lunes, 28 de septiembre de 2015

1º BACHILLERATO- EL ANTIGUO RÉGIMEN


ESQUEMAS 
Para descargar los esquemas ilustrados del tema PINCHA AQUÍ

BIOGRAFÍAS (sacadas de https://www.biografiasyvidas.com)

LUIS XIV

El que fuera elevado a la altura de un dios por encima de la nobleza, como dueño y señor de la persona y propiedades de diecinueve millones de franceses, nació el 5 de septiembre de 1638 en Saint-Germain-en-Laye, junto a París. Su padre, Luis XIII, y su madre, Ana de Austria, interpretaron como una señal de buen augurio que su hijo naciese ya con dos dientes, lo que quizás presagiaba el poder del futuro rey para hacer presa en sus vecinos una vez ceñida la corona.


Luis XIV

Muerto su progenitor en 1643, cuando el Delfín contaba cuatro años y ocho meses, Ana de Austria se dispuso a ejercer la regencia y confió el gobierno del Estado y la educación del niño al cardenal Mazarino, sucesor en el favor real de otro excelente valido: el habilísimo cardenal Richelieu. Así pues, fue Mazarino quien inculcó al heredero el sentido de la realeza y le enseñó que debía aprender a servirse de los hombres para que éstos no se sirvieran de él. No hay duda de que Luis respondió de modo positivo a tales lecciones, pues Mazarino escribió: "Hay en él cualidades suficientes para formar varios grandes reyes y un gran hombre."

Aquel infante privilegiado iba a vivir entre 1648 y 1653 una experiencia inolvidable. En esos años tuvieron lugar las luchas civiles de la Fronda, así llamadas por analogía con el juego infantil de la fronde (honda). La mala administración de Mazarino y la creación de nuevos impuestos suscitaron primero las protestas de los llamados parlamentarios de París, prestigiosos abogados que registraban y autorizaban las leyes y se encargaban de que fueran acatadas. Mazarino hizo detener a Broussel, uno de sus líderes, provocando con ello la sublevación de la capital y la huida de la familia real ante el empuje de las multitudes. Era el comienzo de la guerra civil.

Para sofocar la rebelión, el primer ministro llamó a las tropas de Luis II de Borbón-Condé, cuarto príncipe de Condé, Gran Maestre de Francia y héroe nacional; los parlamentarios claudicaron inmediatamente, pero Condé aprovechó su éxito para reclamar numerosos honores. Cuando Mazarino lo hizo detener en enero de 1650, la nobleza se levantó contra la corte dando lugar a la segunda Fronda, la de los príncipes.

La falta de acuerdo entre los sublevados iba a decidir su fracaso, pero eso no impidió que durante meses el populacho se adueñara otra vez de París; la reina madre y su familia, de regreso al palacio del Louvre, hubieron de soportar que una noche, tras correr la voz de que el joven monarca estaba allí, las turbas invadiesen sus aposentos y se precipitaran hacia el dormitorio donde el niño yacía inmóvil en su cama, completamente vestido bajo las mantas y fingiendo estar dormido: ante el sonrosado rostro rodeado de bucles castaños, la cólera del pueblo desapareció de pronto y fue sustituida por un murmullo de aprobación. Luego, todos abandonaron el palacio como buenos súbditos, rogando a Dios de todo corazón que protegiera a su joven príncipe.

Aquellos acontecimientos dejaron una profunda huella en el joven Luis. Se convenció de que era preciso alejar del gobierno de la nación tanto al pueblo llano, que había osado invadir su dormitorio, como a la nobleza, permanente enemiga de la monarquía. En cuanto a los prohombres de la patria, los parlamentarios, jueces y abogados, decidió que los mantendría siempre bajo el poder absoluto de la corona, sin permitirles la menor discrepancia.

Luis XIV fue declarado mayor de edad en 1651, y el 7 de junio de 1654, una vez pasado el huracán de las Frondas, fue coronado rey de Francia en la catedral de Reims. A partir de ese momento, su formación política y su preparación en el arte de gobernar se intensificaron. Diariamente despachaba con Mazarino y examinaban juntos los asuntos de Estado. Se dio cuenta de que iba a sacrificar toda su vida a la política, pero no le importó: "El oficio de rey es grande, noble y delicioso cuando uno se siente digno y capaz de realizar todas las cosas a las cuales se ha comprometido."

No es de extrañar, pues, que comprendiese perfectamente su obligación de casarse con la infanta española María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España, porque así lo exigían los intereses de Francia. Según la Paz de los Pirineos, tratado firmado en 1659 entre ambos países, la dote de la princesa debía pagarse en un plazo determinado. Si no se efectuaba el pago, la infanta conservaría su derecho al trono español. El astuto Mazarino sabía que España estaba prácticamente arruinada y que iba a ser muy difícil cobrar la dote, con lo que Luis XIV podría reclamar, a través de su esposa, los Países Bajos españoles e incluso el trono de España. Al soberano nunca le satisfizo aquella reina en exceso devota y remilgada, pero cumplió con los compromisos adquiridos y con todas sus obligaciones como esposo. Al menos, durante los primeros años de su matrimonio.

El 9 de marzo de 1661, Mazarino dejaba de existir. Había llegado el momento de ejercer la plena soberanía. Luis XIV escribió en su diario: "De pronto, comprendí que era rey. Para eso había nacido. Una dulce exaltación me invadió inmediatamente". Cuando los funcionarios le preguntaron respetuosamente quién iba a ser su primer ministro, el soberano contestó: "Yo. Les ordeno que no firmen nada, ni siquiera un pasaporte, sin mi consentimiento. Deberán mantenerme informado de todo cuanto suceda y no favorecerán a nadie."

Monarca absoluto

Con sus palabras, Luis XIV acababa de fundar la monarquía absoluta en Francia, según un concepto cuya difusión aseguraría: el del despotismo por derecho divino. La omnipotencia ministerial que desde 1624, con Richelieu y Mazarino, había sentado las bases del poderío francés, quedaba ahora subsumida en la autoridad real. Desde entonces, ni la reina madre ni otros dignatarios volvieron a ser convocados a ninguna reunión de los consejos de Estado. El monarca invitaba sólo a la tríada ministerial formada por Jean-Baptiste Colbert, François-Michel Le Tellier, marqués de Louvais, y Hugues de Lionne. Inseparables del rey, se reunían dos o tres veces por semana en los consejos reservados que éste presidía, demostrando que poseía una personalidad y firmeza suficientes para controlar los órganos centrales de gobierno. Así, el año 1661 marcó el advenimiento de una nueva era en Francia y en Europa, la de la monarquía absoluta.

El otro gran golpe de efecto de Luis XIV en ese año fue el arresto de Nicolas Fouquet, superintendente de Finanzas de Mazarino, a quien el rey consideraba demasiado rico y poderoso, y capaz por ello de convertirse en sucesor del cardenal. En un acto de teatral afirmación del poder, le hizo arrestar en Nantes, el 5 de septiembre, bajo la acusación de malversar fondos públicos. Condenado a prisión perpetua en la fortaleza de Pinerolo, Fouquet fue desde entonces una advertencia para los que servían o dejaban de servir al rey. De esta forma la autoridad real se elevó más aún, otorgándole la plenitud de poderes que tuvo Richelieu por delegación de Luis XIII: el rey se veía a sí mismo como un representante de Dios sobre la tierra y como un ser infalible, puesto que su poder le venía de Dios.

Con espíritu metódico y conciencia profesional, Luis XIV se propuso encarnar a Francia en su sola persona, mediante la centralización absoluta, la obediencia pasiva y el culto a la personalidad real. Todo estaba bajo su control, desde las disputas teológicas hasta el mínimo detalle del ceremonial. La rígida etiqueta que impuso en la corte fue en sus manos un instrumento de gobierno. Después de haber protagonizado once guerras en cuarenta años, el poder de los nobles pasó a depender de la capacidad que demostraran en la corte de complacer al rey. Desde ese momento dejarían de ser un factor esencial en la política francesa para cristalizar en una clase social parasitaria, egoísta y propensa al esnobismo. De la misma forma que el siglo de Luis XIV marcó el apogeo de la vida cortesana, redujo a la nobleza a una estrecha dependencia moral y económica de la figura del rey.

Su reinado estuvo señalado por el fasto y la euforia, sobre todo en los primeros años, cuando brillaban en la comedia Molière y en la ópera Jean-Baptiste Lully, y el propio Luis bailaba disfrazado de dios del Olimpo, para solaz de las damas. La reina madre y el circulo de devotos de la corte se escandalizaron al ver que el matrimonio no había atenuado la pasión del rey por las aventuras sexuales. La reina María Teresa, baja y regordeta, hablaba con dificultad el francés y vivía casi ignorada pero en perpetua adoración de su esposo, al que daría seis hijos, todos fallecidos en la infancia, a excepción del gran delfín. Cuando la reina murió en 1683, Luis dijo: «He aquí el primer pesar que me ha ocasionado». Todos le dieron la razón.

El régimen de las amantes oficiales había empezado al poco tiempo de su casamiento, cuando el rey estableció una estrecha relación con su cuñada madame Enriqueta, duquesa de Orleans, y, para evitar el escándalo, tomó por amante a una dama de honor de ésta, Louise de La Vallière. Era una muchacha tímida y algo coja, de dieciséis años, que le dio tres hijos ilegítimos que serían criados por la esposa de Colbert.

En 1667 La Vallière fue reemplazada por François-Athénaïs de Rochechuart, la espléndida marquesa de Montespan, que durante diez años dominó al rey y a la corte como la verdadera sultana de las fiestas de Versalles. Sus numerosos alumbramientos (siete en total) fueron tema del parlamento, que legitimó a los cuatro hijos bastardos que sobrevivieron. Por fin, cansado de sus cóleras y de sus celos, el rey se separó de ella cuando la marquesa se vio implicada en el llamado caso de los venenos, un sonado escándalo que salpicó a un número importante de personalidades, que fueron acusadas de brujería y asesinato.

Expansionismo y guerra

Luis XIV consideró siempre la guerra como la vocación natural de un gran rey, y a ella subordinó la economía nacional, con el objetivo final de imponer la supremacía francesa en Occidente. Su ministro Jean-Baptiste Colbert le proporcionó los medios materiales para sus empresas, con las reformas en Hacienda y las acertadas medidas proteccionistas de la industria y el comercio. La revolución económica que llevó a cabo le permitió armar un ejército capaz de hacer de Francia el estado más poderoso de Europa. En esta tarea fue decisiva la reorganización de las tropas realizada por Le Tellier, que concentró la autoridad militar para crear un verdadero ejército monárquico, cuyos efectivos aumentaron de 72.000 a 400.000 hombres.

Desde la muerte de su suegro Felipe IV de España en 1665, Luis había comenzado una batalla jurídica para reclamar los Países Bajos españoles en nombre de su mujer, y para ello había publicado el Tratado de los derechos de la reina. Poco después, el 21 de mayo de 1667, con la formidable máquina de guerra creada por Le Tellier, invadía los territorios flamencos, apoderándose de las plazas más importantes de la frontera, en medio de un auténtico paseo militar. Inquieta ante el empuje francés, Inglaterra se alió con Holanda y Suecia en la Triple Alianza, y la contienda (conocida con el nombre de guerra de Devolución) cambió de rumbo, finalizando con la Paz de Aquisgrán de 1668, por la que España recuperaba Besançon y Francia se apoderaba de Flandes. Éste fue el comienzo de una serie de conflagraciones que duraron todo su reinado.

Después de cuatro años de preparativos, Luis determinó que había llegado el momento de vengarse de Holanda, en parte también por odio a los burgueses republicanos que monopolizaban el mar. El ministro De Lionne obtuvo un activo apoyo británico, mediante la alianza con Carlos II de Inglaterra, y la neutralidad de Brandeburgo, Baviera y Suecia. En la primavera de 1672 un poderoso ejército de 200.000 hombres, comandado por el rey en persona, atravesó el obispado de Lieja e invadió Holanda, conquistándola en pocas semanas. La eficaz ayuda de la flota inglesa contribuyó a la victoria, y Luis XIV regresó triunfante a París.

Pero los holandeses se apoyaron en el principal enemigo de Francia, el príncipe Guillermo de Orange, quien ordenó la rotura de los diques para detener al ejército invasor, al mismo tiempo que el almirante Ruyter derrotaba a la flota anglofrancesa. La resistencia de Holanda tuvo como consecuencia aislar a Francia de sus antiguos aliados, lo cual obligó a Luis a la renuncia de sus pretensiones sobre los Países Bajos. La larga guerra terminó con el Tratado de Nimega, firmado en 1678, por el cual el Rey Sol se convertía en el árbitro de Europa: renunciaba a Flandes, pero consolidaba las fronteras del norte y del este, y obtenía de España el Franco Condado.

El rey cristiano

A sus cuarenta años, Luis XIV había alcanzado el apogeo de su fortuna política y militar. Arrogante como ningún otro soberano, París lo llamaba el Grande y en la corte era objeto de adoración. En esa época se produjeron importantes cambios. Luego de haberse separado de madame de Montespan, temeroso de que el escándalo de los venenos arruinase su reputación, el rey abandonó abiertamente los placeres e impuso la piedad en la corte. A su imagen, los antiguos libertinos se convirtieron en devotos, un velo de decencia recubrió la ostentación, el juego y las diversiones, que en su desaparición (no del todo completa) dejaron lugar al aburrimiento y la hipocresía.

Los tartufos se reacomodaron así a la nueva corte moderada y metódica de Versalles, en la que reinaba ocultamente una nueva soberana: madame de Maintenon. Era la viuda del poeta satírico Paul Scarron y había sido la gobernanta de los hijos habidos por el rey con madame de Montespan, antes de convertirse en la nueva favorita. A poco de morir la reina María Teresa, en 1683 se casó en secreto con el rey, en una ceremonia bendecida por el arzobispo de París. La boda significó una nueva etapa en la vida de Luis XIV, que sentó definitivamente cabeza, preparándose para una vejez digna y piadosa, rodeado de sus hijos y nietos.

La influencia de madame de Maintenon, hugonote convertida al catolicismo, fue fundamental en la devoción del rey, que, pese a poseer sólo un barniz de religiosidad (su cristianismo se basaba en el «miedo al infierno»), quiso imponer en el reino la unidad de la fe católica y consideró al protestantismo como una ofensa al rey cristianísimo. Se desató entonces una ola de conversiones en masa, obtenidas mediante la violencia, que desembocaron, el 18 de octubre de 1685, en la revocación del Edicto de Nantes, por el que Enrique IV de Francia había autorizado el calvinismo a finales del siglo anterior. Las escuelas fueron cerradas, los templos demolidos y los pastores desterrados, mientras el éxodo de millares de protestantes hacia Holanda fue creando focos de hostilidad hacia el rey. Luis XIV sumó así a sus enemigos naturales el mundo de la Reforma.

Inglaterra, Alemania y Austria se unieron en la Gran Alianza para resistir el expansionismo francés. La guerra resultante tuvo una larga duración, extendiéndose entre 1688 y 1697, años en los que Luis XIV no pudo obtener la victoria militar que buscaba y Europa se fue imponiendo poco a poco a Francia, sobre todo por la determinación de Guillermo III de Inglaterra, el alma de la coalición. Guillermo III se había propuesto la eliminación de la hegemonía del Rey Sol en el continente y la implantación de la tolerancia religiosa. La Paz de Ryswick puso fin al conflicto mediante una serie de pactos que significaron el primer retroceso en el camino imperial de Luis XIV: Lorena fue restituida al duque Leopoldo; Luxemburgo, a España; y Guillermo III fue reconocido como rey de Inglaterra, contra la creencia de Luis en el derecho divino del rey Jacobo II al trono inglés.

La guerra de Sucesión

El testamento del último rey Habsburgo de España, Carlos II, fallecido en 1700, entregaba la herencia imperial a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, que reinaría como Felipe V de España. Cuando el monarca francés aceptó las cláusulas testamentarias, volvió a plantearse el dilema: hegemonía de Francia o equilibrio continental, y su decisión significó una declaración de guerra. Toda la Europa herida por la política imperialista durante los últimos treinta años se levantó nuevamente contra aquella hegemonía, y así Francia tuvo que combatir a la vez contra Austria, Inglaterra y Holanda.

La lucha estuvo señalada al principio por las victorias de los Borbones, pero, a partir de 1708, los desastres de la guerra fueron tan grandes que Francia estuvo a punto de perder todos los territorios conquistados en el siglo anterior, y Luis XIV se vio forzado a pedir la paz, sobre todo a partir del desastre de Malplaquet. Humillado en el campo de batalla, el rey aceptó el Tratado de Utrecht, por el que Francia cedía Terranova, Acadia y la bahía de Hudson a Inglaterra, aunque su nieto Felipe V conservaba la corona de España.

Los sacrificios de la guerra arruinaron al Estado francés y minaron el régimen absolutista de Luis XIV, ya desgastado por la crisis social y económica: el reverso del siglo del Rey Sol se exhibía en la mortandad, en la miseria y la mendicidad de las ciudades, en el miedo de los campesinos al hambre y al fisco, en los frecuentes motines, reprimidos con sangre, del pueblo desesperado, en la revuelta de los siervos contra los señores que rugía en todas partes. Los árboles se doblaban bajo el peso de los ahorcados, comentaba sin inmutarse madame de Sévigné, y por todas partes se elevaban quejas contra los privilegiados.

Pero el orgulloso egoísmo del monarca continuaba inmutable, pese a las tristezas de las derrotas militares y a los grandes duelos de su familia: en 1705 había muerto su biznieto, el duque de Bretaña; en 1711, el gran delfín; en 1712, su nieto Luis, duque de Borgoña, la mujer de éste, María Adelaida de Saboya, y su segundo biznieto, el segundo duque de Bretaña. Como heredero al trono ya no quedaba más que un tercer biznieto, el duque de Anjou, que reinaría con el nombre de Luis XV.

El rey se hacía viejo y se refugió en la oración y en el regazo de su favorita. Durante el invierno de 1709 hubo una marcha contra el hambre entre París y Versalles. Por primera vez desde las Frondas, Luis XIV oyó los gritos de protesta de la muchedumbre. Madame de Maintenon escribió: "Las gentes del pueblo mueren como moscas y, en la soledad de sus habitaciones, el rey sufre incontrolables accesos de llanto". La vida en Versalles no tardó en perder todo su esplendor y los enormes salones, antaño llenos de risas, se convirtieron en una gélida tramoya sin vida. En pocos años, Luis XIV se transformó en un hombre derrotado, melancólico y sobre todo enfermo. Gracias al Journal de Santé del rey, felizmente conservado, sabemos que padecía catarros, dolores de estómago, diarreas, lombrices, fiebres, forúnculos, reumatismo y gota, lo que da cuenta de hasta qué punto su físico imponente se encontraba quebrantado. En agosto de 1715 se quejó de unos dolores en las piernas. A finales de mes le aparecieron en las pantorrillas unas horrendas manchas negras. Los médicos, lívidos, diagnosticaron gangrena.

El monarca supo que iba a morir y recibió la noticia con extraordinaria entereza. Tras dedicar unos días a ordenar sus asuntos y despedirse de su familia, llamó junto a su lecho al Delfín, bisnieto suyo y futuro Luis XV. El soberano moribundo le entregó su reino con estas palabras: "Vas a ser un gran rey. No imites mi amor por los edificios ni mi amor por la guerra. Intenta vivir en paz con tus vecinos. No olvides nunca tu deber ni tus obligaciones hacia Dios y asegúrate de que tus súbditos le honran. Acepta los buenos consejos y síguelos. Intenta mejorar la suerte de tu pueblo, dado que yo, desgraciadamente, no fui capaz de hacerlo". El 1 de septiembre de 1715, Luis XIV dejaba de existir. Sus últimas palabras fueron: "Yo me voy. Francia se queda." Había gobernado durante sesenta y cuatro años, siendo el suyo el reinado más largo de la historia de Europa.

Con él desaparecía el máximo ejemplo de la monarquía absoluta y un rey que había llevado momentáneamente a Francia a su cima. Su reinado, comparado por Voltaire con el del emperador romano Augusto, posibilitó un extraordinario florecimiento de las letras, que abarcó los más diversos campos del pensamiento y de la creación: Corneille, Racine y Molière dieron a conocer su teatro; La Fontaine compuso sus Fábulas; Pascal escribió sus Pensamientos y La Rochefoucauld sus Máximas. La razón, la claridad y el equilibrio formal se impusieron como criterios fundamentales del arte; desde Francia, el clasicismo irradiaría a toda Europa. Luis XIV era el principal cliente de los artistas, y así nació un «estilo Luis XIV» de perfecta armonía; su inclinación por la geometría decorativa imperó en parques y jardines; la nueva arquitectura encontró su máxima expresión en Versalles, donde la marmórea amplitud de los espacios y el dominio absoluto de la simetría eran un homenaje a la indiscutida autoridad real, al ser que se reconocía como el representante de Dios sobre la tierra. Sin embargo, el obispo Jean-Baptiste Massillon concluyó así la oración fúnebre de Luis XIV: «¡Sólo Dios es grande!».


Carlos I de Inglaterra

(Dunfermline, Gran Bretaña, 1600 - Whitehall, id., 1649) Rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Segundo hijo de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, accedió al trono en 1625. Casó con la princesa francesa y católica Enriqueta María. Como los gastos de la guerra contra España incrementaran la oposición de sucesivos parlamentos a las demandas reales, se insistió en fijar los límites de las prerrogativas reales, pero el monarca se negó a escuchar las reclamaciones de sus súbditos.


Carlos I de Inglaterra

En 1628, el Parlamento remitió al rey la petición de derechos, que limitaba las atribuciones reales. Carlos, que creía firmemente en los derechos monárquicos y estaba muy comprometido con la Iglesia de Inglaterra, fingió aceptar la petición, pero dejó de respetarla al cabo de poco tiempo, y disolvió el Parlamento en 1629.

Empezaron entonces los once años de gobierno absolutista, durante los que el monarca impuso el culto anglicano, persiguió a los puritanos ingleses y extendió la liturgia inglesa a Escocia en 1636, lo cual provocó la revuelta de la Escocia presbiteriana. Apremiado por la necesidad de dinero, no tuvo otra salida que convocar, en mayo de 1640, un Parlamento («Parlamento corto»), que rechazó las peticiones reales y fue disuelto.

En noviembre de 1640 el rey convocó, nuevamente por urgencias económicas, un nuevo Parlamento («Parlamento largo»), que, presidido por John Pym, encarceló primero y ejecutó después a los dos consejeros del rey, el arzobispo de Canterbury, William Laud, y el conde de Strafford.

Estalló entonces en Irlanda una sublevación, detrás de la cual se sospechó que estaba el propio Carlos, y se desencadenó luego la guerra civil, en la que los ejércitos reales fueron derrotados en Naseby (1645). Entregado por los escoceses al Parlamento inglés, la evasión de Carlos en 1647 dio origen a una nueva guerra civil, pronto ganada por los ironsides (caballería) de Oliver Cromwell. El nuevo Parlamento juzgó y condenó al monarca, que murió ejecutado en el cadalso.

Jacobo II

Rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, perteneciente a la dinastía Estuardo (Londres, 1633 - Saint-Germain-en-Laye, 1701). Era el segundo hijo de Carlos I de Inglaterra. Durante la revolución parlamentaria de 1642, que terminaría con la ejecución de su padre y la instauración del Protectorado de Oliver Cromwell, Jacobo fue hecho prisionero; pero consiguió huir al extranjero en 1648.


Jacobo II

Tras la restauración de la monarquía en la persona de su hermano, Carlos II de Inglaterra (1660), Jacobo fue nombrado almirante y se distinguió en las guerras navales contra Holanda. En 1671 se convirtió al catolicismo, por lo que fue destituido de sus cargos públicos en virtud de la Ley del Test, que excluía a los que no fueran anglicanos del servicio de la Monarquía (1673); incluso tuvo que huir de Inglaterra a raíz del descubrimiento de una conspiración católica en 1678.

Sin embargo, su hermano impidió que el Parlamento le apartara de la sucesión, de modo que, al morir Carlos II en 1685, Jacobo accedió al trono. En 1687 eliminó las discriminaciones legales contra los católicos, implantando una amplia tolerancia religiosa. Ello le enfrentó con la Iglesia anglicana y con el partido tory, que vinieron a unirse a la oposición radical de los whigs contra las tendencias absolutistas de los Estuardo; estas posturas se endurecieron cuando el nacimiento de un príncipe heredero (Jacobo III) pareció asegurar la continuidad de una dinastía católica.

Los líderes protestantes ingleses, que dominaban el Parlamento, lanzaron una revolución en defensa de la monarquía parlamentaria y de la preeminencia de su religión en 1688, e invitaron al estatúder de las Provincias Unidas de los Países Bajos, Guillermo III de Orange, a disputarle el trono a Jacobo (alegando los derechos que le pudieran corresponder por estar casado con la hija primogénita de éste, María II).

Guillermo desembarcó en Inglaterra y, apoyado por las fuerzas parlamentarias, arrebató el trono a Jacobo II; éste intentó recuperarlo desde Irlanda, pero fue derrotado en la batalla de Boyne (1690). Tras la Capitulación de Limerick (1692), Jacobo II se exilió en Francia, donde pasó el resto de su vida intentando recuperar el trono inglés; pero sólo después de su muerte fue coronada una hija suya, Ana I de Gran Bretaña, que sucedió a Guillermo III de Orange.


Guillermo III de Orange

(Guillermo III de Inglaterra o de Orange; La Haya, 1650 - Londres, 1702) Estatúder de Holanda y rey de Inglaterra. El príncipe de Orange era hijo póstumo de Guillermo II de Nassau (que había sido estatúder en 1647-50). En 1672 fue elegido estatúder de las Provincias Unidas del norte de los Países Bajos, cargo equivalente al de rey.


Guillermo III de Orange

Nada más acceder al poder hubo de afrontar una guerra contra las dos potencias europeas vecinas, Inglaterra y Francia. Consiguió la retirada del ejército francés que había invadido Holanda (1672-73) y la paz con Inglaterra (1674). Mediante su matrimonio con la hija del heredero de los Estuardo (el futuro rey Jacobo II de Inglaterra) en 1677, invirtió las alianzas, formando una coalición europea opuesta a la hegemonía de la Francia de Luis XIV, a la que obligó a garantizar la independencia de los Países Bajos (Paz de Nimega, 1678).

Sin embargo, Guillermo habría de traicionar a su suegro, el católico Jacobo II, cuando éste se vio confrontado en su país a la oposición de la Iglesia anglicana y de los protestantes que dominaban el Parlamento; éstos llamaron en su ayuda a Guillermo, quien no dudó en desembarcar con su ejército en Torbay y ponerse al frente de la «Gloriosa Revolución» inglesa de 1688.

Aquella revolución, de inspiración protestante, parlamentaria y whig, destronó a Jacobo II ante el temor a ver consolidarse en el Trono inglés a una dinastía católica y tendente a imitar el absolutismo francés; los rebeldes coronaron en su lugar a Guillermo III, que podía alegar derechos al Trono tanto por ser nieto (por parte de madre) de Carlos I de Inglaterra como por estar casado con María Estuardo.

No obstante, para asentarse en el Trono inglés (que por entonces llevaba ya unidos los de Escocia e Irlanda), hubo de completar la victoria sobre los jacobitas (católicos partidarios de Jacobo II), especialmente fuertes en Irlanda; derrotados en la batalla de Boyne (1690), los católicos capitularon en Limerick (1692).

A la instauración del nuevo rey siguió la aprobación de la Declaración de Derechos (1689), que consagraba definitivamente la hegemonía del Parlamento y las libertades ciudadanas en la constitución política inglesa; de hecho, Guillermo se desentendería prácticamente de la política interior, dejando desarrollarse el gobierno parlamentario.

Fueron los asuntos internacionales los que absorbieron su atención desde que el apoyo de Luis XIV a Jacobo II arrastró a una nueva guerra con Francia (1689-97). La unión dinástica entre Inglaterra y Holanda proporcionó a Guillermo III una hegemonía marítima llamada a perdurar a largo plazo como un componente esencial del poderío británico en el mundo; con tal arma encabezó la «gran alianza» formada contra las ambiciones hegemónicas de Luis XIV, introduciendo otro elemento duradero en la política exterior británica, el principio del equilibrio europeo.

Por la Paz de Ryswick (1697), Luis XIV reconoció por fin a Guillermo como rey de Inglaterra. Sin embargo, la muerte sin descendientes de Carlos II de España (1700) y la aceptación por Luis XIV de la herencia española para la Casa de Borbón desencadenó un nuevo conflicto: Guillermo III de Inglaterra se enfrentó otra vez a las ambiciones francesas formando una nueva coalición con los Habsburgo contra la candidatura de Felipe V; pero murió cuando realizaba los preparativos militares para la Guerra de Sucesión Española (1701-14).

Poco antes de morir, Guillermo aprobó la Ley de Asentamiento (1701), que excluía del Trono inglés a los católicos, por la cual, si bien a Guillermo III le sucedió Ana I de Gran Bretaña (hija de Jacobo II), al morir ésta la Corona recaería sobre la Casa de Hannover.


John Locke

(Wrington, Somerset, 1632 - Oaks, Essex, 1704) Pensador británico, uno de los máximos representantes del empirismo inglés, que destacó especialmente por sus estudios de filosofía política. Este hombre polifacético estudió en la Universidad de Oxford, en donde se doctoró en 1658. Aunque su especialidad era la medicina y mantuvo relaciones con reputados científicos de la época (como Isaac Newton), John Locke fue también diplomático, teólogo, economista, profesor de griego antiguo y de retórica, y alcanzó renombre por sus escritos filosóficos, en los que sentó las bases del pensamiento político liberal.


John Locke

Locke se acercó a tales ideas como médico y secretario que fue del conde de Shaftesbury, líder del partido Whig, adversario del absolutismo monárquico en la Inglaterra de Carlos II y de Jacobo II. Convertido a la defensa del poder parlamentario, el propio Locke fue perseguido y tuvo que refugiarse en Holanda, de donde regresó tras el triunfo de la «Gloriosa Revolución» inglesa de 1688.

Locke fue uno de los grandes ideólogos de las élites protestantes inglesas que, agrupadas en torno a los whigs, llegaron a controlar el Estado en virtud de aquella revolución; y, en consecuencia, su pensamiento ha ejercido una influencia decisiva sobre la constitución política del Reino Unido hasta la actualidad. Defendió la tolerancia religiosa hacia todas las sectas protestantes e incluso a las religiones no cristianas; pero el carácter interesado y parcial de su liberalismo quedó de manifiesto al excluir del derecho a la tolerancia tanto a los ateos como a los católicos (siendo el enfrentamiento de estos últimos con los protestantes la clave de los conflictos religiosos que venían desangrando a las islas Británicas y a Europa entera).

En su obra más trascendente, Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690), sentó los principios básicos del constitucionalismo liberal, al postular que todo hombre nace dotado de unos derechos naturales que el Estado tiene como misión proteger: fundamentalmente, la vida, la libertad y la propiedad. Partiendo del pensamiento de Thomas Hobbes, Locke apoyó la idea de que el Estado nace de un «contrato social» originario, rechazando la doctrina tradicional del origen divino del poder; pero, a diferencia de Hobbes, argumentó que dicho pacto no conducía a la monarquía absoluta, sino que era revocable y sólo podía conducir a un gobierno limitado.

La autoridad de los Estados resultaba de la voluntad de los ciudadanos, que quedarían desligados del deber de obediencia en cuanto sus gobernantes conculcaran esos derechos naturales inalienables. El pueblo no sólo tendría así el derecho de modificar el poder legislativo según su criterio (idea de donde proviene la práctica de las elecciones periódicas en los Estados liberales), sino también la de derrocar a los gobernantes deslegitimados por un ejercicio tiránico del poder (idea en la que se apoyarían Thomas Jefferson y los revolucionarios norteamericanos para rebelarse e independizarse de Gran Bretaña en 1776, así como la burguesía y el campesinado de Francia para alzarse contra el absolutismo de Luis XVI en la Revolución Francesa).

Locke defendió la separación de poderes como forma de equilibrarlos entre sí e impedir que ninguno degenerara hacia el despotismo; pero, por inclinarse por la supremacía de un poder legislativo representativo de la mayoría, se puede también considerar a John Locke como un teórico de la democracia, hacia la que acabarían evolucionando los regímenes liberales. Por legítimo que fuera, sin embargo, ningún poder debería sobrepasar determinados límites (de ahí la idea de ponerlos por escrito en una Constitución). Este tipo de ideas inspirarían al liberalismo anglosajón (reflejándose puntualmente en las constituciones de Gran Bretaña y Estados Unidos) e, indirectamente, también al del resto del mundo (a través de ilustrados franceses, como MontesquieuVoltaire y Rousseau).

Menos incidencia tuvo el pensamiento propiamente filosófico de Locke, basado en una teoría del conocimiento empirista inspirada en Francis Bacon y en René Descartes. Al igual que Hobbes, John Locke profundizó en el empirismo de Bacon y rechazó la teoría cartesiana de las ideas innatas; a la refutación de tal teoría dedicó la primera parte de su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690). Según Locke, la mente humana nace tamquam tabula rasa; es decir, en el momento de su nacimiento, la mente de un niño carece de ideas: es como un papel en blanco en el que no hay ninguna idea escrita (Descartes afirmaba que contenía ideas innatas, como por ejemplo la idea de Dios).

Todas las ideas proceden de la experiencia, y de la experiencia procede todo nuestro conocimiento. Experiencia no significa únicamente en Locke experiencia externa; igual que percibimos el exterior (por ejemplo, el canto de un pájaro), percibimos nuestro interior (por ejemplo, que estamos furiosos). En consecuencia, dos son los ámbitos de la experiencia: el mundo exterior, captado por la sensación, y el de la conciencia o interior, captado por la reflexión.

De este modo, cuando John Locke y los empiristas en general hablan de ideas, no se refieren a ideas en el sentido platónico, ni tampoco a conceptos del entendimiento, sino a contenidos de la conciencia, es decir, a la impronta que han dejado en la misma una sensación o una reflexión. Hay ideas simples que se adquieren tanto en la sensación (alto, dulce, rojo) como en la reflexión (placer, duda, deseo); e ideas complejas que se forman a partir de las simples, merced a la actividad del sujeto. Hay una gran variedad de ideas complejas, pero pueden reducirse a las de sustanciamodo y relación, que son paralelas a los elementos del juicio: sujeto, predicado y cópula; no en vano es el juicio la actividad sintética por excelencia del entendimiento.

Por la sensación no conocemos la sustancia de las cosas, y puesto que, conforme a las premisas de Locke, todo lo que llega al entendimiento pasa por los sentidos, tampoco podemos conocerla por el entendimiento. Por la sensación sólo percibimos las cualidades de las cosas, cualidades que pueden ser primarias y secundarias. Las cualidades primarias son las que se refieren a la extensión y al movimiento con sus respectivas propiedades y son captadas por varios sentidos.

La cualidades secundarias, tales como el color, el sonido o el sabor, son percibidas por un solo sentido. Las cualidades primarias tienen valor objetivo y real, es decir, existen tal como las percibimos, pero las cualidades secundarias, aunque sean causadas por las cosas exteriores, son subjetivas por el modo en que las percibimos: más que cualidades de las cosas, son reacciones del sujeto a estímulos recibidos de ellas. Para Locke, la sustancia no es cognoscible, aunque es posible admitir su existencia como sustrato o sostén de las cualidades primarias y como causa de las secundarias.


Barón de Montesquieu

(Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu; La Brède, Burdeos, 1689 - París, 1755) Pensador francés. Perteneciente a una familia de la nobleza de toga, Montesquieu siguió la tradición familiar al estudiar derecho y hacerse consejero del Parlamento de Burdeos (que presidió de 1716 a 1727). Vendió el cargo y se dedicó durante cuatro años a viajar por Europa observando las instituciones y costumbres de cada país; se sintió especialmente atraído por el modelo político británico, en cuyas virtudes halló argumentos adicionales para criticar la monarquía absoluta que reinaba en la Francia de su tiempo.


El barón de Montesquieu

Montesquieu ya se había hecho célebre con la publicación de sus Cartas persas (1721), una crítica sarcástica de la sociedad del momento, que le valió la entrada en la Academia Francesa (1727). En 1748 publicó su obra principal, Del espíritu de las Leyes, obra de gran impacto (se hicieron veintidós ediciones en vida del autor, además de múltiples traducciones a otros idiomas).

El pensamiento de Montesquieu debe enmarcarse en el espíritu crítico de la Ilustración francesa, con el que compartió los principios de tolerancia religiosa, aspiración a la libertad y denuncia de viejas instituciones inhumanas como la tortura o la esclavitud; pero Montesquieu se alejó del racionalismo abstracto y del método deductivo de otros filósofos ilustrados para buscar un conocimiento más concreto, empírico, relativista y escéptico.

En El espíritu de las Leyes, Montesquieu elaboró una teoría sociológica del gobierno y del derecho, mostrando que la estructura de ambos depende de las condiciones en las que vive cada pueblo: en consecuencia, para crear un sistema político estable había que tener en cuenta el desarrollo económico del país, sus costumbres y tradiciones, e incluso los determinantes geográficos y climáticos.

De los diversos modelos políticos que definió, Montesquieu asimiló la Francia de Luis XV (una vez eliminados los parlamentos) al despotismo, que descansaba sobre el temor de los súbditos; alabó en cambio la república, edificada sobre la virtud cívica del pueblo, que Montesquieu identificaba con una imagen idealizada de la Roma republicana.

Equidistante de ambas, definió la monarquía como un régimen en el que también era posible la libertad, pero no como resultado de una virtud ciudadana difícilmente alcanzable, sino de la división de poderes y de la existencia de poderes intermedios -como el clero y la nobleza- que limitaran las ambiciones del príncipe. Fue ese modelo, que identificó con el de Inglaterra, el que Montesquieu deseó aplicar en Francia, por entenderlo adecuado a sus circunstancias nacionales. La clave del mismo sería la división de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, estableciendo entre ellos un sistema de equilibrios que impidiera que ninguno pudiera degenerar hacia el despotismo.

Desde que la Constitución de los Estados Unidos plasmó por escrito tales principios, la obra de Montesquieu ejerció una influencia decisiva sobre los liberales que protagonizaron la Revolución francesa de 1789 y la posterior construcción de regímenes constitucionales en toda Europa, convirtiéndose la separación de poderes en un dogma del derecho constitucional que ha llegado hasta nuestros días.

Junto a este componente innovador, no puede olvidarse el carácter conservador de la monarquía limitada que proponía Montesquieu, en la que procuró salvaguardar el declinante poder de los grupos privilegiados (como la nobleza, a la que él mismo pertenecía), aconsejando, por ejemplo, su representación exclusiva en una de las dos cámaras del Parlamento. Pese a ello, debe considerarse a Montesquieu como un eslabón clave en la fundamentación de la democracia y la filosofía política moderna, cuyo nacimiento cabe situar en los Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690) de John Locke y que, después de Montesquieu, hallaría su más acabada expresión en El contrato social (1762) de Jean-Jacques Rousseau.


Voltaire

(François-Marie Arouet; París, 1694 - 1778) Escritor francés. Figura intelectual dominante de su siglo y uno de los principales pensadores de la Ilustración, dejó una obra literaria heterogénea y desigual, de la que resaltan sus relatos y libros de polémica ideológica. Como filósofo, Voltaire fue un genial divulgador, y su credo laico y anticlerical orientó a los teóricos de la Revolución Francesa.


Voltaire (detalle de un retrato de Maurice Quentin de La Tour)

Voltaire estudió en los jesuitas del colegio Louis-le-Grand de París (1704-1711). Su padrino, el abate de Châteauneuf, le introdujo en la sociedad libertina del Temple. Estuvo en La Haya (1713) como secretario de embajada, pero un idilio con la hija de un refugiado hugonote le obligó a regresar a París. Inició la tragedia Edipo (1718), y escribió unos versos irrespetuosos, dirigidos contra el regente, que le valieron la reclusión en la Bastilla (1717). Una vez liberado, fue desterrado a Châtenay, donde adoptó el seudónimo de Voltaire, anagrama de «Árouet le Jeune» o del lugar de origen de su padre, Air-vault.

Un altercado con el caballero de Rohan, en el que fue apaleado por los lacayos de éste (1726), condujo a Voltaire de nuevo a la Bastilla; al cabo de cinco meses, fue liberado y exiliado a Gran Bretaña (1726-1729). En la corte de Londres y en los medios literarios y comerciales británicos fue acogido calurosamente; la influencia británica empezó a orientar su pensamiento. Publicó Henriade (1728) y obtuvo un gran éxito teatral con Bruto (1730); en la Historia de Carlos XII (1731), Voltaire llevó a cabo una dura crítica de la guerra, y la sátira El templo del gusto (1733) le atrajo la animadversión de los ambientes literarios parisienses.

Pero su obra más escandalosa fue Cartas filosóficas o Cartas inglesas (1734), en las que Voltaire convierte un brillante reportaje sobre Gran Bretaña en una acerba crítica del régimen francés. Se le dictó orden de arresto, pero logró escapar, refugiándose en Cirey, en la Lorena, donde gracias a la marquesa de Châtelet pudo llevar una vida acorde con sus gustos de trabajo y de trato social (1734-1749).

El éxito de su tragedia Zaïre (1734) movió a Voltaire a intentar rejuvenecer el género; escribió Adélaïde du Guesclin (1734), La muerte de César (1735), Alzire o los americanos (1736) y Mahoma o el fanatismo (1741). Menos afortunadas son sus comedias El hijo pródigo (1736) y Nanine o el prejuicio vencido (1749). En esta época desempeñó un importante papel como divulgador de Newton con sus Elementos de la filosofía de Newton (1738).

Ciertas composiciones, como el Poema de Fontenoy (1745), le acabaron de introducir en la corte, para la que realizó misiones diplomáticas ante Federico II. Luis XV le nombró historiógrafo real, e ingresó en la Academia Francesa (1746). Pero no siempre logró atraerse a Madame de Pompadour, quien protegía a Prosper Jolyot de Crébillon; su rivalidad con este dramaturgo le llevó a intentar desacreditarle, tratando los mismos temas que él: Semíramis (1748), Orestes (1750), etc.

Su pérdida de prestigio en la corte y la muerte de Madame du Châtelet (1749) movieron a Voltaire a aceptar la invitación de Federico II el Grande. Durante su estancia en Potsdam (1750-1753) escribió El siglo de Luis XIV (1751) y continuó, con Micromégas (1752), la serie de sus cuentos iniciada con Zadig (1748).

Después de una violenta ruptura con Federico II, Voltaire se instaló cerca de Ginebra, en la propiedad de «Les Délices» (1755). En Ginebra chocó con la rígida mentalidad calvinista: sus aficiones teatrales y el capítulo dedicado a Miguel Servet en su Ensayo sobre las costumbres (1756) escandalizaron a los ginebrinos, mientras se enajenaba la amistad de Rousseau. Su irrespetuoso poema La doncella (1755), sobre Juana de Arco, y su colaboración en la Enciclopedia chocaron con el partido «devoto» de los católicos.

Frutos de su crisis de pesimismo fueron el Poema sobre el desastre de Lisboa (1756) y la novela corta Cándido o el optimismo (1759), una de sus obras maestras. Se instaló en la propiedad de Ferney, donde Voltaire vivió durante dieciocho años, convertido en el patriarca europeo de las letras y del nuevo espíritu crítico; allí recibió a la elite de los principales países de Europa, representó sus tragedias (Tancrède, 1760), mantuvo una copiosa correspondencia y multiplicó los escritos polémicos y subversivos, con el objetivo de «aplastar al infame», es decir, el fanatismo clerical.

Sus obras mayores de este período son el Tratado de la tolerancia (1763) y el Diccionario filosófico (1764). Denunció con vehemencia los fallos y las injusticias de las sentencias judiciales (casos de Calas, Sirven y La Barre). Liberó de la gabela a sus vasallos, que, gracias a Voltaire, pudieron dedicarse a la agricultura y la relojería. Poco antes de morir (1778), se le hizo un recibimiento triunfal en París. En 1791, sus restos fueron trasladados al Panteón.


Jean-Jacques Rousseau

(Ginebra, Suiza, 1712 - Ermenonville, Francia, 1778) Filósofo suizo. Junto con Voltaire y Montesquieu, se le sitúa entre los grandes pensadores de la Ilustración en Francia. Sin embargo, aunque compartió con los ilustrados el propósito de superar el oscurantismo de los siglos precedentes, la obra de Jean-Jacques o Juan Jacobo Rousseau presenta puntos divergentes, como su concepto de progreso, y en general más avanzados: sus ideas políticas y sociales preludiaron la Revolución Francesa, su sensibilidad literaria se anticipó al romanticismo y, por los nuevos y fecundos conceptos que introdujo en el campo de la educación, se le considera el padre del pedagogía moderna.

Biografía

Huérfano de madre desde temprana edad, Jean-Jacques Rousseau fue criado por su tía materna y por su padre, un modesto relojero. Sin apenas haber recibido educación, trabajó como aprendiz con un notario y con un grabador, quien lo sometió a un trato tan brutal que acabó por abandonar Ginebra en 1728.


Jean-Jacques Rousseau (retrato de Maurice Quentin de La Tour, 1753)

Fue entonces acogido bajo la protección de la baronesa de Warens, quien le convenció de que se convirtiese al catolicismo (su familia era calvinista). Ya como amante de la baronesa, Jean-Jacques Rousseau se instaló en la residencia de ésta en Chambéry e inició un período intenso de estudio autodidacto.

En 1742 Rousseau puso fin a una etapa que más tarde evocó como la única feliz de su vida y partió hacia París, donde presentó a la Academia de la Ciencias un nuevo sistema de notación musical ideado por él, con el que esperaba alcanzar una fama que, sin embargo, tardó en llegar. Pasó un año (1743-1744) como secretario del embajador francés en Venecia, pero un enfrentamiento con éste determinó su regreso a París, donde inició una relación con una sirvienta inculta, Thérèse Levasseur, con quien acabó por casarse civilmente en 1768 tras haber tenido con ella cinco hijos.

Rousseau trabó por entonces amistad con los ilustrados, y fue invitado a contribuir con artículos de música a la Enciclopedia de D'Alembert y Diderot; este último lo impulsó a presentarse en 1750 al concurso convocado por la Academia de Dijon, la cual otorgó el primer premio a su Discurso sobre las ciencias y las artes, que marcó el inicio de su fama.

En 1754 visitó de nuevo Ginebra y retornó al protestantismo para readquirir sus derechos como ciudadano ginebrino, entendiendo que se trataba de un puro trámite legislativo. Apareció entonces su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, escrito también para el concurso convocado en 1755 por la Academia de Dijon. Rousseau se opuso en esta obra a la concepción ilustrada del progreso, considerando que los hombres en estado natural son por definición inocentes y felices, y que son la cultura y la civilización las que imponen la desigualdad entre ellos (en especial a partir del establecimiento de la propiedad) y acarrean la infelicidad.

En 1756 se instaló en la residencia de su amiga Madame d'Épinay en Montmorency, donde redactó algunas de sus obras más importantes. Julia o la nueva Eloísa (1761) es una novela sentimental inspirada en su pasión -no correspondida- por la cuñada de Madame d'Épinay, la cual fue motivo de disputa con esta última.

En El contrato social (1762), Rousseau intenta articular la integración de los individuos en la comunidad; las exigencias de libertad del ciudadano han de verse garantizadas a través de un contrato social ideal que estipule la entrega total de cada asociado a la comunidad, de forma que su extrema dependencia respecto de la ciudad lo libere de aquella que tiene respecto de otros ciudadanos y de su egoísmo particular. La voluntad general señala el acuerdo de las distintas voluntades particulares, por lo que en ella se expresa la racionalidad que les es común, de modo que aquella dependencia se convierte en la auténtica realización de la libertad del individuo, en cuanto ser racional.

Finalmente, Emilio o De la educación (1762) es una novela pedagógica, cuya parte religiosa le valió la condena inmediata por parte de las autoridades parisinas y su huida a Neuchâtel, donde surgieron de nuevo conflictos con las autoridades locales, de modo que, en 1766, aceptó la invitación de David Hume para refugiarse en Inglaterra, aunque al año siguiente regresó al continente convencido de que Hume tan sólo pretendía difamarlo. A partir de entonces Rousseau cambió sin cesar de residencia, acosado por una manía persecutoria que lo llevó finalmente de regreso a París en 1770, donde transcurrieron los últimos años de su vida, en los que redactó sus escritos autobiográficos.

La obra de Jean-Jacques Rousseau

Considerado unánimemente una de las máximas figuras de la Ilustración, Jean-Jacques Rousseau aportó obras fundamentales a la teorización del deísmo (Profesión de fe del vicario saboyano), la creación de una nueva pedagogía (Emilio), la crítica del absolutismo (Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombresEl contrato social), la controversia sobre el sentido del progreso humano (Discurso sobre las ciencias y las artes), el auge de la novela sentimental (Julia o la nueva Eloísa) y el desarrollo del género autobiográfico (Confesiones). En suma, Rousseau abordó los grandes temas de su época y participó activamente en todos los debates intelectuales que apasionaron al siglo.

Sin embargo, al tiempo que es un hombre representativo de la ideología ilustrada (con sus presupuestos basados en la razón, la naturaleza, la tolerancia y la libertad), Rousseau anuncia algunas corrientes que se difundirán a partir de la Revolución. Así, por un lado, el pensador ginebrino puso en circulación determinadas ideas que cuestionaban el optimismo radical de las Luces: la perfección del estado de naturaleza frente a la corrupción de la sociedad comprometía la confianza en el progreso de los ilustrados; la idealización del buen salvaje se enfrentaba a la del "innoble salvaje" de los economistas que estudiaban los medios para el desarrollo material de la humanidad, y el énfasis sobre el sentimiento y la voluntad podía mermar la confianza ilustrada en el imperio de la razón.

Por otro lado, sus propuestas políticas no sólo desbarataban las ilusiones puestas en el reformismo benevolente de los déspotas ilustrados, sino que ofrecían un modo alternativo de organización de la sociedad y lanzaban una inequívoca consigna contra el absolutismo de derecho divino al defender el principio de la soberanía nacional y la voluntad general de la comunidad de los ciudadanos, postulando en consecuencia como justas aquellas formas de gobierno (como la democracia) en que dicha voluntad general puede expresarse.

De este modo, Rousseau se situaba en la encrucijada de la Ilustración, alimentando al mismo tiempo las corrientes subterráneas que inspiraron el prerromanticismo y las fuentes doctrinales de donde brotará pujante la Revolución. Pese a esgrimir argumentos no demasiado sólidos, su primer texto importante, el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), es la clave para entender su reticencia frente al optimismo racionalista que creía firmemente en el progreso de la civilización.

Rousseau se alejaba ya en esta obra del pensamiento ilustrado al atribuir escasa importancia al perfeccionamiento de las ciencias y conceder mayor valor a las facultades volitivas que a la razón. Contestando la unilateralidad de una visión del progreso ceñida al ámbito técnico y material, en detrimento del moral y cultural, denunció la incongruencia que suponía denominar progreso humano a lo que era un mero desarrollo tecnológico. Aunque se había avanzado en el dominio de la naturaleza y se había aumentado el patrimonio artístico, la civilización no había hecho al hombre más libre, más feliz o más bondadoso.

La empresa de dilucidar los efectos de la organización social sobre la naturaleza humana la acometió en el Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres (1755). Si en escritos anteriores ya había teorizado sobre la bondad natural del hombre y el efecto corruptor de la sociedad, ahora pasó a desarrollar la idea del buen salvaje. En un primitivo estado de naturaleza no existían entre los humanos desigualdades relevantes (sólo las derivadas de la biología) y los hombres no eran ni buenos ni malos, sino simplemente "amorales". Una serie de causas externas empujaron a los hombres a agruparse y prestarse ayuda mutua para determinadas empresas, y en el transcurso de esa asociación nacieron las pasiones que transformaron su espíritu.

Ese "estado de naturaleza" era esencialmente un concepto teórico, pero ofrecía a Rousseau la base para condenar las injusticias del mundo de su tiempo, advertir sobre la corrupción reinante y desenmascarar el desorden de la sociedad civil. Así, partiendo de un estadio asociativo primitivo e idílico, nucleado en torno a la familia y más tarde traspasado a la comunidad (a la que inspiraba la solidaridad y guiaba la costumbre y no la ley, repartiéndose el fruto de la caza), llegó a determinar el momento de la fractura: la aparición de la agricultura, la minería y, por ende, la propiedad privada y la acumulación de riquezas en manos de unos pocos.

El proceso continuaba con la aparición de la servidumbre, consistente en que los desposeídos ofrecían su trabajo a cambio de la protección de los poderosos. Los abusos propiciaron la desconfianza mutua y la necesidad de prevenir el crimen, por lo que se hizo necesaria la instauración de un gobierno y la promulgación de leyes para la protección de la propiedad privada. Si hasta aquí el esbozo de esta evolución no era nuevo (ya había sido apuntado por John Locke), la originalidad consistía en matizar que el proceso se había operado en defensa de la propiedad de los ricos; de ahí el carácter revolucionario de la hipótesis.

Claro es que Rousseau no abogaba por la abolición de la propiedad privada, a la que consideraba un hecho irreversible y por tanto inherente al estado de sociedad, sino que apuntaba hacia la mejora de la situación a través del perfeccionamiento de la organización política. En cuanto diagnosis del origen de la injusticia social y la infelicidad del hombre, el Discurso tiene en efecto su necesario complemento en otra de sus obras fundamentales, El contrato social (1762), con su propuesta de una nueva sociedad fundada sobre un pacto libremente aceptado por los individuos, de los que emana una voluntad general que se expresa en la ley y que concilia la libertad individual con un orden social justo.

Si bien no es posible contraponer una Ilustración de la razón y otra del sentimiento (pues precisamente entre los fenómenos más característicos de las Luces se encuentran la exaltación de la naturaleza, la revolución de la afectividad o el triunfo de la privacidad), no cabe duda de que el énfasis rousseauniano sobre la reivindicación del sentimiento frente a la razón pura, la idealización arcádica de la naturaleza y la indagación obstinada en el secreto reducto de la intimidad son elementos que preludian la aparición del nuevo clima espiritual del prerromanticismo.

En este sentido, Rousseau colaboró decisivamente en la difusión de una estética del sentimiento con la publicación de su novela La nueva Eloísa (1761), aunque no sea ni el único escritor de novelas sentimentales ni el único responsable de los melodramas lacrimógenos que siguieron (las denominadas pleurnicheries). La bondad del hombre en un ideal estado de naturaleza es la base de una obra destinada a inaugurar la pedagogía moderna: Emilio o De la educación (1762); por ello la labor educativa ha de llevarse a cabo al margen de la sociedad y de sus instituciones y no consiste en imponer normas o dirigir aprendizajes, sino en impulsar el desarrollo de las inclinaciones espontáneas del niño facilitando su contacto con la naturaleza, que es sabia y educativa.

Por otro lado, sus Confesiones (publicadas póstumamente en 1782 y 1789) representan, en un siglo inclinado a la autobiografía, un ejemplo excepcional de introspección personal y de exhibición extremada de la propia intimidad, en un grado que no se alcanzaría hasta el pleno romanticismo. Finalmente, no resulta extraño que la muerte le sorprendiera meditando en la soledad de los jardines a la inglesa del castillo de Ermenonville, donde le había invitado el marqués de Girardin, mientras se entregaba al ilustrado placer de la herborización, tal como había dejado descrito en Las ensoñaciones del paseante solitario, publicadas también póstumamente en 1782.

La dualidad de la figura y la obra de Rousseau no pasó desapercibida a sus coetáneos, como demuestran las palabras de Goethe: "Con Voltaire termina un mundo, con Rousseau comienza otro". Un mundo que, por un lado, conducía al romanticismo (debido al avance del irracionalismo, la exacerbación del sentimentalismo, el auge de los nacionalismos y la revalorización de las oscuras edades medievales) y, por otro, a la Revolución.


MAPAS CONCEPTUALES






































ACTIVIDADES
Aquí tenéis ejercicios interactivos de la web www.claseshistoria.com para repasar el tema.

http://www.claseshistoria.com/general/ejercicios/antiguoregimen/emparejar1.htm 

Aquí tenéis enlaces para hacer ejercicios interactivos de varias webs

http://www.testeando.es/test.asp?idA=4&idT=csvfjeur

https://www.cerebriti.com/juegos-de-historia/el-antiguo-regimen-y-la-ilustracion





Características de las monarquías absolutas

Ilustración y Despotismo Ilustrado en Dinamarca

Luis XIV y la Guerra de Sucesión española


Héroes de la Ilustración



Resumen del Antiguo Régimen (Profesor José María HerCal)