros de la técnica hidráulica agrícola, aprovecharon los sistemas de riego romanos que aquí encontraron, y junto a las técnicas orientales que conocían, pudieron lograr un excepcional aprovechamiento del agua, no podemos pasar por desapercibido el hecho del contenido etimológico árabe de las palabras actuales con las que se designan las obras hidráulicas o de riego: sèquia, assut, assarb, sínia, nória, alcaduf, aljub, safareig, martava, tanda, etc.
Los dos sistemas de regadío tradicionales todavía vigentes en la actualidad provienen de la época musulmana, además de las canalizaciones del agua ó acequias, por las que corría el agua de los ríos o de los manantiales, sirviendose de los desniveles del suelo. En la utilización de las aguas fluviales emplearon los azudes o presas, y los alquezares o cortes. Para captar aguas subterráneas se utilizaron pozos y unas galerías perforadas, aplicando técnicas de origen oriental. También utilizaron técnicas de drenaje y desecación de marchales y tierras pantanosas.
Tanto las aguas de los ríos como de los pozos y las galerías se podían aprovechar empleando ruedas elevadores que permitían llevar el agua hasta una alberca de donde salían las acequias y los canales. Entre estas ruedas se encontraban las que se movían directamente por la corriente del agua, las que funcionaban con la fuerza de un animal, o las de balancín.
Ar-Razí nos habla del sistema de regadío del Segura, muy similar al del Nilo en Egipto.
Lo que más evidencia el alcance de la agronomía árabe es la introducción de nuevas especies, hasta entonces exóticas, realizada con tanta sabiduría y acierto, que no se malogró ninguna de las que intentaron añadir a las indígenas.
Hasta nuestros días han llegado fragmentos y reproducciones de los escritos que narran las experiencias de los musulmanes que estaban repartidos por todo el mundo conocido, pero unidos por el sentir religioso, por las redes comerciales y las peregrinaciones a la Meca; sus escritos nos revelan el alto nivel cultural y agrónomo de aquellas gentes.
Los musulmanes introdujeron nuevos productos muy populares hoy, no solamente en la Península, sino en toda Europa, como es la berenjena (badinÿana), originaria de la India y difundida por el Mediterráneo a través de Irán. Tan apreciada llegó a ser ésta en al-Ándalus, que los almuerzos de mucho bullicio y gentío, se les llamaba «berenjenales».
Entre las verduras también trajeron las alcachofas (jarshuf) y los espárragos, que tenían la propiedad de evitar los malos olores de la carne. Las hortalizas más cultivadas eran, además, la calabaza, los pepinos, las judías verdes, los ajos, la cebolla, la zanahoria, el nabo, los jaramagos, las acelgas (as-silqa), las espinacas (isfanaj) y muchas otras.
El higo, que llegó a ser reputado en al-Ándalus hasta el punto de exportarse a Oriente, se introdujo en la península, procedente de Constantinopla, en tiempos de Abderrahmán II. Los cítricos, como el limón (laimún), el toronjo y la naranja (del árabe: naranÿa, y éste del persa: naranguí) amarga fueron importados de Asia oriental. Eran utilizados para conservar los alimentos, pero también se extraía de ellos para la elaboración de zumos y de sus flores, esencias para la elaboración de perfumes. Igualmente, la ciencia del injerto se desarrolló en al-Ándalus hasta límites insospechados, logrando, por ejemplo, una extraordinaria variedad de pomelos.
El naranjo amargo, en al-Andalus närany fue introducido por los árabes a finales del siglo X o principios del XI y aparece citado en el Tratado Agrícola Andalusí Anónimo. El método de reproducción por semilla lo aplicaban a todos los cítricos y se hacía en un lugar resguardado del frío. Según Ibn Bassäl, las semillas se sembraban en enero-febrero. Un año más tarde se hacía el trasplante a macetas teniendo en cuenta que solo debía haber una planta en cada una, donde permanecían dos años, al cabo de los cuales se llevaban al terreno definitivo.
El limón, su nombre deriva del árabe "laymun" y parece que fueron ellos quienes los introdujeron en la península Ibérica en el siglo X, según los que mantienen el que ya aparecía en las obras gastronómicas cordobesas del siglo X, mientras que otros afirman que el limonero debió ser introducido por los árabes hacia la segunda mitad del siglo XI, ya que no aparece en el Calendario de Córdoba (s. X), ni en el Tratado Agrícola Andalusí Anónimo (ss. X-XI), ni tampoco en la obra de Ibn Wäfid de Toledo (primera mitad del s. XI). Sin embargo si lo nombra Ibn Bassäl (s. XI). Procedente del sureste asiático. Florece en abril - mayo. Los frutos, conocidos como limones, de color amarillo, se han usado en gastronomía desde entonces. No resisten bien las heladas. Es frecuente en huertas y jardines, especialmente en las ciudades de al Andalus.
También cabe destacar la introducción de la caña de azúcar en el siglo X, su cultivo fue numeroso en la etapa musulmana de la actual Comunidad Valenciana, siendo uno de los más importantes cuando se produjo la expulsión de los moriscos valencianos; el arroz, que sigue siendo un cultivo primordial en la marchal, base de nuestra alimentación más tradicional, y producto de exportación; la sandía, que provenía de Persia y del Yemen; el melón, del Jorasán; el altramuz, tan ligado a nuestra tradición; el azafrán, indispensable en nuestra cocina actual, fué el cultivo mayoritario en Balansiya; el algodón, para el textil; el albaricoque; el plátano; el jazmín y muchas otras.
La granada de Siria, convertida, en la imaginación colectiva, en el símbolo por excelencia de la España musulmana. A propósito, en el «Libro de Agricultura» de Ibn al-Awwám (siglos XII y XIII), traducido por Banqueri, AECI, Madrid, 1988, podemos leer una tradición del Profeta Muhammad sobre esta hermosa fruta, rescatada por este hacendado andalusí de la zona de Aljarafe, cerca de Sevilla:
«Cuidad del granado; comed la granada, pues ella desvanece todo rencor y envidia».
en general se produjo un sensible aumento de variedades de verduras, hortalizas, y árboles frutales, algunas de ellas ya eran conocidas por lo chinos, persas o indios, pero fueron los árabes los que consiguieron su difusión en Occidente.
Otras especies frutales, como el olivo, ya existían en nuestro suelo, pero fueron los hispanomusulmanes quienes fomentaron y organizaron su cultivo a gran escala, así como la introducción del aceite de oliva en la gastronomía, de hecho, el uso del aceite de oliva prácticamente desapareció de la cocina en amplias zonas, después de la expulsión de los moriscos, siendo sustituido por la indigesta manteca de cerdo, hasta hace bien poco.
Fuente: www.balansiya.com
Las ciudades de Al-Andalus
En Al-Andalus las ciudades tuvieron una vida próspera, destacando entre todas ellas Córdoba, que en época del Califato llegó a ser la ciudad más importante de Europa Occidental. La mayoría de estas ciudades eran de origen romano, caso de la propia Córdoba, de Sevilla, de Zaragoza y otras muchas, pero las hubo también de nueva fundación. La parte principal de la ciudad era la "medina"generalmente rodeada de murallas. En ella se encontraban los edificios más importantes, ya fueran religiosos como la mezquita o comerciales como la "alcaicería", un gran patio rodeado de tiendas que pertenecían al estado y eran alquiladas a los mercaderes. En realidad todas las calles en torno a la gran mezquita constituían un mercado o "zoco", pues estaban llenas de pequeñas tiendas y talleres. El trazado de la medina y de la ciudad en general era irregular y de calles estrechas, aunque de la mezquita solían partir algunas vías principales que iban hasta las puertas de las murallas. Al crecer la ciudad se construían fuera del recinto inicial nuevos barrios o arrabales, que podían tener sus mezquitas y sus zocos y que si alcanzaban un tamaño considerable incluso se amurallaban. En estos barrios solía agruparse gente de un mismo oficio o de una misma religión, este era por ejemplo el caso de las juderías, aunque en estas en lugar de mezquitas encontramos sinagogas. Entre los edificios públicos destacaban los baños, una herencia de las termas romanas. En las viviendas de las familias acomodadas solía haber bañeras y en las más lujosas baños de vapor, pero la mayor parte de la gente acudía a los baños públicos, llamados "hamman". Los hamman eran centros de reunión y vida social. Por la mañana acudían los hombres y por la tarde las mujeres. Unos y otros dedicaban mucha atención a su aspecto personal, utilizaban perfumes, aceites y tintes para la barba y el cabello, estando muy extendida esta costumbre entre las mujeres. En el ámbito familiar el hombre tenía una posición dominante. Según la ley coránica éste podía tener hasta cuatro esposas legítimas, pero en realidad esto sólo afectaba a los más ricos. Entre las clases más altas la mujer llevaba una vida muy recluida. Tan sólo las visitas semanales a los cementerios para reunirse ante las tumbas de los parientes y las dos tardes al mes pasadas en los baños constituían oportunidades para abandonar la casa. Dentro de la misma las mujeres tenían sus propios aposentos, el harem, donde convivían esposas legítimas, concubinas y esclavas.
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